15 de noviembre 2018
Daniel Ortega et al. se refocilan en el éxito obtenido al asestar un mazazo netamente militar sobre un problema político. Su triunfo artillado sobre una revuelta cívica fue pírrico por sus consecuencias económicas, fue despreciable por haberse cebado sobre una población desarmada, pero también fue innegable y contundente. Aunque el método fue militar -más bien gamberril-, cosechó algunos logros políticos: levantó la moral en su militancia más fiel, recuperó el dominio espacial del país, amedrentó a gran parte de los empresarios, redujo a sus habituales comentarios llenos de babas al escurridizo Cardenal Brenes, enclaustró al Nuncio Apostólico, descabezó -enterró, desterró y encerró- parte del movimiento social, convenció a un sector de funcionarios del gobierno de los Estados Unidos de que la oposición carece de un liderazgo que pueda tomar con firmeza las riendas del país y recuperó para Daniel Ortega su reputación de hombre de armas tomar ante Maduro y otros miembros de esa cohorte de mendigos que se autodenomina izquierda latinoamericana y que no tiene más estrategia que sentarse bajo la –ya no tan–opulenta mesa del Alba, ávida de que le caigan algunas refrescantes salpicaduras de petróleo. Ganosa de celebrar el éxito, se dejó venir en pleno la comparsa del Alba el 8 de noviembre y sus miembros se contaron y recontaron a ver cuántos eran todavía y se dieron mutuas palmaditas de ánimo. Y discursos, porque todos son abundantes de verbo y pacientes de oído.
“Aguante, comandante, hágale huevos, la victoria es nuestra”, más de un representante del Comandante petrolero y el Comandante cocalero –que por prudencia no llegaron– le habrá dicho al Comandante guerrillero. Y el Comandante se tele transportó a los años 80, su refugio seguro. Quizás incluso le pronosticaron tiempos peores. No hay problema, añadieron: Venezuela tiene años de estarse hundiendo y todavía asoma la testuz. Quizás eso también dijeron y no lo que tenían que decir. No dijeron porque no saben, no supieron porque no ven, no vieron porque no se asomaron a la realidad del país que visitaron, donde los errores de Ortega en el manejo de la crisis están incubando días fatales para él y su familia. A continuación un inventario mínimo de esos errores:
- Privarse de su personal más capaz, o del único capaz, sobre todo en entidades -como el Banco Central de Nicaragua- que en estos delicados momentos debían mostrar mansedumbre de paloma y sagacidad de serpiente. Su primer director en la era de Ortega 2.0 fue el Capi (Antenor) Rosales, dado de baja deshonrosa. No es la única pérdida: en el fragor del combate represivo, en el Banco Central hubo una desbocada fuga de cerebros. Se fueron profesionales sandinistas que ocupaban puestos sensibles incluso en el control político que el FSLN ejercía sobre esa institución, pero que al mismo tiempo tenían algunas competencias técnicas. Adiós a las cifras, bienvenidos garrotes, las consignas y la sumisión sin rechistar.
Consecuencia: las propuestas que han salido de esos cráneos que quedaron, más llenos de consignas que de estadísticas relevantes, han sido ridículas. Caminan a trompicones entre fracaso y fracaso. El más patente ha sido la exigua colocación de los bonos con los que el Estado-partido sandinista planeaba rellenar sus agostadas arcas. No creo que a los tecnócratas del FMI se les haya escapado la decadencia en la catadura de los interlocutores que el FSLN les ha ido presentando como contrapartes. A lo que el FMI haya dicho o no dicho –y sin duda no tuvo ni tendrá palabras halagüeñas-, hay que añadir que los inversionistas ya dijeron y votaron con su bolsa. Su rechazo de los bonos es un dictamen sobre el futuro de Nicaragua: un régimen que cae, unos bonos que de inmediato perderán valor y un futuro gobierno que acaso no los reconozca.
