13 de abril 2022
La invasión rusa a Ucrania demuestra cada día a qué extremos pueden llegar los regímenes autoritarios unipersonales cuando tienen armas atómicas. Las medidas represivas que el orteguismo toma cada día para exterminar los últimos resquicios de libertad en Nicaragua, señalan los niveles de voracidad que puede alcanzar un dictador sin otro poder que las de su Estado pretoriano. Si Putin encarna el grado máximo de la maldad desatada, Ortega ocupa varios grados menores en la escala de la crueldad; no porque no quiera, sino porque no tiene más poder.
Ambos grados comparten los mismos rasgos de un tipo de comportamiento que tiene por finalidad causar daño a los demás y al entorno. Sin ser exhaustivos, se puede decir que la maldad entraña los siguientes rasgos: la falta de escrúpulos, la ausencia de empatía con el dolor ajeno, la actuación deliberada para causar daño y la negación de los crímenes cometidos.
La falta de escrúpulos se refleja en el nulo reparo que ambos personaje muestran, especialmente a la hora de ordenar acciones que van a causar muerte y destrucción. En los últimos cuarenta y tantos días hemos ido conociendo la geografía de Ucrania por el reguero de muerte y destrucción dejado por donde el Ejército invasor ha ido pasando: Maruipol, Bucha, Kramatorsk y Borodianka, todas ciudades mártires de la barbarie fascista que se han sumado a Lidice, Gernika, Marzabotto, Srebrenica y un etcétera interminable. Ante ninguna de ellas los verdugos dudaron un momento entre el exterminio y la vida de miles personas que las habitaban. Lo mismo que hicieron los jefes máximos del orteguismo frente a protestas no armadas en las barricadas defensivas que la población había levantado, o como el caso de Marcelo Mayorga en Masaya o de los estudiantes que se habían atrincherado en la UNAN de Managua: la respuesta fue el ataque del fanatismo armado que, sin dudarlo un instante, optaron por el exterminio sin dar el mínimo valor a la vida humana.
Contrario a lo que se esperaría, ni Putin ni Ortega parecen mostrar ninguna empatía con el dolor de las víctimas de sus crímenes. Al contrario, más bien parecen alimentarse del sufrimiento que causan. Cuanto mayor tormento, más ven realizados los objetivos de sus estrategias, que no son otros que la aniquilación de los adversarios que han osado interponerse entre sus planes y la dominación absoluta. No hay escenas de padecimientos que merezcan un gramo de piedad; más bien ven una oportunidad para aumentar el daño en cada estación de trenes abarrotada por quienes intentan huir del horror de la guerra, en cada caravana de quienes escapan de la barbarie y en cada sótano que sirva de refugio.
Lo mismo ocurre en Nicaragua con las presas y presos políticos. A pesar de haberlos capturado en sus casas y no en un campamento guerrillero, ni de pertenecer a organizaciones clandestinas que planearan derrocar a la dictadura por la vía armada, las presas y presos políticos son tratados con la intención de infligirles el mayor daño físico y emocional posible, sometiéndoles a condiciones carcelarias inhumanas, mal alimentados, en asilamiento total (y sin) ni derecho a recibir visitas familiares. Tanto en Ucrania como en Nicaragua, el fin (imponer la tiranía) intenta justificar los medios (la barbarie).
Los bombardeos en contra de objetivos civiles, las masacres en Bucha, Borodiank y Mariupol, están unidos por el mismo instinto aniquilador que en Nicaragua ha disparado en contra de un niño que sólo quería llevar agua a quienes protestaban, la misma rabia ciega que abrió fuego con francotiradores contra una manifestación de madres y que tortura todos los días a personas que mantiene en cautiverio desde hace cuatro años y más. ¿Que no son parangonables las masacres en Ucrania y los crímenes de Nicaragua? Hay que ir a la raíz de ambos hechos. En cada caso, los hechores intelectuales tuvieron ante sí la disyuntiva del bien y del mal, entre no ordenar apretar el disparador -en respeto a la autodeterminación y a la dignidad de cada pueblo- y ordenar disparar obedeciendo el vacío moral de los jerarcas. Sin embargo, en ambos optaron deliberadamente por hacer el mal, por matar, por destruir, por torturar y por violar, para someter a quienes contravenían los designios de la más alta jefatura. En Ucrania y en Nicaragua alguien ha bajado el pulgar para matar y destruir, para causar el mayor dolor posible y para aniquilar, para borrar del mapa todo cuanto resulte molesto a los dictadores.
Ante las consecuencias incuestionables de sus acciones, Putin y Ortega han reaccionado igualmente hermanados por el negacionismo, con una mezcla entre infantil y cínica, con la lejana esperanza de convencer a sus fanáticos. El ruso ha echado mano de su ministro del Exterior para jugar el triste papel de “Alí el cómico”, el vocero de Sadam Husein que insistía en negar la caída inminente del régimen. Según Lavrov, los ucranianos se han autobombardeado, han colocado actores en las calles de Bucha simulando estar muertos y han masacrado a sus propios hijos, o simplemente ha negado que ello haya ocurrido. Ortega no ha actuado diferente. Según sus propagandistas, Alvarito Conrado fue tiroteado por estudiantes desarmados y jamás ha dicho nada de que se le negara la atención hospitalaria; pero el colmo fue que negara que la masacre del día de las madres hubiese ocurrido. Más tarde, ha negado que se ensañe en los presos políticos, calla sobre de las condiciones carcelarias e intenta escudarse en la supuesta soberanía nacional para proclamar su derecho al exterminio de los opositores, sin que le exija cuentas ninguna organización internacional a la que pertenezca.
Cobijados por esta lógica absurda, como si la soberanía nacional fuese escudo de la impunidad, Putin y Ortega representan dos gradaciones de una escala del mal en la que también figuran personajes igual de execrables como Maduro, Díaz Canel y los gorilas militares de Myanmar, todos ellos con licencia para matar.
Ucranianos y nicaragüenses, al igual que venezolanos, cubanos y birmanos, padecemos la misma maldad bajo el mismo predicamento de los criminales: sumir en el horror a pueblos en castigo por querer ejercer libremente el derecho a la autodeterminación, una vocación terca que se niega a cerrar la puerta a la esperanza.