8 de enero 2022
Es más que evidente: las democracias occidentales se encuentran doblemente amenazadas. Por un lado, los movimientos nacional-populistas. Por otro, las nuevas autocracias de las cuales las más relevantes en el espacio europeo son las de Hungría, Polonia y Turquía (la de Bielorrusia es simplemente una dictadura), comandadas indirectamente por la autocracia imperial rusa de Putin. Y en el espacio latinoamericano, el funesto trío formado por la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro y la Cuba de Díaz Canel. Las dos amenazas pueden ser reducidas en algunos casos a una sola si consideramos que los movimientos nacional-populistas suelen ser una antesala para la instalación de gobiernos antidemocráticos.
¿Hablemos otra vez de populismo?
Hablar de populismo parece un manido recurso, pues no hay duda que es un término del que se ha hecho uso y abuso. Pero imposible eludirlo si tomamos en cuenta solo un motivo. Tiene que ver con un fenómeno que hemos analizado en otros textos. Me refiero a la conversión de la sociedad de clases propia al periodo de la industrialización y de los grandes conglomerados fabriles, en un periodo signado por el desarrollo aún no concluido de la producción digital desde donde está siendo configurada una nueva sociedad de masas.
La palabra “nueva” deberá ser destacada. Quiere decir que en la sociedad llamada industrial también existió una sociedad de masas. Fue cuando las primeras industrias destruyeron el orden patrimonial de origen agrario y las ciudades pasaron a convertirse en receptáculos de migraciones nacionales e internacionales. Así fue también como desde el siglo XVlll hasta llegar a las primeras décadas del siglo XX, el orden industrial coexistió con un maremagnum de sectores sociales no, o superficialmente, clasificados.
Karl Marx, llamado por Hannah Arendt, “padre de las ciencias sociales”, tuvo que realizar grandes esfuerzos para ordenar conceptualmente a ese océano de masas que rodeaban la isla del proletariado industrial europeo. Pues para donde miraba veía masas de pobres sin pertenencia social. Para salir del paso, llegó a hablar de “superpoblación relativa”, de “ejército proletario de reserva”, de “masa pauperizada” e incluso de “proletariado andrajoso”, términos que después de Marx fueron englobados por la sociología marxista y no marxista bajo conceptos tan amplios como los de marginalidad e informalidad. Tarde, tanto Marx como sus seguidores, lograron darse cuenta de que la industrialización por si sola llevaba menos hacia la proletarización y más hacia la pauperización de las masas. Hoy sabemos en cambio que las relaciones sociales no se reproducen por automatismo, como imaginaron economistas marxistas y liberales. Tuvo que aparecer el llamado “Estado social” para aceptar la verdad de que sin formato político, el capitalismo es radicalmente anti-social.
Lo cierto es que la llamada sociedad industrial ha coexistido con una sociedad de masas a la que Ortega y Gasset viera en estado de rebelión. Ahora, esa rebelión, vale decir, la irrupción de las masas, no podía sino derivar en una política de y para las masas. Así fue como apareció el fenómeno populista. Sin masas, en efecto, no puede haber populismo. El populismo, si quisiéramos generalizar, es la política de la sociedad de masas.
Sin embargo, no toda política de masas puede ser llamada populista. Para hablar de populismo debemos agregar dos “elementos” constitutivos. El primero es el liderazgo populista. El segundo es el rebalsamiento del orden constitucional por el pueblo y sus representaciones. En breve, masas, líder y “des constitucionalización”, son los tres pilares de “la razón populista” (Laclau)
Populismo ha habido siempre, pero por momentos ha habido más. Podemos hablar de olas populistas. En América Latina, como es sabido, la irrupción de las masas durante los tres primeros decenios del siglo XX, llevó a la primera gran ola populista, encabezada por el populismo de los populismos, el peronismo. La segunda gran ola podemos ubicarla a fines del siglo XX con la aparición del chavismo venezolano, del lulismo brasileño, del evismo boliviano, solo para nombrar a los más emblemáticos. Entre ambas olas podemos fijar, sin embargo, una diferencia.
