24 de agosto 2018
Después de ser expulsado de la Casa Blanca y de Breitbart News, Stephen K. Bannon, al que se solía reconocer como el cerebro de la campaña presidencial de Donald Trump, ha prometido rehacer Europa. Su organización, llamada “El movimiento” y con sede en Bruselas, apunta a unir a los populistas de derecha de Europa y a tumbar a la Unión Europea en su forma actual.
Bannon ve este esfuerzo como parte de una “guerra” entre el populismo y “el partido de Davos”, entre la “gente real” blanca, cristiana y patriota (en las palabras de su seguidor británico, Nigel Farage) y las elites globalistas cosmopolitas. En los medios, al menos, a Bannon se lo toma en serio.
Ahora bien, cambiar la historia de Europa parecería ser una tarea difícil para este fanfarrón mediático norteamericano, promotor permanentemente desaliñado de ideas estrafalarias sobre cataclismos cíclicos. A pesar de reunirse con luminarias de derecha como Viktor Orbán, el hombre fuerte de Hungría, Matteo Salvini, el viceprimer ministro de Italia, y Boris Johnson, el patético exsecretario de Relaciones Exteriores británico, que en su totalidad le desean lo mejor, Bannon prácticamente no tiene ninguna experiencia en política europea. Sorprendió a una audiencia afable en Praga con su alegato contra la “competencia injusta” de los países extranjeros que utilizan mano de obra barata. Gran parte del PIB de República Checa proviene de las exportaciones, por esa misma razón.
Pero el principal problema que enfrenta el esfuerzo de Bannon es que los líderes populistas de derecha son un grupo dispar. El propio Bannon es un reaccionario católico con fantasías, alimentadas por su amor a los héroes de Hollywood, de ser un guerrero contra las fuerzas del mal. Orbán es un autócrata que explota la desilusión popular con el postcomunismo culpando a los inmigrantes y a la UE, aunque la economía húngara depende del mercado único y los subsidios de Bruselas.
Los demagogos del norte de Europa, como Geert Wilders, ven al Islam como la principal amenaza para la civilización occidental, pero defienden causas como los derechos de los homosexuales (porque los musulmanes supuestamente los odian). En Gran Bretaña, Johnson apoya, bueno, a Johnson, pero sus colegas defensores del Brexit están menos interesados en la amenaza islámica que en una versión grandiosa de nacionalismo inglés. El Frente Nacional de Francia, ahora llamado Reunión Nacional, es una empresa de la familia Le Pen que se esfuerza por disociarse de sus raíces antisemitas y vichyistas.
Como sucedió con el fascismo europeo en los años 1920 y 1930, no es fácil encontrar mucha coherencia ideológica en estas diversas líneas políticas, mucho menos en el Movimiento de Bannon. Lo que todos tienen en común, sin embargo, es la dependencia de la animadversión, a veces dirigida a los musulmanes, a veces a cualquier tipo de inmigrantes, muy a menudo contra la UE y siempre contra las élites liberales –a las que la primera ministra británica, Theresa May, describió como “ciudadanos de ninguna parte”.
Hay algo conspirativo en torno a esta animadversión, una noción de que el hombre común está a merced de una red sombría de operadores que gobierna el mundo. En los días en que Stalin identificaba a los enemigos del pueblo como “cosmopolitas desarraigados” (refiriéndose a los judíos), se creía que la sede de esta red global omnipotente estaba en Nueva York, con filiales en Londres y París. Ahora está situada en Bruselas.
Los inmigrantes, particularmente de países musulmanes, son los más perjudicados por la propaganda populista. Bannon escribió el primer borrador de la llamada prohibición musulmana de Trump, que prohibía la entrada a inmigrantes de varios países predominantemente musulmanes. Orbán ha fortificado sus fronteras para proteger a la “civilización cristiana”. Salvino quiere deportar a todos los migrantes ilegales de Italia. La campaña por el Brexit, liderada por Johnson, advertía a los votantes británicos que su país pronto estaría “inundado” de inmigrantes turcos, aunque Turquía no está ni cerca de formar parte de la UE.
Pero a pesar de lo desagradables que pueden ser la retórica y las políticas anti-inmigrantes, el principal blanco de la ira de los populistas sigue siendo la elite globalista siniestra, representada por George Soros y otros liberales a quienes acusan de promover los derechos humanos, la compasión por los refugiados y la tolerancia religiosa en pos de sus propios intereses. Son ellos los que supuestamente están inundando las tierras cristianas de extranjeros. Están apuñalando a la civilización occidental por la espalda.
Bannon en verdad ha expresado admiración por Soros, aunque lo ve como una suerte de Satanás. Quiere ser el Soros de la derecha.
Puede parecer irónico que los nacionalistas radicales, como Bannon, pretendan unirse en un movimiento global, como si estuvieran imitando a sus enemigos internacionalistas. Pero el objetivo de los populistas no es destruir el elitismo, sino reemplazar a las viejas elites. De ahí el lenguaje común de autocompasión, como si Orbán, Salvini, Wilders y el resto estuvieran siendo oprimidos por el “partido de Davos”.
Muchas veces provenientes de entornos marginales, se sienten excluidos, insuficientemente reconocidos y hasta despreciados. Es hora de que ellos gobiernen, creen –y de vengarse por todos los desaires que piensan que han recibido en el camino hacia la cima-. Es por este motivo que Donald Trump, el promotor inmobiliario grosero y resentido, es su héroe.
Trump claramente se siente más cómodo hablándole a dictadores que a líderes elegidos democráticamente. Le gusta la idea de que un hombre fuerte lidie con otro hombre fuerte. Pero esto no lo convierte en un internacionalista, como tampoco los encuentros de los populistas de derecha europeos suponen un movimiento internacional coherente. Existen ocasiones para la adulación mutua y el pavoneo frente a las cámaras.
Si los populistas pueden o no hacer algo más que esto –derribar colectivamente a la UE y reordenar el mundo occidental- es difícil de decir. Dados sus diversos intereses, la rivalidad puede hacer que se fragmenten. Por ejemplo, mientras Trump y Bannon ven a China como el mayor enemigo global, Orbán ha estado aceptando codiciosamente cualquier oferta de dinero chino. Y los nacionalistas ingleses están conduciendo a su país a un aislamiento no muy espléndido.
Una verdadera “internacional nacionalista” puede surgir sólo cuando se aborden estas contradicciones. Pero no importa dónde termine la derecha global, es poco probable que el Movimiento de Bannon sea el vehículo que la lleve hasta allí.
*Ian Buruma, editor de The New York Review of Books, es el autor, más recientemente, de A Tokyo Romance: A Memoir. Copyright: Project Syndicate, 2018.