6 de julio 2022
Estados Unidos es una democracia que no ha dejado de evolucionar desde su fundación en 1776; pero hoy su supervivencia como tal corre un gran peligro. Esta crisis se debe a una serie de acontecimientos ligeramente interconectados, dentro y fuera del país.
La amenaza externa a los Estados Unidos procede de los regímenes represivos liderados por Xi Jinping en China y Vladímir Putin en Rusia, que quieren imponer al mundo una forma autocrática de gobierno.
Pero la amenaza a Estados Unidos que procede de los enemigos internos de la democracia es aún mayor. Esos enemigos incluyen la actual Corte Suprema, dominada por extremistas de ultraderecha, y el Partido Republicano de Donald Trump, que puso a esos extremistas en la Corte.
¿Qué permite aplicar ese calificativo al bloque mayoritario del tribunal? No se trata solamente de su decisión de derogar Roe v. Wade, el histórico caso de 1973 que reconoció el derecho de las mujeres a elegir si darán a luz. Lo que los califica como extremistas son los argumentos que usaron para justificar la decisión y los indicios que han dado respecto de hasta dónde estarían dispuestos a llevar esos argumentos.
El juez supremo Samuel Alito, autor del fallo en mayoría, basó su dictamen en la afirmación de que la Catorceava Enmienda solamente protege aquellos derechos que tenían aceptación general en 1868, cuando se la ratificó. Pero este argumento pone en peligro muchos otros derechos que se reconocieron después, como el derecho a la anticoncepción y al matrimonio entre personas del mismo sexo y los derechos LGBTQ.
Llevando esta línea de razonamiento hasta su conclusión lógica, los estados podrían incluso prohibir el matrimonio interracial (como hacían algunos hasta 1967). Además, es evidente el intento de esta Corte de lanzar un ataque frontal al poder ejecutivo. En uno de los fallos más trascendentales del período de sesiones que acaba de terminar, la Corte negó a la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos autoridad para dictar regulaciones necesarias para el combate al cambio climático.
No hace falta buscar mucho para encontrar el común denominador de las últimas decisiones de la Corte: se trata de apoyar las causas promovidas por el Partido Republicano de Trump y debilitar o proscribir las impulsadas por el Partido Demócrata. Tómese por ejemplo la legislación sobre armas de fuego. El ala radical de la Corte está muy atenta a los deseos del lobby de las armas. De modo que a pesar de la indignación nacional causada por una epidemia reciente de matanzas, que llevó incluso a algunos republicanos a apoyar una nueva ley federal sobre armas, la Corte compensó a la Asociación Nacional del Rifle por la pérdida con la anulación de una vieja ley de Nueva York que imponía estrictas restricciones a la portación de pistolas escondidas (el estado de Nueva York aprobó de inmediato nuevas leyes al respecto, que probablemente terminarán ante la Corte Suprema).
La Corte Suprema se contaba entre las instituciones más prestigiosas en los Estados Unidos, pero con sus últimas decisiones, la mayoría extremista llevó sus índices de aprobación a mínimos históricos, y los de desaprobación a máximos nunca antes vistos. El fallo en disenso en el caso por el que se derogó Roe señala en forma inequívoca que la decisión de la mayoría «atenta contra la legitimidad del tribunal». Por desgracia, es probable que la minoría siga siéndolo por mucho tiempo, ya que los extremistas son más jóvenes y tienen mayoría por seis a tres.
Hay un solo modo de poner límites a la Corte Suprema: una victoria aplastante sobre el Partido Republicano. Eso permitiría al Congreso dictar leyes que protejan los derechos que se habían confiado a la protección de la Corte Suprema. Ya es evidente que hacerlo fue un gran error. El Congreso tiene que actuar, comenzando por proteger la libertad de elección de las mujeres. Y si para hacerlo hay que enmendar las normas sobre obstruccionismo parlamentario («filibusterismo»), pues que así sea.
Pero a la hora de organizar una victoria aplastante contra los republicanos radicalizados, sus adversarios tienen que hacer frente a obstáculos casi insuperables. Los republicanos no sólo llenaron de jueces extremistas la Corte Suprema y muchos tribunales inferiores, sino que en estados como Florida, Georgia y Texas, aprobaron un sinfín de leyes que dificultan en gran medida el voto.
Aunque estas leyes apuntan a dejar sin derecho al voto a afroamericanos, otras minorías y votantes jóvenes en general, su objetivo en última instancia es ayudar a los republicanos a ganar elecciones. Como escribió hace poco un juez federal de Florida al anular una de estas leyes, se las aprobó «con la intención de restructurar el sistema electoral de Florida para favorecer al Partido Republicano sobre el Demócrata».
Ya bastante malo sería que estas leyes sólo buscaran limitar el padrón de votantes. Pero ahora los republicanos van más allá, ya que han puesto en la mira el proceso de recuento de votos y de certificación del ganador. Los republicanos están atacando nuestro sistema de democracia desde todos los ángulos; esto incluye cambiar las leyes para facilitar la subversión del sistema electoral y convocar a personas convencidas de la gran mentira de Trump de que en 2020 le robaron la elección para que supervisen el proceso. Y en todo esto también la Corte Suprema radical hizo su parte, al desvirtuar la Ley de Derecho al Voto federal y permitir una redefinición de distritos abiertamente partidista, con el objetivo de debilitar el poder de voto de las minorías.
Felizmente, no soy el único que asegura que la supervivencia de la democracia en Estados Unidos corre grave peligro. La opinión pública estadounidense está indignada por el fallo que derogó Roe. Pero es necesario que la gente vea esa sentencia como lo que es: parte de un plan cuidadosamente trazado para convertir a Estados Unidos en un régimen represivo.
Tenemos que hacer todo lo posible para evitarlo, y hay que incluir en esta lucha a muchas de las personas que en el pasado votaron a Trump. Yo soy simpatizante del Partido Demócrata, pero este no es un tema partidista. Lo que está en juego es restablecer un sistema político bipartidario funcional, que es el núcleo de la democracia estadounidense.
Texto original publicado por Project Syndicate