Mientras la primera ola corresponde a la alteración del orden agrario patrimonial, impulsado por la industrialización y la urbanización, la segunda es más bien equivalente a la descomposición del orden industrial y, por cierto, de los principales centros urbanos. Sobre la base de este enunciado podrían sin duda desarrollarse interesantes teorías. Por el momento solo cabe consignar que, mientras la primera ola corresponde a una coyuntura más latinoamericana que europea, la segunda encuentra su origen en procesos globales que conllevan serias amenazas para las democracias del llamado occidente político. Me refiero a esa democracia a la que nos hemos acostumbrado a llamar liberal. Y este es el tema: desde la irrupción de los movimientos fascistas y comunistas europeos, nunca, la democracia occidental, había estado tan amenazada como lo está hoy día.
En nombre del pueblo
Tanto el fascismo como el comunismo intentaron combatir a la democracia en nombre de la democracia. Los primeros invocando a una democracia del pueblo. Los segundos a una democracia proletaria. Llamará seguramente la atención que ninguno de ambos movimientos planteara la supresión, sino la sustitución de la democracia por una democracia “superior”. Fascistas y comunistas invocaron a una democracia sin intermediaciones institucionales a la que algunos todavía llaman democracia directa. Una democracia que debería ser una dictadura para todos quienes se opusieran al pueblo, reencarnado en el líder de acuerdo a los fascistas, y en el Partido de acuerdo a los comunistas.
No es casualidad que los principales teóricos de la democracia anti-parlamentaria, Carl Schmitt por el lado fascista, Vladimir Ilich Lenin por el lado comunista, suprimieran los límites que separan a una democracia de una dictadura. Para Schmitt (La Dictadura) la dictadura del caudillo ungido directamente por la voluntad popular. Para Lenin (El Estado y la Revolución), la dictadura del partido en representación del proletariado. Líder y Partido pasaron así a convertirse en entidades terrenales divinizadas, situados ambas por sobre las instituciones de cada país. Esas instituciones son las siguientes: 1. El parlamento que debía ser sustituido por la “democracia de base” .2. El poder judicial, convertido en fiscalía al servicio del ejecutivo. 3. El poder medial y sus periódicos y redes. 4. El poder electoral, donde sería reemplazado el sufragio universal por el voto corporativo (como hoy en Cuba) 5. El ejército, como brazo armado del ejecutivo.
Estudiando los fenómenos populistas del presente, Yascha Mounk, en un importante libro (El pueblo contra la democracia), ha llamado la atención sobre un hecho objetivo. Una representación directa del pueblo, en nombre de la democracia, puede llevar a la destrucción de la democracia. La conclusión de Mounk puede ser para algunos lectores, escandalosa.
“En determinadas ocasiones hay que proteger a la democracia del pueblo”. Mounk vio confirmada su tesis, y con creces, en el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas trumpistas. De un modo menos espectacular, el asalto a las instituciones, ha comenzado a tener lugar en diversos países europeos desde el propio ejecutivo. Ya sea en la Polonia de Kasinsky, en la Hungría de Orban, en la Turquía de Erdogan, el antagonismo entre el ejecutivo y el parlamento tiende a resolverse a favor del primero. Después viene la apropiación estatal de la justicia, de los medios de comunicación, de los tribunales electorales y del ejército.
