28 de febrero 2022
La historia es cosa viva. La historia no es un programa, ni metafísico, ni científico, y mucho menos, ideológico. La historia no está causalmente determinada pues se reproduce a sí misma de modo interactivo (Las causas no existen, escribió Hannah Arendt). La historia, en fin, esta hecha por seres imprevisibles, como todos nosotros, los humanos. Por eso la historia nos sorprende cada día. Nunca el mañana será la repetición del hoy, ni en nuestra vida ni en la del universo. En un momento todo puede cambiar y de hecho, en la guerra invasora desatada por Putin en contra de Ucrania, todo ha cambiado en un par de días.
En las ciudades europeas tienen lugar, en estos mismos momentos, manifestaciones de apoyo a Ucrania y de repudio a la guerra desatada desde el Kremlin. Ucrania es hoy el faro en torno al cual se orientan todos los demócratas del mundo. “Todos somos Ucrania”, grita la gente en las calles. Pero cuidado: nada está escrito. Nadie puede cantar victoria de modo prematuro. Nadie sabe tampoco que pasa por la cabeza vengativa de Putin quien, autonomizado de todo partido, asociación, consejo deliberativo o comité político, está en condiciones de decidir sobre el destino de Rusia y el mundo por su propia cuenta. En este punto sí es comparable con Hitler. En todo lo demás Putin es una figura surgida desde las ruinas de la URSS, último representante de un milenario despotismo asiático, un antioccidental consumado, un antidemócrata convencido. Pero no es genial, como lo alabó el nacionalpopulista Trump, y como en un momento muchos creímos que podía serlo. Por de pronto, ha cometido tres grandes errores históricos y ya comienza a pagarlos. El primer error fue creer que Ucrania no es una nación sino un simple territorio.
No existe una definición exacta de nación. Pero Ucrania, desde su desprendimiento de la URSS ya estaba constituida como nación independiente, tanto jurídica como políticamente. Y si aún le faltaba algo para ser nación, Putin, al agredirla, la ha convertido en una nación aún más nacional que antes.
Creyendo en sus propios mitos, Putin pensó seguramente que a su llamado, las masas ucranianas se iban a levantar a favor de “la madre Rusia”. Ocurrió lo contrario. Cuando el presidente Zelenski anunció estar dispuesto a dar su vida en defensa de su país, comenzó a crecer en Ucrania una fuerte solidaridad en contra del invasor. Los ucranianos, así lo han dicho en su inmensa mayoría, quieren ser parte de una Europa moderna, democrática, próspera y no una región subdesarrollada, sometida a la bota militar de un imperio arcaico. Ucrania no es ni será una nueva Bielorrusia. Ucrania ya es parte de Europa y los europeos así la ven. Ese fue el segundo error de Putin: Subestimar a las naciones europeas.
En un comienzo Putin parecía tener cierta razón. La UE se comportaba como lo que es, un gigante burocrático, una institución más económica que política. Sus Gobiernos no lograban coordinar en una estrategia común frente al caso Ucrania. De una manera u otra, todos intentaban eludir el problema. Sus países líderes estaban más ocupados en derrotar al covid-19. Macron enfrenta unas difíciles elecciones y entrar en una guerra sin solución inmediata es lo que menos le conviene. Johnson vivía una profunda crisis política. Y en Alemania, el nuevo Gobierno trataba de conciliar diversas tendencias: una pacifista, otra economicista, e incluso una putinista. El brusco cambio de la política alemana, cuando el 26.02 Scholz anunció que serían enviados armamentos a Ucrania, debe haber caído como un balde de agua fría sobre la cabeza caliente de Putin.
Europa hasta hace un par de semanas parecía ser lo que Putin creía que era. Un montón de naciones egoístas, con gobernantes blandos y muchedumbres consumistas y decadentes, siempre dispuestas a plegarse a las decisiones de EE. UU., pero sin comprometerse demasiado. Esta vez se equivocó. La razón fue que los ciudadanos europeos vieron en Ucrania a un país más de los suyos y, por lo mismo, entendieron que cualquier otro país europeo podría convertirse en el futuro no lejano en una nueva víctima de los apetitos imperiales de Putin. Y en este último punto reside el error más grande de Putin: haber desestimado el rol de la política tanto al interior como al exterior de las naciones.
