21 de septiembre 2018
1. ¿Puede Ortega llegar a 2021 con la crisis económico-social?
“Vamos ganando”, corea la gente en las calles, y en efecto se puede palpar en el ambiente la derrota estratégica del presidente Daniel Ortega como Jefe Supremo de la represión. Su fracaso radica en que después de haber perpetrado el peor baño de sangre en la historia nacional en tiempos de paz, lo único que le puede ofrecer al país es la amenaza de seguir en el poder como un dictador temido y sanguinario. Pero la posibilidad de llegar a 2021 representa un escenario cada vez menos viable para Ortega, no solo porque pese a la represión la protesta cívica se mantiene viva, como una llama que crece y nunca se apaga, sino porque la crisis política que estalló el 18 de abril se ha convertido ya en una crisis económica que a su vez está incubando una crisis social, que también acarrea consecuencias políticas.
La violencia desatada por el régimen para sofocar la rebelión cívica, abrió una herida irreparable y sepultó las bases mínimas de la confianza que sostienen la economía y la convivencia social. Destruida la confianza por la matanza y agravada por la persecución de la protesta cívica y la impunidad de los crímenes del régimen, sus efectos en la economía han sido devastadores. El frenazo económico ocurrido en los últimos cinco meses, confirma que se están apagando los principales motores de la economía privada. En un país que carece de recursos naturales extraordinarios, en un entorno de aislamiento internacional y sanciones económicas a través de los organismos multilaterales, no existen otras fuentes sustitutas para reactivar la economía.
El debate entre los economistas y empresarios sobre la fuga de capitales y la pérdida de reservas internacionales, no es sobre el diagnóstico del problema --todos coinciden que sin una salida política, no hay soluciones económicas-- sino más bien sobre los plazos en que colapsará el sistema, si este puede aguantar cuatro, siete, o nueve meses, y cuáles serán sus consecuencias.
Los críticos advierten el riesgo inminente de un desbarajuste de las variables sociales más sensibles que afectan a la población: el empobrecimiento y la pérdida de empleos, el alza en el nivel de precios, el incremento del endeudamiento, la reducción de los subsidios al transporte urbano y la energía eléctrica, con el impacto adicional de la crisis de la caficultura y las reformas al INSS, que agravarán el desempleo en el campo y la ciudad. Los partidarios del gobierno, en cambio, alegan que la economía informal y la migración funcionan como la válvula de escape de nuestra crisis económica estructural, y que el sector público aún cuenta con un margen de acción para recortar gastos y recaudar recursos con políticas cada vez más recesivas, para postergar la crisis hasta finales de 2020.
Lo que nadie discute es que el país ya entró en recesión económica con la pérdida de 347 000 empleos --según The Economist Intelligence Unit la economía registrará un decrecimiento de -3.4% en 2018, para una caída total del producto de 8.4%--, y las medidas gubernamentales de mitigación más bien podrían desatar una mayor contracción económica, que afectará a las bases de apoyo del régimen, incluyendo a los empleados estatales.
No es posible establecer una relación de causalidad directa entre una dinámica de conflictividad social y demandas políticas, pero si los reclamos derivados de la crisis económica se entrelazan con los agravios políticos acumulados por la matanza de abril, esta combinación puede representar un formidable desafío para el régimen. Ortega ha perdido la capacidad de generar consensos para sofocar y cooptar una protesta popular, y también ha demostrado que no tiene ningún escrúpulo para matar, perseguir, y reprimir con violencia la protesta cívica; la pregunta de cara al futuro inmediato es si las fuerzas vivas de la sociedad nicaragüense --incluidos los sandinistas que aspiran a sobrevivir a la familia Ortega-Murillo-- tendrán esta vez la determinación y la capacidad para frenar la represión, y evitar una nueva matanza.
2. La nueva escalada represiva y los plazos de salida
Al cumplirse los primeros cinco meses de la revolución pacífica, es evidente que el régimen carece de voluntad política para restablecer el Diálogo Nacional. Aunque no cuenta con los recursos estatales de Maduro, Ortega está replicando la estrategia de control y represión de Venezuela, con un resultado más o menos semejante: el éxodo de los opositores perseguidos y el descalabro de la economía. Con la consigna “el comandante se queda”, dinamitó todos los puentes que le habrían permitido negociar una salida política, colocando al régimen en un punto de no retorno, en el que el FSLN y su Gobierno ahora están atados a su propia suerte política. El 19 de julio, descalificó como “golpistas” a los obispos de la Conferencia Episcopal, a quienes a finales de abril les pidió desesperadamente que fueran mediadores de un Diálogo Nacional; en agosto, después de solicitar las gestiones del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, expulsó del país a la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, cuyo informe confirmó que en Nicaragua no hay indicios de un “golpe de Estado”, sino una masacre estatal y actos de represión policial y paramilitar; y en septiembre, demandó la “renuncia” de su antiguo aliado, el secretario general de la OEA Luis Almagro, cuando este exigió elecciones anticipadas y, finalmente, reconoció que “en Nicaragua se viene instalando una dictadura”.
