27 de agosto 2018
Tbilisi.– ¿Por qué las teorías conspirativas y la charlatanería general tantas veces reciben su mayor respaldo de los dictadores del mundo? Sin duda, los dictadores casi siempre son bichos raros, pero ésa no puede ser la única explicación. En verdad, vale la pena preguntarse si la charlatanería es una característica necesaria de un régimen autoritario.
La última evidencia de que sí lo es se puede encontrar en el corazón de la actual crisis económica de Turquía. El país está agobiado por la deuda y su moneda, la lira, se está hundiendo. Sin embargo, al banco central prácticamente se le prohibió defender la moneda aumentando las tasas de interés, porque el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, cree que aumentar las tasas de interés en realidad causa inflación.
La profesión de economista lamenta discrepar. Pero Erdoğan, como con casi todo, no está dispuesto a escuchar. Por el contrario, para obligar al banco central a adoptar su política monetaria descabellada, Erdoğan ha instalado a su yerno Berat Albayrak, completamente incompetente, en el cargo de ministro de Finanzas y del Tesoro del país.
Al haberme criado en la Unión Soviética, soy particularmente sensible al impacto de las teorías científicas perversas en una sociedad. Joseph Stalin rechazó la genética mendeliana (las leyes fundamentales de la herencia) y hasta la teoría de la evolución de Darwin en favor de las falsas teorías de Trofim Lysenko, el biólogo soviético que creía que los rasgos humanos eran adquiridos, no heredados. Con el apoyo de Stalin, Lysenko –cuya investigación agrícola espuria condeno quizás a millones de personas a la hambruna- hundió a la biología soviética en honduras demenciales durante dos décadas.
Nikita Khrushchev puede haber derrocado al estalinismo, pero no era menos prisionero de la perversidad teórica. No sólo respaldó las teorías de Lysenko, sino que también les creía a los ingenieros y geólogos de postura ideológica férrea que insistían en que las reglas del comunismo podían desafiar a las leyes de la naturaleza. Le decían que las bombas atómicas soviéticas podían utilizarse para revertir el curso de los principales ríos, lo que permitiría reencauzar el agua hacia la agricultura, en lugar de ser “desperdiciada” en el Mar Ártico.
La experiencia de Rusia con la charlatanería autoritaria letal no es exclusiva. La aceptación por parte de Hitler de una “ciencia” racial demencial hizo que el mundo cayera en la oscuridad y derivó, casi inexorablemente, en el Holocausto. La perversión de la razón estaba tan normalizada en el régimen nazi que los experimentos humanos grotescos de Josef Mengele se podían discutir en conferencias científicas de la misma manera que cualquier otra investigación médica.
La misma atracción hacia la pseudociencia alimentada por la paranoia muchas veces motiva a los autoritarios a respaldar las teorías conspirativas. Erdoğan, que hace mucho tiempo está convencido de que fuerzas externas complotan incansablemente contra su régimen, no es una excepción.
A los ojos de Erdoğan, estas fuerzas malevolentes suelen actuar a través de los mercados financieros. Hasta ahora, se ha abstenido de decir abiertamente que estos mercados actúan a instancias de la “judería mundial” (los arquitectos, creen muchos islamistas turcos, de la revolución de los Jóvenes Turcos de 1908 y de la república secular que surgió después de la Primera Guerra Mundial). Pero sus seguidores más estrechos escuchan el mensaje detrás de sus condenas de las fuerzas de las finanzas –fuerzas que ahora parecen estar exigiendo tasas de interés más altas.
Pero quizá ningún líder actual sea más susceptible a la ciencia descabellada y a las teorías conspirativas estúpidas que el presidente de Estados Unidos, y aspirante a autoritario, Donald Trump. Nunca debería olvidarse que Trump se abrió camino en la política estadounidense promoviendo el argumento racista “birther”, que sostenía que el entonces presidente Barack Obama no había nacido en Estados Unidos y, por lo tanto, no calificaba para el cargo que tenía.
Desde que llegó a la Casa Blanca, la demencia no ha hecho más que crecer. En más de 20 ocasiones, Trump ha tuiteado sobre un potencial vínculo entre las vacunas y el autismo. Ese vínculo –promovido en primer lugar por un desprestigiado médico británico y una ex conejita de Playboy- ha sido refutado de manera concluyente por la comunidad científica.
Trump también niega cualquier vínculo entre la actividad humana y el cambio climático, rechazando una vez más el abrumador consenso científico. E insiste, frente a las protestas de infinidad de economistas, en que los déficits comerciales son una señal de debilidad económica de Estados Unidos. Según Alan Levinovitz, profesor de estudios religiosos en la Universidad James Madison, Trump utiliza mayúsculas en sus tuits de la misma manera que lo hacían los curanderos y los charlatanes religiosos en sus esfuerzos por embaucar a la población en siglos pasados.
No está para nada claro si el propio Trump conoce la diferencia entre lo real y lo falso. Parece estar convencido de que el FBI y los medios conspiran para hacer caer su presidencia. En este sentido, Trump ha trasladado lo que el historiador Richard Hofstadter describió como el “estilo paranoico” de los márgenes al centro de la política estadounidense. Tal vez un estilo paranoico compartido es lo que atrae a Trump al presidente ruso, Vladimir Putin, quien continuamente ha dicho que el mundo conspira para privar a Rusia de la condición de gran potencia que merece.
En cualquier caso, como demuestra claramente la crisis de Turquía, hasta las teorías descabelladas más profundamente arraigadas terminan enfrentándose a la realidad. “El mundo es así”, como dijo V.S. Naipaul en el inicio de su novela Una curva en el río. “Quienes no son nada, o han decidido no ser nada, no tienen ningún sitio en él”. Lo mismo puede decirse de los líderes autoritarios. Quienes se niegan a reconocer al mundo como es –ya sea que lo vean desde Turquía, Estados Unidos, Venezuela o un puñado de otros países- terminan perdiendo la posición que su negación de la realidad supuestamente debía proteger.
Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School y miembro sénior en el World Policy Institute.
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