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El señor secretario

Aprendió bien la hermenéutica del oficio. Jueces y abogados lo tenían en gran predicado, reconocían su talento. Nunca hubo trabajo acumulado

El joven Fulgencio Miranda Martínez aparece flanqueado por don Fabián Rizo y don Luis Castrillo, compareciendo como secretario, en la boda de una pareja. Foto/Cortesía

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I

Cuando tuve frente a mí a Fulgencio Miranda Martínez, sentí la impresión de haberlo conocido mucho antes que tuviésemos chance de conversar. Una especie de “Déjà vu”. Estaba sentado en una silla de madera, frente a un doble de guaro lija, en la cantina de la Dora Flores. La familiaridad se debía a que diario pasaba por la tarde, con puntualidad alemana, frente a la casa de mis padres en Palo Solo. Encaramado en el muro del porche que daba a la calle, vi cómo se desplazaba. Parecía que lo seguía un toro. Me quedé mirándolo, creí que iba a la Botica Juigalpa. Después supe que la prisa obedecía a qué deseaba llegar a su trabajo, minutos antes que el reloj de la iglesia parroquial, dejara escuchar dos campanazos. No era amigo de los retrasos. La puntualidad era su norma.

Lo que llamó siempre mi atención fue su vestimenta, camisas manga larga, marcas Venus, pantalones de casimir, zapatos negros espejeantes, pelo rizado, peinado hacia atrás. Pulcro es la definición que mejor calza con su manera de ser. Un hombre de sonrisa fácil. Por las tardes cumplía labores de secretario en el Juzgado Único Local de Juigalpa. Por las mañanas lo era del Juzgado Único de Distrito para lo Civil y Penal. Tecleaba la Rémington con velocidad del rayo. A nadie había visto que lo hiciera con tanta presteza, sin tropiezos ortográficos. Podía participar en un torneo y ganarlo. Empezó a trabajar a los 17 años de edad, en un oficio del que nunca desertó. Mérito suyo fue convertirse en un profesional imprescindible para jueces y abogados. Eficiente y por demás cumplidor.

Mis visitas donde Dora se debían a que, junto con sus hijos, Bayardo, Donald y Luis, jugábamos béisbol en el patio de enfrente, propiedad de la alcaldía municipal. Las perreras se extendían toda la tarde. En ese predio Pelero, ayudante de doña Manuela Carazo —la sigo recordando con mucho cariño— imponía su bateo. Los dedos amarillos de Fucho llamaron mi atención, pregunté a que se debía ese color. Sonrío ante mi inocencia. “Fumo a destajo”. Su hija Armencia, la primogénita, evoca que su papá fumaba a diario tres paquetes de cigarrillos. Pese a mis 10 años, surgió una amistad que duró hasta que lo perdí de vista en 1973, entonces fui nombrado profesor en la Universidad Centroamericana (UCA). Mis visitas a Chontales eran todos los fines de semana.


Al iniciar mis estudios de derecho en la UCA, nuestra relación fue más estrecha, me gustaba escucharle hablar acerca de su condición de escribano. Gozaba de un aura misteriosa. En Juigalpa abogados y notarios en los años sesenta, se contaban con los dedos de las manos. Apenas eran seis. Hoy no sabría decir cuantas docenas son. Este fenómeno se repite por toda Nicaragua. Dos de ellos ejercieron como jueces: Edmundo Gaitán Solís y César Augusto Báez Suárez. Los otros litigaban con éxito y el doctor Alfonso Ortega Osorno, se desempeñó como Registrador Público de la Propiedad. Llegado de Masaya, se quedó para siempre en Chontales. Fucho se distinguía en aquel paisaje de vendettas, pleitos por propiedades y hechos de sangre que sacudían la modorra.

A cualquiera podría sorprender que Fucho no solo fuese un fumador empedernido, también gustaba echarse sus copas todos los días. A eso se debió que esa tarde me lo encontrara en la cantina de Dora. Con la misma prisa con que se reportaba al juzgado local, a las cinco en punto de la tarde salía directo a empinarse el codo en este abrevadero. Doña Conchita Aguirre, recordaba que Fucho pasaba por su cantina tomándose un trago, antes y después de regresar del trabajo. Su más grande cualidad fue nunca faltar a sus labores. Podían retrasarse la entrada de las lluvias de mayo o la salida del sol por las mañanas, antes que Fucho dejase de asistir a los juzgados. Supo labrarse fama de competente y cumplidor. Un funcionario cabal y un caballero a toda prueba.