Quien primero sentó las bases de “la nueva democracia” fue el húngaro Viktor Orban al formular las premisas ideológicas para una democracia no-liberal (o i-liberal) Pero no nos engañemos. El principal objetivo de estos gobiernos no es cuestionar al liberalismo político y mucho menos al económico, sino a la democracia constitucional e institucional que todavía prima en Occidente. Aunque han sido continuamente calificadas como gobiernos de ultraderecha (Anne Applebaum), las nuevas autocracias actúan de acuerdo a un principio leninista y fascista a la vez, y es el siguiente: Por sobre el gobierno y el Estado, por sobre todas las instituciones, y sobre todo, por sobre el Parlamento, debe primar la voluntad del pueblo. Pero como el pueblo no puede representarse por sí mismo, el líder o la organización deben convertirse en su reencarnación. A la vez, y en este punto las nuevas autocracias se alejan un tanto del leninismo y del fascismo clásico para acercarse a la tradición del franquismo español: el líder representará en el Estado, la unión sacra entre la nación, el pueblo y Dios.
No extraña entonces que en todos los países mencionados –agregando la Rusia cristiana ortodoxa de Vladimir Putin– han sido revitalizados los fundamentos del estado confesional de origen medieval. Ahí reside también la diferencia entre las autocracias europeas y las latinoamericanas. Para estas últimas el poder no viene de Dios sino de un líder totémico endiosado. En Cuba, Fidel. En Venezuela, Chávez. Y en Bolivia, sin haber muerto todavía, Evo. Solo el despreciable Ortega de Nicaragua carece de carisma patriarcal.
¿Cómo proteger a una democracia?
Cuando los fulanos nombrados anuncian sustituir la democracia liberal por una no-, o anti-liberal, da la impresión de que su camino será fácil, entre otras cosas porque el liberalismo, justamente por ser liberalismo, carece de mecanismos de defensa para contrarrestar a sus enemigos.
El liberalismo político parte de un presupuesto nunca comprobado: el que afirma que todo individuo está dotado de mecanismos que lo llevarán tarde o temprano a distinguir entre lo racional y lo irracional. La voluntad general como suma y síntesis de individuos racionales, terminará, de acuerdo al credo liberal, imponiéndose. A ese optimista argumento, solo podemos oponer uno pesimista: la voluntad general no surge de la suma de diversos individuos sino de una entidad singular (la masa) que absorbe a las individualidades (así lo vio Sigmund Freud en su Psicología de las Masas). De ahí que la tesis de Mounk: “Hay que proteger a las democracias del pueblo”, adquiere, de acuerdo a nuestra visión pesimista, cierto sentido.
Y sí es así, ¿ cómo proteger a una democracia? Esa sería la pregunta obvia. La democracia –es nuestra respuesta- no existiría sin las instituciones sobre las cuales reposa. De tal manera que, lo que hemos de defender quienes adherimos al ideal democrático de vida, no es a principios liberales abstractos, sino a instituciones muy concretas: el parlamento y sus partidos, el poder judicial y sus jueces, el poder electoral y sus tribunales, el ejército y sus armas y no por último, la Constitución y sus leyes.
Dicho en tono de síntesis: la contradicción de nuestro tiempo no es como quieren hacernos creer jerarcas como Orban, Putin o Erdogan, la que se da entre un liberalismo ateo y un anti-liberalismo religioso. Mucho menos entre una revolución y una contrarrevolución, como afirman Maduro, Ortega y Díaz Canel. Ni siquiera se trata de una contradicción teórica. La contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que aparece entre una democracia institucional y otra sometida a la autoridad de un pueblo abstracto que solo puede expresarse como pueblo a través de caudillos, autócratas y dictadores.
“La lucha entre la democracia y la autocracia están en un momento de inflexión” afirmó Joe Biden en febrero del 2021. Es cierto. Pero las amenazas a la democracia -y él debe saberlo mejor que nadie– vienen no solo desde fuera sino, sobre todo, desde dentro de las democracias. No se trata solo de un problema geopolítico que pueda resolverse en “cumbres”, como ya intentó Biden. La lucha está teniendo lugar al interior de cada nación. Allí, y no en los espacios galácticos de la política global, es donde debemos tomar posiciones.
*Este artículo fue publicado inicialmente en Polisfmires blogspot