17 de enero 2022
América Latina, Costa Rica incluida, está viviendo una enfermedad: la atomización de la política en múltiples partidos, la mayoría de ellos personalistas y que nacen de grupos de interés. Esta es una enfermedad de la democracia. En democracia electoral, el exceso significa generalmente menos. Esto es lo que le sucede ahora a Costa Rica, país que en dos semanas vivirá una elección sin precedentes y algo absurda: una papeleta con 27 candidatos presidenciales, de los cuales (con tres o cuatro excepciones) la mayoría son candidaturas personalistas, caudillismos de papel y de Internet, sin mayor cohesión ni sustento ideológico.
Una ensalada de opciones que, literalmente, marea a los ciudadanos. Los ahuyenta de la política. No es casual que los indecisos superen el 50% en todas las encuestas.
En las siguientes notas reflexiono por qué, desde la teoría de la democracia y la Ciencia Política, esta «balcanización» o atomización de la política no es buena para las sociedades ni para los electores. Todo lo contrario, es un retroceso de la democracia.
Los sistemas democráticos maduros se agrupan siempre en 3 o 4 opciones políticas, definidas, claras y predecibles
Una de las cosas que enseñó la teoría política democrática en el siglo XX, desde Seymour Martin Lipset en adelante (hasta O’Donnell y, sobre todo, a partir de Giovanni Sartori), fue entender claramente la necesidad de partidos políticos maduros, ideológicos que les ofrezcan a los ciudadanos opciones claras y distinguibles. Los partidos políticos orgánicos y permanentes son «las correas de transmisión» de la democracia.
Sin partidos fuertes, robustos y con ideologías claras, la democracia no funciona, nos dice una y otra vez Sartori y tiene razón. El «saber a qué atenerse» es esencial en un sistema político y en una sociedad. El hacer escogencias políticas racionales, claras y predecibles, de acuerdo con las convicciones ideológicas o económicas de cada elector, de su particular visión del mundo, resulta esencial para el pacto democrático.
Ello no significa que tengan que permanecer los mismos partidos políticos de siempre. Podrán ser nuevos (las sociedades evolucionan, desde luego) pero estos deberán ofrecer propuesta orgánicas y coherentes, plataformas de largo plazo. No una ensalada de ambiciones personalistas.
El error de desideologizar los partidos políticos
Es muy importante, pues, que los partidos políticos posean una ideología clara, sólida y programática. Que existan tres o cuatro partidos claramente definidos desde la izquierda hasta la derecha (más proteccionistas o liberales; más socialdemócratas o aperturistas, etc.) es realmente esencial para que el elector pueda hacer una escogencia lógica, racional y predecible. Cuando mejor han funcionado las sociedades, es cuando poseen tres o cuatro partidos orgánicos, permanentes y fuertes.
Una de las estupideces que proclamaron los heraldos de la postmodernidad allá por la década de 1990 fue «el fin de las ideologías», una perorata, además de falsa, que encubría un profundo conservadurismo. El fin de las ideologías supuso, según la narrativa de muchos de ellos, el imperio del mercado y del mundo fáctico, la espiral hacia un mundo futuro donde el «homus económico» suplantaría totalmente al «homus político». Detrás de ese discurso del fin de las ideologías se encubría, desde luego, una ideología clara y neta, profundamente conservadora: el imperio de la sociedad de consumo, el rechazo a lo público, a la importancia de proteger lo colectivo y el bien común en las transacciones humanas; el regreso a la ley de la selva, al estado de naturaleza «prehobbesiano». Ya Habermas lo había pronosticado en un lúcido texto de inicios de los años 80 llamado Ciencia y técnica como ideología, donde advirtió de ese discurso neoconservador, profundamente ideológico, más aún, ortodoxamente ideológico. Es lo que impera hoy día. Es curioso ver cómo hasta a los socialdemócratas en casi todos los países, Costa Rica incluido, les da miedo hoy llamarse como tal, no vaya a ser que enojen con ello a los «dueños del mercado».
En dos palabras: no hay que confundirse. Los partidos políticos maduros, ideológicos (sean de izquierda, centro o derecha) son esenciales para la democracia. Ofrecen certidumbre al sistema político y claridad a los electores. Quienes digan lo contrario, no saben de lo que hablan. O lo saben muy bien, y lo tienen muy, pero muy claro, pero están echando agua para sus propios molinos ideológicos y, fundamentalmente, económicos.