II

Dora era miembro de una familia emblemática, hija de doña Eduarda Flores, la mamá de Juana, mujer de Candelario, madre también de Rito, el Toro y Juan, el Pirotécnico. Doña Eduarda estacionó todas las noches de su existencia frente al Cine Juigalpa, igual que su hija Juana. Doña Eduarda vendía coyoles en miel y junto a Juana, eran las encargadas de vender a los cinéfilos la dotación de cigarrillos Esfinge y Valencia y los Chiclets Adams. Rito bailó el Toro Huaco durante varios lustros, heredó las artes a su sobrino Exequiel, hijo de la Juana. Juan, vivía esquina opuesta a los Mairena, en el barrio Virgen María. En su taller elaboraba bombas y cohetes para animar las fiestas agostinas. Rito, el mejor iguanero de Chontales, sacaba ristras de cangrejos en las pozas heladas del Mayales.

La cercanía de la cantina del juzgado local, hizo que Fucho se convirtiese en asiduo. Todas las tardes, lloviera o relampagueara, se hacía presente. Su afabilidad y atildamiento fueron suficientes para endulzarle el oído a la dueña del ojo de agua. De pronto surgió un romance del que nació Marlene, ojos zarcos y pelo encolochado como el de su padre. La primera estación de Fucho, antes de marcharse donde su esposa Yelba, era en la cantina de Dora. La hija que procrearon, sacó la sangre sefardita de su familia materna. Evoca a su padre con mucho cariño. “Me daba todo lo que necesitaba, zapatos, calcetines, ropa y tuvo el cuidado de matricularme en una escuela privada”. Marlene cursó estudios de primaria en la Escuela San Pablo, fundada por el siempre recordado pastor evangélico, Henry Jenkins.

Jamás imaginé que Fucho hubiese sido mujeriego, me enteré hasta que salí en búsqueda de los datos que necesitaba para armar el rompecabezas de su vida. Su hija Armencia recuerda que su madre, Paula Díaz Marín, se separó de Fulgencio al saber que tenía embarazada a Yelba Cruz, de su hija Ivonne. Jamás iba a perdonarle la traición amorosa. Sonriente, me dijo que a ella la criaron sus abuelos, José Antonio Miranda y Margarita Martínez, además de su tía Armencia. Está convencida que su padre fue “un abogado sin título”. Aprendió bien la hermenéutica del oficio. Jueces y abogados lo tenían en gran predicado, reconocían su talento. Nunca hubo trabajo acumulado, menos que perdiera o escondiera los expedientes. Era partidario del fair play. Estaba de por medio su prestigio.

Fucho se dispuso a ser un servidor público ejemplar, disponía su ánimo en función de sus cargos. Manuel Solís Balladares, mi profesor en la práctica de Derecho Notarial, parco en el elogio, me decía que Fucho era incapaz de traficar con la justicia. Jamás anduvo en trinquetes. Era de una sola pieza. Igual criterio tenía Delvis Montiel, opositor tenaz del somocismo. Nunca pregunté a René Figueroa Escobar, qué pensaba del eterno secretario de los juzgados civil y penal (los únicos dos que había entonces en Juigalpa). Su conocimiento sobre el derecho positivo nicaragüense, bastaba para desempeñarse con sabiduría. No había manera de reemplazar a Fucho. Jueces y litigantes resentirían su ausencia. Se hizo imprescindible y necesario, como debe ser todo buen funcionario.

El señor secretario murió demasiado joven, a la edad de cuarenta y dos años, víctima de sus desmanes. El consumo de tres cajetillas de cigarrillos diarias, terminó pasándole factura. Cuando los médicos reaccionaron fue demasiado tarde. Falleció de cáncer en la laringe, el 3 de agosto de 1974. Dejó una herencia de honradez. Un grato legado para las seis hijas y para el hijo que tuvo con cuatro mujeres distintas. Con el tiempo entendí a que obedecía su apremio. El hecho de desplazarse como si venía persiguiéndole el diablo, era porque deseaba llegar a su trabajo cinco minutos antes de las 2 pm. Los tragos jamás se lo impidieron. Su elegancia y distinción, carácter afable e inteligencia chispeante, rimaban con su condición de bohemio, típico de aquellos años. Fucho vivió la vida cómo quiso.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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