23 de agosto 2018
Si dejamos Cuba aparte por sus particularidades, siete países latinoamericanos fueron regidos por gobiernos electos de izquierda durante buena parte de lo que va de siglo: los presididos por Hugo Chávez en Venezuela entre 1998 y 2013; los de Lula y Dilma Rousseff en Brasil entre 2003 y 2016; los de Néstor y Cristina Kirchner en Argentina de 2003 a 2015; los de Tabaré Vázquez y el “Pepe” Mujica en Uruguay desde 2004 hasta la actualidad; los de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, que abarcan desde 2000 hasta 2018 -con el paréntesis del conservador Piñera de 2010 a 2014-; los de Rafael Correa en Ecuador entre 2007 y 2017; y los de Evo Morales en Bolivia, que se prolongan desde 2006.
Así que, con la excepción de tres países grandes: México, Colombia y Perú; y de Centroamérica, Paraguay y República Dominicana, el peso de los gobiernos de izquierda fue indudable entre 2000 y 2015, un hecho sin precedentes en aquella región hermana. El período coincidió además con unos ventajosos precios internacionales de las exportaciones del subcontinente -soja, café, cobre, oro, petróleo…- los que en algunos casos llegaron a cuadriplicarse entre 2000 y 2010 -cobre, oro-. En el argot de los economistas, la relación de términos de intercambio favoreció con generosidad a Latinoamérica en ese período.
Es legítimo preguntarse entonces por el aprovechamiento de los recursos habidos en esa época de bonanza. Y en el balance, lo primero que destaca es la reducción de la pobreza y la desigualdad. Los datos son inequívocos: en América Latina, la población por debajo de la línea de pobreza se redujo desde el 44% en 1999 hasta el 28% en 2014 (cifras de CEPAL). Y también lo hizo la desigualdad: el índice de Gini cayó del 0.55 al 0.50 en esos años.
Han reducido más la desigualdad
Si bien estos avances se registraron en casi todos los países, fueron mucho más pronunciados en las naciones con gobiernos progresistas. Ejemplos: Bolivia bajó la pobreza del 61% de la población al 39%; Brasil del 37% al 13%; Chile del 31 al 12; mientras, en el lado conservador, encontramos países como México y Costa Rica que la vieron aumentar. En igualdad: Brasil redujo su índice Gini en esos lustros en 13 centésimas; Bolivia y Argentina en 15; Chile en 11; Venezuela en 12, mientras México sólo lo rebajó en 4 y Colombia en 5. Sin duda, los gobiernos progresistas aprovecharon mejor el “viento de cola” que soplaba con el boom de los precios de las materias primas -junto al aumento de las remesas de emigrantes y la inversión extranjera- para el bienestar de su población. Utilizaron para ello, con mayor profusión, políticas post-liberales: laborales -mejora del salario mínimo, acuerdos tripartitos-; mayores niveles de inversión social -como en educación-; programas de transferencias monetarias para hogares en situación de pobreza -como “Hambre cero”-; pensiones no contributivas.
Ahora bien, aunque los gobiernos de izquierda hayan mostrado mejores resultados sociales que los conservadores, hubieran podido aprovechar bastante mejor sus mandatos y los recursos de los que dispusieron. Veamos cuatro asuntos clave como apoyo a esta aseveración.
En primer lugar, la carencia de progreso tecnológico. Se sigue cumpliendo: si los precios de las materias primas están altos, la economía de la región va bien; cuando bajan, todos los países muestran problemas, tengan gobiernos de izquierda, centro o derecha. En cuanto cayeron los precios alcanzados por las materias primas, la población por debajo de la línea de pobreza aumentó. La necesidad de diversificar la producción y las exportaciones hacia bienes con un mayor valor añadido a través de distintas políticas -industrial, tecnológica, científica, educativa, de apoyo a la pequeña y mediana empresa y de comercio exterior- es muy clara. En 2010, más de la mitad de las exportaciones de América Latina la constituían bienes primarios; y, lo que es peor, durante el boom de precios, la región acentuó su especialización en bienes de bajo procesamiento basados en la abundancia de recursos naturales. Otros datos: mientras China dedicó el 2,07% de su PIB a I+D, la Unión Europea (UE 28) el 2,03% y un país como Malasia el 1,3%, América Latina destinaba el 0,7% -y gracias a que Brasil superaba el 1%-; mientras una empresa típica de la OCDE invierte el 2% de sus ventas en I+D, una típica latinoamericana invierte tan sólo el 0.3%. No existe maldición divina alguna que recaiga sobre la región para que estas cifras sean tan bajas. Es una cuestión, sobre todo, de voluntad y de incentivos de política adecuados.
