26 de agosto 2018
MADRID – En los últimos tiempos, se está demostrando que la globalización dista mucho de ser un proceso constante y sin altibajos. Ciertos líderes políticos la han etiquetado irresponsablemente como el origen de todos los males, lastrando con ello el desarrollo de instrumentos de gobernanza multinivel. Y es que las voces de la nostalgia son cada vez más numerosas, y defienden cada vez con más ahínco la necesidad de reforzar los muros y rescatar los vínculos tradicionales entre los conceptos de “Estado”, “soberanía” y “seguridad”.
Siempre fue ingenuo suponer que las Organizaciones Internacionales, los actores transnacionales, las regiones o las ciudades desposeerían fácilmente al Estado de su papel central en las relaciones humanas. Sin embargo, sería igualmente ingenuo concluir que fenómenos como el Brexit y la elección de Donald Trump nos han devuelto a un mundo puramente westfaliano, en el que la primacía del Estado era incontestable. La globalización está tan avanzada, y las interconexiones son tan profundas, que desandar lo andado es poco menos que una quimera.
Ahora bien, en materia de seguridad internacional, los mecanismos legales e institucionales existentes a escala global siguen sin ser los adecuados para hacer frente a las actuales amenazas. Esto ya era así antes de que el Brexit y la llegada de Trump empeoraran las cosas, obstaculizando más si cabe la cooperación entre países.
Como argumentan Chinkin y Kaldor en su imprescindible libro International law and new wars (Derecho internacional y nuevas guerras), las clásica distinción entre conflictos armados internacionales y no internacionales ha perdido vigencia, y lo mismo puede decirse de la dicotomía entre seguridad interna y externa. Un prototipo de las llamadas “nuevas guerras” es el conflicto sirio, que implica a un enorme abanico de actores (públicos y privados, domésticos e internacionales) y trasciende las fronteras estatales (ejemplo de lo cual era la presencia del Estado Islámico también en Irak, así como sus atentados en muchos otros países). Estas “nuevas guerras” suelen tener un fuerte componente identitario, extenderse durante un largo período de tiempo y afectar en gran medida a la población civil.
El reciente repunte de conflictos con un componente intraestatal implica que el modelo westfaliano de soberanía, según el cual los Estados monopolizaban el uso legítimo de la fuerza dentro de sus fronteras, ha quedado totalmente obsoleto. Si pretendemos seguir construyendo una sociedad que merezca el apelativo de “internacional”, no podemos entender la soberanía únicamente en términos de autoridad, sino también de responsabilidad. En buena lógica, pues, debemos estar abiertos a intervenir en un país determinado cuando su Gobierno está comprometiendo la seguridad de su propia población. Este razonamiento constituye el núcleo de la “responsabilidad de proteger” (R2P), una doctrina adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2005.
No obstante, cuando el uso de la fuerza se ha justificado por motivos humanitarios (ya sea antes o después de la adopción de la R2P) se ha optado por un enfoque estrecho en el que han primado las tácticas militares. La R2P engloba la responsabilidad de prevenir y la responsabilidad de reconstruir, aspectos que en la práctica han sido relegados a un segundo plano. Además, las dos apelaciones que ha hecho el Consejo de Seguridad a la R2P para autorizar intervenciones humanitarias “con todos los medios necesarios” (en Libia y Costa de Marfil, ambas en 2011) han sido acusadas de servir de subterfugio para inducir cambios de régimen. Desde entonces, la R2P —que se ha plasmado más bien como un derecho a intervenir, desprovisto de codificación e invocado de forma selectiva— ha quedado estigmatizada y, por consiguiente, aparcada. El bloqueo del que ha caído preso el Consejo de Seguridad a propósito de Siria es fruto en parte de estos descalabros, y deja patente que el humanitarismo se encuentra todavía muy supeditado a criterios geopolíticos.
¿Estamos condenados, por tanto, a elegir entre los excesos intervencionistas de Irak o Libia y la impotencia de Ruanda o Srebrenica, donde los contingentes desplegados por la ONU no estaban autorizados a interponerse entre los genocidas y sus víctimas? Las convicciones dominantes en el seno de la Administración Trump pueden reforzar la percepción de que esas son en efecto las únicas opciones sobre la mesa. La larga lista de fracasos asociados a la política de cambio de régimen no ha hecho demasiada mella sobre los “halcones” neoconservadores, que vuelven a ocupar altos cargos de la Administración estadounidense, complementando las tendencias aislacionistas que en ocasiones ha dejado entrever Trump.
Pero no podemos resignarnos a perpetuar el actual marco discursivo, ni debemos infravalorar la capacidad del derecho internacional de transformarse y, al mismo tiempo, de transformar. Chinkin y Kaldor defienden que un modelo alternativo de seguridad está a nuestro alcance; un modelo en el que la protección del individuo —más que de los Estados— cope la lista de prioridades de la sociedad internacional, sin que ello conlleve una actitud paternalista. Para garantizar su eficacia, este paradigma habrá de interiorizar las reivindicaciones de las poblaciones afectadas (incluidas las de las mujeres y otros colectivos estructuralmente desfavorecidos) e interpretar las amenazas a la seguridad de forma holística y no episódica. Asimismo, tendrá que dar preferencia a los medios civiles sobre los militares, poner especial énfasis en el desarme, y anclarse firmemente en los derechos humanos y en un entramado normativo adaptado a las “nuevas guerras”. En definitiva, la noción de “seguridad humana” debe servirnos de revulsivo: de la responsabilidad de proteger, al derecho a ser protegido.
Los mimbres ya existen. De hecho, la R2P y el paradigma de seguridad humana se desarrollaron en paralelo, con el destacado apoyo de un gran referente ético a nivel mundial, como fue el recientemente fallecido Kofi Annan. En 2004, el Grupo de Estudio sobre las Capacidades de Europa en Materia de Defensa presentó en Barcelona un informe titulado Una doctrina de seguridad humana para Europa, al que se añadió tres años después el Informe de Madrid. Este Grupo de Estudio articuló los principios que guiaron el incremento de misiones exteriores de la UE, inspirando avances como la creación de asambleas populares consultivas, o la introducción de supervisores dedicados a verificar el cumplimiento de los derechos humanos. Desgraciadamente, igual que ocurrió con la R2P, dichos principios cayeron en desuso, arrastrados por las corrientes geopolíticas y eclipsados por los cánones militares de las campañas antiterroristas.
Con todo, cabe recordar que las grandes reconfiguraciones del derecho internacional se han producido justo después de momentos críticos. En esta era de marcada vulnerabilidad de la población civil, incluso a amenazas nuevas como los ciberataques, reinventar el concepto de seguridad humana no es una cuestión de idealismo, sino de imperiosa necesidad. De este concepto podrá emanar una estrategia integral para gestionar los conflictos transversales y altamente corrosivos que se están multiplicando. Al fin y al cabo, solamente hay una manera de contrarrestar los efectos negativos de la globalización: reforzar los positivos.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.
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