No sabemos si alguna vez Putin leyó al barón Carl von Clausewitz. Si lo leyó, parece que no entendió su frase más famosa “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. O puede haber sido que la haya entendido tan mal como muchos lectores de Clausewitz a los que pareció que cuando la guerra asumía el comando, la política desaparecía. Pero cuando la política se convierte en guerra, la política no desaparece, continúa al interior de la guerra de la misma manera como un gran lector de Clausewitz —que sí lo entendió— Cal Schmitt, dedujo que la guerra existe latente al interior de la política. En otros términos, cuando la política continúa la guerra por otros medios, la política también continúa viviendo en la guerra, puesta al servicio de la guerra, sin dejar de ser política. Más todavía, la política puede llegar a convertirse en un arma de la guerra, sobre todo en su sentido más esencial: la construcción de mayorías nacionales e internacionales.
No sabemos tampoco si Zelenski leyó a Clausewitz, pero si no lo leyó, entendió su intención. La política al servicio de la guerra ayuda a construir alianzas destinadas a aislar al adversario y convertirlo en internacionalmente minoritario. Y eso es lo que sucede en este momento. Todo el mundo democrático, sin excepción, apoya a la nación ucraniana. Putin está aislado del contexto internacional. Solo lo apoyan verbalmente un grupo de muy precarios presidentes latinoamericanos a los que ni Putin debe tomar muy en serio (Ortega, Díaz Canel, Maduro y Bolsonaro). Hasta China decidió abstenerse en un conflicto que no le incumbe tanto como para lesionar sus lucrativos negocios con Occidente.
En palabras simples: muchos factores conspiran para que Putin logre la paz que desea. Sí: la paz. Toda guerra, incluso la de Putin, busca alcanzar la paz. Por eso es que no hay una sola paz.
Existe la paz romana (Pax Augusta) que lleva al sometimiento del enemigo, sin ser anexado, pero bajo la condición de que no se rebele en contra del imperio. Existe la paz de los cementerios, o aniquilamiento físico del enemigo. Y existe la paz que busca Putin, la paz de la anexión territorial del enemigo. Esa última paz, en vista de los recientes acontecimientos, no la alcanzará.
A Putin solo le queda elegir entre la paz de los cementerios (genocidio), o la paz romana a la que, si no está loco (puede estarlo, es una posibilidad), intentará alcanzar a través de conversaciones diplomáticas con representantes de Ucrania y de los países occidentales. Estos últimos buscan, sin embargo, otra paz: la paz política, vale decir, una paz entre dos naciones vecinas que respetan sus limites, sus culturas y sus economías, en relaciones basadas en acuerdos estipulados en el derecho internacional.
Pero esa no es la paz que quiere Putin. Y, como no la quiere, lo más probable es que seguiremos respirando los malos aires de la guerra.
PS. Poco después de haber terminado este artículo, leo las últimas noticias. Putin amenaza con aplicar armas nucleares en contra de Occidente. ¿Cómo hemos llegado a la situación en que un solo hombre, un persona sin dotes emocionales, un ser inculto pero obsesivo, un criminal con delirios de grandeza, tenga hoy la vida de millones de seres en sus manos? Si salimos de esta situación, si es que salimos, habrá que pensar en ordenar al mundo de otra manera. Esto no puede seguir así. Sé que como Putin hay muchos iguales a él. Los encontramos en la vida cotidiana, en las calles, puede ser tu vecino. En las redes hay muchos, pero afortunadamente no tienen poder sobre nada. Putin sí. Puede —creo que incluso quiere— destruir nuestro mundo. ¿Cómo pararlo? Alguna vez hay que ser honesto y atreverse a decir, no sé. No lo sé. La verdad, no lo sé.