3 de enero 2022
¿Tiene sentido el centro en la política? Esta pregunta ha adquirido nueva urgencia dada la creciente polarización en Estados Unidos, Chile, Filipinas, la India, y muchos otros países.
En una columna publicada en Project Syndicate hace poco, el politólogo Jan-Werner Mueller rinde un veredicto categórico: No. Las pruebas A y B en su caso son Krysten Sinema y Joe Munchin, los dos senadores demócratas que han frustrado los ambiciosos planes de gastos del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Según Mueller, más que ser de centro, ellos se centran en sí mismos, y se guían solo por el imperativo de ser reelegidos. El suyo es un “centrismo zombi”, carente de todo significado.
Pero evaluar el estado del centrismo en base a las payasadas de este par es como estudiar las montañas analizando solamente lo que Martin Luther King, Jr. llamó “las toperas de Mississippi”. Mucho más revelador sería echarles un vistazo a “las imponentes montañas de Nueva York” o a “las nevadas Montañas Rocosas” de Colorado.
Es verdad que hoy día, en política escasean los líderes de centro destacados. No obstante, el centro continúa ofreciendo suficientes fundamentos, tanto en la teoría como en la práctica, para construir una alternativa mucho mejor que el populismo que reina por estos días en demasiados países. El centrismo puede ser el antídoto a la polarización posverdad que domina las redes sociales y la política electoral.
Para Mueller, existen solo dos tipos de centrismo. Al primero lo denomina procedimental, pero una mejor etiqueta es pragmático: al enfrentarse a sistemas políticos fragmentados, son los centristas quienes anclan las negociaciones y crean las condiciones para llegar a compromisos viables. Este centrismo es necesario, pero no inspira. Los centristas que son solo pragmáticos se exponen a la vieja acusación de que ellos, al igual que los economistas, saben el precio de todo, pero el valor de nada.
El segundo tipo de centrismo, según Mueller, es el posicional: un centrista es alguien equidistante entre la izquierda y la derecha que, por lo tanto, está obligado a dejar las decisiones clave en manos de otros. Como le ocurrió a la centroderecha europea, que sintió la necesidad de adoptar posturas antinmigración cuando las políticas xenofóbicas de la ultraderecha se volvieron populares. O a la centroizquierda latinoamericana, que a menudo se ve forzada a tolerar deudas y déficits insostenibles porque la ultraizquierda exige paquetes de gasto cada vez más grandes. Uno de los problemas del centrismo posicional es que rara vez tiene éxito en las urnas: los votantes prefieren el doble de azúcar y toda la cafeína.
El centrismo pragmático y el posicional equivalen a lo que el filósofo italiano Norberto Bobbio denominó una tercera vía mediada, o “praxis carente de doctrina”. De mayor interés, sostiene Bobbio, es una tercera vía trascendida, o una “doctrina en busca de una praxis”.
¿Tiene el centro su propio y distintivo conjunto de ideas? Sí, y desde hace mucho tiempo.
Cuando la derecha afirma que representa la libertad, se refiere solamente a lo que Isaiah Berlin llamó libertad negativa: estar libre de la coacción, la excesiva regulación, o la tributación punitiva que pueda imponer el Gobierno. En contraste, a los centristas les preocupa tanto la libertad negativa como la positiva. En el caso de una niña que probablemente ni asista a la Universidad de Harvard ni se convierta en científica o poeta de renombre, por la sencilla razón de que se crio en la pobreza, se educó en escuelas mediocres y fue víctima de discriminación, los centristas consideran que el Gobierno debe garantizar que existan las oportunidades básicas necesarias para que ella sea realmente libre.
De modo similar, la izquierda dice representar la igualdad, pero no suele aclarar si se trata de igualdad de ingresos, riqueza u oportunidades. Ante esta falta de claridad, la izquierda tiende a extralimitarse (permitiendo que el Gobierno se expanda sin límites) o a hacer hincapié en los medios más que en los fines (por ejemplo, al insistir en que el Estado provea directamente la salud o la educación, en lugar de enfocarse en la calidad y disponibilidad de estos servicios públicos).
En contraste, los centristas abogan por un Gobierno que no sea más grande ni más chico de lo que exige la tarea de garantizar libertad positiva. Esto los hace muy diferentes de los republicanos estadounidenses, a quienes no hay ningún recorte de impuestos que no les guste, y también muy diferentes de los demócratas de izquierda, como la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, para quien no hay proyecto de gasto público que sea suficientemente grande.
Solo los centristas pueden ir más allá del trillado debate sobre el tamaño del Estado. Entienden que los mercados no surgen de la nada, sino que los crean instituciones estatales fuertes y regulaciones gubernamentales firmes. Wall Street no sería el principal centro financiero del planeta si no fuera por la Reserva Federal de Estados Unidos, la Comisión de Valores y Bolsas, y una docena más de reguladores financieros clave.
A diferencia de los ultraizquierdistas, los centristas comprenden que el papel de la regulación no es reprimir la competencia en el mercado, sino promoverla. Los monopolios constituían un peligro para la eficiencia y la libertad hace un siglo atrás, y lo mismo sucede hoy día. Como sostiene Luigi Zingales, de la Universidad de Chicago, ha llegado la hora de enterrar “al zombi del laissez faire” y reemplazarlo por el tipo de regulación que asegura que los mercados sean competitivos y transparentes.
Pero las ideas sólidas en materia económica no bastan para darle ventaja al liberalismo en la lucha contra el populismo. Puesto que los populistas siempre dicen lo que los votantes quieren oír o manipulan desvergonzadamente sus más profundos temores y ansiedades, los políticos de centro deben tratar a los electores como adultos, diciéndoles la pura verdad y nada más que la verdad. En un momento en que priman la desconfianza y la desinformación desenfrenada, hablar de manera clara puede resultar en una ventaja electoral decisiva. Emmanuel Macron, por ejemplo, obtuvo la presidencia de Francia después de haberles dicho cándidamente a los votantes que su país se había quedado atrás y tendría que tomar decisiones difíciles para recuperar el terreno perdido.
Mueller critica a Macron no solo por ser un tecnócrata, sino también un “liberal autoritario” quien supuestamente niega el pluralismo democrático y presume “que siempre hay alguna respuesta racional única a cualquier desafío político”. Pero esta crítica ignora el antiguo dicho de que cada cual tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos. Luchar contra la desinformación diseminada por la ultraderecha de Marine Le Pen y la ultraizquierda de Jean-Luc Mélenchon no es una negación del pluralismo, sino una contribución al debate democrático.
La política democrática es sinónimo de compromiso. Pero primero debemos concordar que el cambio climático es real, que las vacunas no causan autismo, y que los mercados hacen más que servir los intereses de las grandes empresas petroleras o de los codiciosos banqueros de Wall Street. Como lo ha dicho Hannah Arendt, “los hechos orientan las opiniones”. La verdad existe, y los centristas están llamados a defenderla.
¿Podemos dotar de significado al centro en política? En las palabras del exitoso centrista Barack Obama, “Sí, podemos”. El desafío ahora consiste en plasmar las ideas claramente centristas en un programa político coherente. La ola populista-autoritaria dista mucho de haber finalizado. Es hora de poner manos a la obra.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.