La multitud de minipartidos fracciona el Parlamento
Uno de los efectos nefastos de esta atomización de la oferta electoral es el fraccionamiento del Parlamento, lo cual genera ingobernabilidad; dificultad para tomar decisiones, hacer coaliciones y acuerdos permanentes y programáticos. No solo porque el gran número de actores transforman el debate y la decisión parlamentaria en una melange sin orden ni concierto, sino, además, por el hecho de que la mayoría de esos partidos carecen de ideología. Y, al carecer de ideología, son capaces de cualquier cosa; no hay predictibilidad. Se vuelve imposible hacer pactos programáticos, técnicos, basados en políticas públicas orgánicas y maduras.
En el caso de Costa Rica, en la Asamblea Legislativa 2022-2026, habrá una gran cantidad de minifracciones (algunas unipersonales) sujetas a todo tipo de presiones, cambios y veleidades.
Los minipartidos se vuelven (más fácilmente) presa de la corrupción, el narcotráfico y los grupos de presión
Desde luego, los grandes partidos no son inmunes a este tipo de influencias, pero una de las cosas que enseñó el análisis político comparado en América Latina y otros lugares del mundo (ver el caso de Honduras en las últimas dos décadas), es que los minipartidos o las candidaturas parlamentarias independientes fueron fácilmente cooptadas por grupos de interés o corrupción. La razón es simple. En ausencia de estructuras partidarias maduras, sus dirigencias personalistas no le deben explicaciones a nadie. El dinero y el arribismo fácil los convierte fácilmente en socios de la corrupción.
¿Las soluciones? El umbral del 5%
Las causas de estos problemas están en los mismos partidos políticos, desde luego, empezando con los partidos históricos y tradicionales de América Latina, incluido el caso de Costa Rica. El distanciamiento de los ciudadanos no es casual. Como resultado de su ineficacia en la gestión de Estado y los casos de corrupción, los votantes se empezaron a sentir no representados en las últimas décadas, y por eso la explosión múltiple de minipartidos, de todos esos caudillismos personales, desideologizados, sujetos a grupos de presión y otras patologías.
Pero la solución a cualquier problema no está en ahondarlo más. O, como dice nuestro pueblo, «el frío no está en las cobijas». El atomizar y fraccionar aún más el sistema político agravará aún su funcionamiento. En Costa Rica, uno de los problemas es la facilidad con la que se puede inscribir un partido político nacional. Es ridículamente sencillo. Bastan 2000 firmas y 81 cantonales, algunas de papel y lápiz, que se hacen en oficinas de abogados o en bares de pueblo. Esto no es bueno para la democracia.
La medicina contra esta enfermedad la han encontrado varias sociedades de la OCDE y otros países. Consiste en fortalecer, hacer más transparentes y exigir mayor representatividad a los partidos políticos. Ello implica hacer más rigurosa su creación y permanencia para que ganen en representatividad social. La hiperdemocracia es el peor enemigo de la democracia. La solución de Alemania, por ejemplo, quizá la debería adoptar Costa Rica: el umbral del 5% como cifra mínima para sobrevivir como partido en el Bundestag (o Parlamento). Solo una agrupación con el 5% por ciento de los votos puede competir a escala nacional en la República Federal de Alemania. Ello obliga a que los partidos sean más orgánicos y permanentes, a que tengan mayores controles de los propios ciudadanos y de sus propios partidarios. En el caso de Costa Rica, el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) y el próximo Parlamento deberían impulsar un cambio similar.
Esta es una de las soluciones posibles. Habrá otras. Lo cierto, es que el escenario actual (una ensalada de 27 candidatos, donde muchos de ellos son fantasmas ideológicos, sin coherencia ni objetivo plural, político y orgánico) es una patología absurda del sistema electoral. La gobernabilidad en el próximo Gobierno de Costa Rica entre el Poder Ejecutivo (quien sea el ganador) y un Legislativo repartido en múltiples minifracciones y caciques será difícil, escabrosa, casi el peor de los mundos posibles.
El autor es director del Instituto Centroamericano de Gobernabilidad (ICG) y del Observatorio de la Democracia en Centroamérica. Escritor y catedrático de la Universidad de Costa Rica.
Este artículo fue publicado originalmente en The Wall Street International Magazine.