- Mantener la olla del rencor caliente. Ortega sigue llenando las prisiones, enviando a sus esbirros policiales con pistola y cachiporra a que ahuyenten la clientela de los centros comerciales, y –de nuevo- a sus esbirros policiales, y también a militares y militantes, esta vez sin uniforme, con fusiles y capucha, a asaltar viviendas, transeúntes y negocios. En lugar de buscar cómo emitir señales de que hemos tomado rumbo hacia otra etapa, la represión sigue en las calles con capturas y diques a las marchas de protesta, en las escuelas y hospitales con despidos en serie, en las universidades con revisiones paranoicas y en los juzgados con las condenas a penas superlativas y arbitrarias.
No sabemos si Ortega se propuso apagar el fuego con gasolina, si quiere castigar hasta sumergirnos en el noveno círculo del infierno o si todavía está bajo efectos del terror que experimentó ante las masivas marchas y no quiere dejar de apretar hasta reducirnos a condición de piltrafa. Sabemos que esta represión va acrecentando el rencor y también que cada golpe que asesta tiene un efecto multiplicador del rencor. Cada persona que el régimen captura, tortura, condena judicialmente, despide, somete a revisiones abusivas o simplemente asusta, se convierte en un vector del odio hacia Ortega, el FSLN y el gobierno. En un país donde la familia extendida sigue en pie y es el punto donde se anudan múltiples relaciones sociales, esta multiplicación no enfrenta muralla capaz de ponerle freno, circula con celeridad y penetra los resquicios de las fidelidades más incondicionales.
Con el tiempo, cuando el número de policías y militares desmoralizados vaya en aumento por la debacle económica que la represión consolida, el rencor hará su trabajo. Salvo los que se deleitancon prácticas sádicas, que los hay, los policías encontrarán disparatado seguir dando palos de ciego ante un enemigo que está en todas partes. Sentirán que no tiene mérito alguno ni aliciente adrenalínico reprimir a una población no sólo desarmada, sino que en este momento no está realizando ningún acto que amerite represión armada.
Con el tiempo, el rencor de los represaliados se sumará al de los empleados públicos que serán despedidos porque no hay cama pa’ tanta gente. El régimen deberá optar y su sesgo clasista no admite vacilación: preferirá mantener el puesto y los cinco mil dólares mensuales con que endulza a cada militante de alto y mediano rango a costa de lanzar a la calle a 20 maestros o empleados de correos.
- Descabezar el movimiento. Ortega descabezó el movimiento y eso parece una práctica atinada. Tal vez la leyó en el manual del perfecto dictador. Descabezar una organización es arduo, no imposible. Pero un movimiento no es una organización. Los movimientos tienen varias organizaciones formales e informales, numerosos integrantes y variadas formas de liderazgo inclasificables y muy complicadas de rastrear. Es cierto que un buen grupo de soplones puede hacer un peinado minucioso. Y eso es lo que hicieron los sabuesos de Ortega. Peor para él. Si de verdad fue neutralizada la mayoría de personas capaces de darle una conducción al malestar social, la próxima revuelta podría ser muy anárquica y violenta.
Ortega rechazó el puente de oro que le ofrecieron el gran capital y –probablemente– el gobierno de los Estados Unidos. Aceptó tener un país por cárcel porque en ningún otro sitio pueden sus negocios prosperar como aquí y porque preferiría presidir media hectárea de cascajo investida del rango de Estado-nación a vivir la vida de un ciudadano ordinario en cualquier retiro dorado. Decidió enfrentarse a las consecuencias. ¿Les preguntó a sus hijos e hijas? Cuando la desmoralización de un funcionariado público diezmado por los despidos, el hambre y el rencor vayan horadando los ánimos, Ortega deberá enfrentar a las masas, las verdaderas masas que se dirigen a sí mismas, las herederas de la muchedumbre que tomó la Bastilla y defenestró al gobierno de Libia. Saludándolo desde su futuro posible, su amigo Gadafi le dice a Ortega: “Como te ves me vi, como me ves te verás.”