2 de abril 2022
En la historia latinoamericana, más allá de los modelos de esposa y madre, el papel de la mujer ha sido tradicionalmente invisibilizado o reducido a una posición sentimental, patriótica o religiosa. Muchas mujeres, figuras destacadas en la historia de la Independencia de la región, han sido olvidadas durante años, condenadas al ostracismo o devaluadas por su género: uno de los ejemplos más emblemáticos es el de Manuela Sáenz.
Se la considera una de las protagonistas de una especie de revolución femenina que tuvo lugar a principios del siglo XIX, en medio de las revoluciones independentistas en los territorios latinoamericanos bajo dominio colonial de los países europeos.
Trayectorias como la suya demuestran que los procesos de emancipación colonial y de formación nacional albergaron innumerables sueños que superaron los límites establecidos por la élite criolla, esa clase social que intentó, y en gran medida logró, mantener el curso de las transformaciones bajo su control.
Manuela Sáenz nació en 1797 en Quito. Durante su infancia vivió el ambiente de rebeldía del movimiento que en 1809 destituyó al presidente de la Real Audiencia y formó la primera Junta de Gobierno Soberano, que fue rápidamente reprimida. En 1817 se casó, cumpliendo un destino casi inevitable para las mujeres de su mismo entorno social acomodado. Se trasladó a Lima, donde su trabajo con las fuerzas independentistas le valió la condecoración de la orden de “Caballereza del Sol”, otorgada por San Martín.
De vuelta a Quito en 1822, participó en los preparativos de la Batalla del Pichincha y conoció a Simón Bolívar. Compartían el sueño de integrar los territorios liberados en una confederación de Estados, la Gran Colombia, que hiciera frente a los retos que las jóvenes naciones latinoamericanas afrontarían en el marco de la geopolítica mundial para mantener su independencia y soberanía.
Al regresar a Perú, se incorporó al Estado Mayor Bolivariano y se hizo responsable de los archivos de la campaña de liberación. Aquí comenzó su carrera militar: ingresó en el ejército como húsar y en 1824, a raíz de la batalla de Junín, alcanzó el grado de “capitán”. En la Batalla de Ayacucho fue elevada a “coronel”. Impulsó la creación de la República de Bolivia, que tuvo lugar en 1825, y también es posible que estuviera en esa región colaborando directamente con el proyecto.
En 1827, sufrió los embates del derrocamiento de los poderes bolivarianos en Perú, y fue detenida y obligada a abandonar el país. En 1828 se trasladó a Bogotá, donde estuvo al lado de Bolívar durante el periodo en que este fue elegido directamente presidente de Colombia. Aquí su influencia política se dejó sentir en varios aspectos y fueron famosos los episodios en los que descubrió y ayudó a frustrar algunos atentados contra la vida del aclamado Libertador, que se enfrentaba a grupos de oposición.
En 1830, aún con su renuncia y exilio, permaneció en la capital colombiana, ayudando a articular una nueva arremetida contra el poder que lo llevaría nuevamente al gobierno. Sin embargo, esto no sucedió. La muerte de Bolívar a finales de ese año fue un capítulo más en el desmantelamiento de los audaces planes de erigir una “patria grande”.
Las campañas difamatorias y la persecución política contra Manuela se intensificaron. En 1834, fue desterrada y, tras pasar una temporada en Jamaica, su intento de regresar a Ecuador también fue embargado, por lo que tuvo que permanecer en un remoto pueblo de la costa peruana, donde murió en 1856, en medio de la pobreza y de la angustia por el aislamiento político.
Una utopía colectiva
Su trayectoria rebelde -aunque no impidió que cayera, una y otra vez, bajo las riendas de la represión moral, la cosificación sexual y la sumisión amorosa- ejemplifica un coraje y una rebeldía que fueron colectivos. Recuperarla nos ayuda a hacer más visible la situación de las mujeres de diferentes grupos étnicos y sociales que, al participar en la campaña libertadora, desafiaron la jerarquía de las relaciones de género que limitaba su experiencia tanto en la esfera privada como en la pública.
Estas mujeres instrumentalizaron de forma creativa los elementos que conformaban el sistema de su propia opresión para actuar en la lucha y crear vías de escape. Eran las organizadoras de las reuniones en las que se articulaban las conspiraciones; daban refugio a los fugitivos; ayudaban a propagar las nuevas ideas en sus redes familiares; actuaban como espías y mensajeras, obteniendo y transmitiendo información.
Fuera del espacio de sus hogares, participaron en protestas y colaboraron con la prensa, haciendo también aportaciones intelectuales al movimiento. Pusieron a disposición recursos materiales, especialmente a través de su mano de obra, para apoyar a los ejércitos liberadores, además de acompañar o unirse directamente a las tropas cuando fue posible. Corrían el riesgo de sufrir represalias violentas, como humillaciones públicas y agresiones sexuales, además de la hostilidad que podían sufrir por parte de algunos de sus propios compañeros de lucha.
Es como si la revolución, al sacudir algunas estructuras del antiguo régimen colonial, hubiera desencadenado fuerzas que no eran inéditas, pero que habían sido represadas. La subversión del orden, aunque pretendía limitarse a la esfera política, inauguró un periodo excepcional de la vida en sociedad y dio pie a que se admitiera y, hasta cierto punto, se fomentara la suspensión de las normas en otras esferas.
Cuando el caos revolucionario abrió la posibilidad de la proyección imaginaria de otros mundos, las mujeres no eran simples objetos manipulados por las clases dominantes. Soñaban no solo con liberar su patria, sino también con liberarse a sí mismas, constituyendo en gran medida -junto con una población negra e indígena sobreexplotada- la fuerza depositaria de la radicalización que pretendía transformar la revolución política en una revolución social.
Con el cierre del ciclo revolucionario, el nuevo orden establecido bajo la égida criolla reprimió y expulsó no solo de la lucha política, sino también de la memoria histórica, las revoluciones de las mujeres y de los pueblos negros e indígenas. Se presionó a las mujeres para que se readaptaran a los roles de género tradicionales, reconvirtiéndolas en la figura de apoyo y apaciguamiento de las “madres de la patria”, hechas a medida para expresar amor y sacrificio, pero no para tematizar las desigualdades y la discriminación de género.
Imposible de ser retratada en estos términos, Manuela Sáenz entró en la historia inicialmente como una de las más ilustres amantes de Bolívar y durante mucho tiempo ocupó el espacio de una simple anécdota en las aventuras románticas del Libertador.
En su utopía emancipadora, expresa la sutil convergencia entre los proyectos de liberación nacional y la liberación de la mujer, señalando una de las tareas inconclusas de los procesos de independencia en América Latina. Por tanto, nos sitúa ante movimientos insurgentes que se constituyeron mutuamente.
Más de 150 años después, la insurgencia femenina que floreció en aquella época puede considerarse pionera de los movimientos feministas y de las mujeres latinoamericanas, representando un precioso legado que debe ser rescatado.
* Investigadora asociado al Centro de Teoría Social y Estudios sobre América Latina (NETSAL). Doctora en Sociología por el Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, IESP-UERJ.
** Publicado originalmente en Latinoamérica21