Guillermo Rothschuh Villanueva
3 de abril 2022
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Conseguir que todas las tribulaciones de un país quepan dentro de un espacio minúsculo, prueba la solvencia creativa de Evelio Rosero
El escritor colombiano Evelio Rosero, en una entrevista con el diario La Vanguardia. Foto: Confidencial | EFE.
Una vez más queda demostrado, que los novelistas latinoamericanos no han renunciado a hacerse cargo de los padecimientos de sus sociedades. Mientras sus vidas continúen siendo estremecidas por acontecimientos que trastocan su existencia, seguirán escribiendo sobre estos asuntos. No habrá forma que renuncien. Atentos a todo lo que pueda descarrilar su cotidianidad, asumirán como parte de su agenda creativa, aquellos hechos que impidan a su gente, transitar por nuevos senderos. Ajenos a toda frivolidad, sienten la obligación de poner en altorrelieve los miasmas que corroen el tejido de su comunidad. En esta línea se inscribe el novelista colombiano Evelio Rosero. Su insistencia solo se explica por los diablos que atormentan su ánimo creativo. Esta es la explicación.
Los novelistas sienten especial interés por mostrar su talante desacralizador. Continúan dispuestos a exponer las atrocidades políticas, policiales, militares y de la mafia internacional de la narcoactividad. En Colombia hasta los animales son víctimas de la saña criminal. Nadie está a salvo. Evelio Rosero lo testimonia con singular agudeza. Está convencido que la novela, por su complejidad, como ningún otro género literario, se presta para dar cuenta de un sinnúmero de hechos y circunstancias, que de otra forma no podrían abordarse. La plasticidad y ductilidad de la novela, los recursos de los que pueden echar mano, permite a los escritores llenar vacíos y ejercer como deponentes oficiosos. Los novelistas son los encargados de despercudir nuestro ánimo.
Casi todos los buenos novelistas han decidido en algún momento, mostrar su solidez creativa. Especialmente a través del manejo antojadizo del tiempo y el espacio. Una manera de emparentarse con James Joyce y su indisputable Ulises (1922). Este año está cumpliendo un siglo. Una aventura literaria que cada año acrecienta su prestigio. Dublín luce transfigurada, su gran personaje es el lenguaje. Mario Vargas Llosa acometió una empresa similar en Conversación en la catedral (1969) y el nicaragüense Sergio Ramírez lo hace en Un baile de máscaras (1995). Cito dos escritores de nuestro ámbito comarcal. Una odisea parecida emprendió Evelio Rosero, con su novela Casa de furia (Alfaguara, 2021). La tragedia que consume a la sociedad colombiana es congregada en una casa.
La celebración del aniversario de bodas de la familia Caicedo-Santacruz, el 10 de abril de 1970, se convierte en formidable excusa para el escritor colombiano. Demuestra que la historia de un país cabe en un hueco. Consigue su objetivo. Una manera ingeniosa de retratar la violencia que sacude a Colombia. Decide ilustrarnos. Por este microcosmos desfilan personajes que simbolizan distintos quehaceres, una vastedad enajenante de la que se vale —para que no quede duda— de su capacidad fabulatoria. Cada uno de ellos ilustra las taras, vicisitudes y conductas, que mantienen entrampada a Colombia. El doble logro del novelista consiste en condensar, en un pequeño lapso de tiempo —24 horas— y por meter en un solo local, a quienes responsabiliza de la desventura de su pueblo.
Al evento asisten no solo los invitados, se cuelan miembros de la familia Caicedo-Santacruz, que no eran bienvenidos. Acuden ajenos a lo que deparaba la fiesta. El magistrado Nacho Caicedo formuló una invitación amplia y generosa. Deseaba que personas afines a su carrera de letrado y como miembro del Poder Judicial, estuviesen presentes. La mayoría favorecidos por ejercer su defensa en los tribunales y los otros, por recibir ayuda a través del ejercicio de su judicatura. En una sociedad donde la Iglesia ejerce enorme poder y la narcoactividad venía en ascenso, el novelista incluye la presencia del obispo Javier Hidalgo y del narcotraficante César Santacruz. Una muestra representativa del carácter variopinto de los asistentes a la fiesta de aniversario.