A pesar de que las cárceles están llenas de presos políticos acusados de “terrorismo” por haber participado en la protesta cívica, no se puede descartar una escalada represiva aún peor en el cierre de 2018. Mientras Estados Unidos contempla aplicar sanciones políticas y económicas contra el Gobierno y sus allegados, al amparo de la nueva legislación que aprobarán el Congreso y el Senado norteamericano la próxima semana, la lógica de Ortega siempre será escalar la represión. Su “Ley para el Financiamiento del Terrorismo” amenaza con reprimir a decenas de organizaciones sociales, empresariales, fundaciones democráticas, y medios de comunicación, aduciendo que al recibir donaciones internacionales incurren en el presunto delito de “terrorismo y conspiración golpista”.
La estrategia oficial de retaliación apunta a generar un nuevo ciclo de represión-protestas-represión, prolongando la agonía económica. Sin embargo, aún es posible construir una salida política antes de 2021, si se logra la unidad en la acción de tres fuerzas fundamentales. Estas son: la fuerza política de movilización social de los autoconvocados, la Alianza Cívica, y la Articulación de Movimientos Sociales; el músculo económico y la presión de los grandes empresarios; y el distanciamiento de la familia Ortega-Murillo de un sector importante del Frente Sandinista, los empleados públicos y la burocracia del Estado.
De la convergencia de estas tres fuerzas y del apoyo simultáneo que ejerza la comunidad internacional para aislar a la dictadura, depende la posibilidad de acortar el plazo de salida de Ortega, y lograr una negociación que conduzca a elecciones anticipadas. La presión externa y la crisis económica, por separado, nunca lograrán modificar el rumbo autoritario del régimen, mientras las fuerzas domésticas no asuman el riesgo de convertirse en actores del cambio democrático.
3. Los escenarios de la crisis y el fin de la dictadura
La salida a la crisis de desgobierno que vive Nicaragua se debate entre dos posibles escenarios: Ortega se mantiene en el poder hasta 2021, a punta de represión y tres años consecutivos de recesión económica dejando un país colapsado, o antes de 2021 se producen nuevos estallidos de protesta cívica, vinculados a la crisis política y al descalabro causado por la crisis económica y social, que desembocarían en negociaciones, reformas y elecciones anticipadas.
En ambos desenlaces, tras una reforma electoral que permita una elección razonablemente transparente, el orteguismo, reducido a una minoría política, perdería inexorablemente la presidencia y la mayoría legislativa, pero seguiría “gobernando desde abajo”, con sus bandas paramilitares, el control de los poderes del Estado, y el chantaje del caos, a cambio de amnistías, prebendas políticas y cuotas de poder.
De lo anterior, se deriva una conclusión para la ruta del cambio democrático de la rebelión de abril, y es que cualquier propuesta de transición a la democracia con justicia, y recuperación económica con paz social, requiere no solo la salida de Ortega del poder, sino además profundas reformas políticas que le impidan al caudillo y sus huestes hacer ingobernable el país. No bastaría con derrotar al orteguismo en unas elecciones, sino que el nuevo liderazgo democrático que surja del movimiento Azul y Blanco deberá obtener en las urnas una mayoría abrumadora, que le otorgue un mandato político indiscutible para convocar a la comunidad internacional a un plan de asistencia extraordinaria, a fin de apoyar la implementación de las reformas que permitan desmantelar la herencia de las estructuras dictatoriales.
A diferencia de la revolución armada que en 1979 barrió con la Guardia Nacional y las demás instituciones de la dictadura de Somoza, la revolución pacífica se propone llegar al poder por los votos y reformar las instituciones desde la raíz. Pero el desarme de las bandas paramilitares, el sometimiento de los represores y criminales ante la justicia, y el combate a la corrupción sin impunidad, requiere el desmontaje de las estructuras dictatoriales, empezando por la depuración y reforma integral de la Policía Nacional, la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, y la Contraloría General de la República. Para emprender estos y otros cambios, cobijados bajo una reforma constitucional que tenga como referencia la Constitución de 1995, el nuevo gobierno democrático requerirá el apoyo de una entidad supranacional de investigación con un alcance incluso mayor que la actual Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala. De lo contrario, es impensable que se puedan sentar las bases de la estabilidad con democracia y someter ante la justicia a los culpables de la matanza. En consecuencia, el verdadero cambio comienza con el desmontaje de la dictadura y el fin de la impunidad, después de la salida de Ortega del poder, y esto solo será posible con un plan de asistencia multilateral que cuente con el respaldo de la ONU, la OEA, la Unión Europea, y otros actores internacionales.