Cirqueros, cantantes y magos entran en escena, igual que jueces, curas, ciclistas, educadores, novios y enamorados de sus hijas, a quienes bautiza con los nombres de algunas ciudades y repúblicas por las que profesa un amor entrañable. Las llama Italia, Francia, Armenia, Lisboa, Palmira y Uriela, la única que escapa a estos arrebatos. La noche anterior a su parto, Alma, su madre, soñó con el Arcángel Uriel. Dios le había anunciado una sorpresa que llegaría “en forma de una flor iluminada”. Las hijas no son menos desparpajadas que los convidados. Solo Uriela no participa de las marrullerías, descarrilamientos y tropezones de sus hermanas. En un mundo infestado de sarna y violencia, permanece ajena a toda truculencia. Se mantiene reacia a estas expresiones.
Sobre este universo afina la puntería y apunta su mirada Rosero, desea enjuiciar una realidad que le hiere y espanta. Deja que sea Uriela quien repudié a monseñor Hidalgo. Un desflorador de niños, pederasta incontenible. Su padre lo salvó de ser juzgado en los tribunales por mancillar criaturas. Esta es la razón por la que Hidalgo acude a la celebración. Nacho Caicedo y Alma Santacruz son cómplices de sus fechorías. Caicedo participa de la corrupción y parcialidad de la justicia colombiana, llagas que evidencian la gangrena que lacera las carnes de una sociedad que todavía no ha podido encontrar sosiego espiritual. Permanece atada a un pasado de violencia con sus múltiples variantes. No solo la paramilitar, también policial, militar, política y la surgida de las drogas.
La argucia del novelista de aprovecharse de un festejo, para conseguir que todas las tribulaciones de un país quepan dentro de un espacio minúsculo, prueba la solvencia creativa de Rosero. Tuvo la audacia de convocarlos y conducirlos al matadero. Sufren por igual los infortunios que mancillan la vida de los colombianos. Procede de la parte al todo. Una metáfora bien lograda. Casa de furia es la pasarela por donde desfilan y convergen decenas de invitados, sin imaginar que viajan hacia el patíbulo. Las acciones de un solo hombre —la actuación de Nacho Caicedo— los condena a morir. Una muerte inesperada. ¿Una manera de patentizar que, en una sociedad corroída por los vicios, las personas inocentes tampoco están a salvo? Una tragedia que nadie sospechaba.
La crueldad anida en los corazones de los presuntos salvadores de la patria, los llamados comandantes y ungidos como tales por una tropa de criminales. Vierten órdenes descabelladas que sus atrabiliarios cumplen sin objetar. En el escrutinio inevitable al que Rosero somete al lector, al poner frente a frente a Nimio Cadena y Nacho Caicedo, uno siente compasión por el magistrado. El comandante Cadena y comparsas buscan venganza. Cadena había sido sentenciado a la cárcel, después de comprobarse el robo de una plata destinada a los niños. Caicedo no pudo ser sobornado por Cadena. Actúa en su contra por enojo y rencor, cegado por la envidia, la sangre y el dinero. Para lograr su propósito matan y extorsionan. Actúan por despecho, no así el anfitrión.
En esas interminables discusiones que sostenían Luciano Caicedo y Barrunto Santacruz, siempre consideraron a Colombia como un país de violencia. Se pasaron la vida discutiendo si lo mejor era llamarla “país asesino”. El día que la violencia tocó a sus puertas, comprobamos que siempre tuvieron la razón. El terror, un hedor que invade todos los resquicios de su sociedad. No pudieron librarse de la insania de las huestes asesinas de Nimio Cadena. Las “sacamantecas y morcillas”, dirigidos por la Mona, ejecutan la matanza. De nada valió que el magistrado Caicedo evitara su muerte, cuando fue secuestrado. La Mona se convirtió en su verdugo. Sádica y despiadada, sentía goce especial por matar y arrasar con sus vidas. Una sicaria intempestiva e inhumana.
La narración repentinamente pierde veracidad al final, rompe con las reglas del género. Resulta impensable que nadie, en un barrio de clase alta en Bogotá, pudiese escuchar los disparos de los facinerosos. El cierre de la historia desmerece de una novela cargada de potencia corrosiva y un aliento perturbador. La andanada de balas segando vidas, eran con el propósito de cumplir la orden del comandante, de dar muerte a César Santacruz. Traficante confeso de drogas, había robado a Nimio Cadena. Sus incondicionales convierten el festejo en una orgía sangrienta. Nadie queda vivo. Únicamente se salva Uriela Caicedo Santacruz. ¿Para qué? Ya no es la misma. Se convirtió en la sombra de lo que un día fue. Sale a la calle, huérfana y desamparada, sintiendo el peso de sus muertos.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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