El déficit de la corrupción. El segundo reto es mejorar la calidad de las políticas públicas y de las instituciones encargadas de aplicarlas -el buen gobierno o “gobernanza”-, otro terreno en el que deberían destacar los gobiernos progresistas. Tres ejemplos. Por un lado, algo ha fallado en el control de la corrupción por parte de quienes estaban obligados a atajarla. Grandes escándalos han sacudido a Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, y estallarán también en Venezuela. Sólo Uruguay puede presumir de casos aislados, como el que obligó a dimitir al vicepresidente Sendic. Y si hay algo que los votantes de izquierda no perdonan es precisamente la corrupción. El segundo ejemplo nos lleva a la política fiscal y presupuestaria. Tampoco aquí se ha asistido a los cambios que se requieren para profundizar en la igualdad. A pesar de los avances descritos, América Latina sigue siendo, con diferencia, la región más desigual del planeta. Mientras en la Unión Europea el índice de Gini, después de la intervención del Estado -a través del cobro de impuestos y el pago de transferencias- cae de 0.49 a 0.30, en América Latina sólo se reduce del 0.51 al 0.48. Este escaso papel redistributivo se explica por tasas tributarias nada progresivas -con un gran predominio del IVA y un escaso pago de impuestos por parte del decil más rico de la población- y por la escasa calidad del gasto público. Sin duda otro terreno en el que gobiernos progresistas podrían hacer mucho más.
El último ejemplo nos remite a la inseguridad ciudadana. Es curioso que la bandera contra la inseguridad la enarbole siempre la derecha, cuando es claro que perjudica principalmente a la población más desfavorecida. Las cifras son tremendas: los cinco países con mayores tasas de muertes violentas del mundo son latinoamericanos: Venezuela, Honduras, El Salvador, Guatemala y Belice. El Banco Mundial ha estimado que en Centroamérica la violencia consume el 8% del PIB (gastos en seguridad, juicios, atención a víctimas).
El reto ambiental. Tampoco la izquierda latinoamericana ha mostrado ser portadora aquí de nuevos valores, ni registrado nuevas experiencias, sesgada tal vez por la ideología productivista predominante. La deforestación desbocada continúa; la minería a cielo abierto se ha extendido; los conflictos con los pueblos indígenas sobre el uso del suelo, la gestión del agua y la extracción de petróleo y minerales se han vivido con intensidad en los países que nos ocupan: en Chile con los mapuches; en Brasil y Ecuador, en la Amazonía; en Argentina en lugares como Salta y Jujuy. Hasta Evo Morales, quien ha luchado por la dignidad de los pobladores originarios de su país y ha conseguido redistribuir más equitativamente las enormes ganancias que se llevaban las empresas trasnacionales, ha sufrido revueltas indígenas por la extracción petrolera y la construcción de presas.
Los derechos de las mujeres. De los siete países considerados con gobiernos de izquierdas, la interrupción voluntaria del embarazo sólo se permite en Uruguay. En los demás se admite sólo si hay violación, peligro para la madre o malformaciones del feto. En El Salvador, que cuenta con un gobierno progresista desde 2014, la prohibición es total. La influencia de las iglesias, católica y evangelistas, es desproporcionada, pero, ¿no eran laicas las izquierdas? (En Nicaragua, gobernada por Ortega el Cruel, responsable del asesinato de más de 300 personas en tres meses, la prohibición del aborto es también absoluta). Otro indicador: el número de feminicidios en Chile multiplica al de España por dos; en Venezuela y Ecuador, por cuatro; en Argentina, por cinco; en Uruguay, por seis; y en Bolivia por nueve. Llegaríamos a conclusiones parecidas sobre lo que falta por hacer si analizamos el porcentaje de participación de las mujeres en posiciones de poder -gobiernos, parlamentos, empresas-.
La agenda 2030. La buena noticia es que la Agenda 2030 aprobada por 193 países en Naciones Unidas en 2015, parece hecha a la medida de los retos de América Latina. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que ésta incluye convocan a construir un modelo más equitativo y respetuoso con el medio ambiente. Así, hablan de calidad educativa, de políticas de ciencia, de recursos para I+D, de acceso a internet, de transferencia de tecnologías ambientales, de movilidad para científicos e integración productiva; también de política fiscal y tributaria, de corrupción, de instituciones que rindan cuentas, de la necesidad de un cambio cultural para vivir en armonía con la naturaleza y de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
Nadie mejor que la izquierda, que cree en la capacidad transformadora de las políticas públicas y no sólo en el papel del mercado, para conseguir los nobles objetivos de la Agenda 2030. Cuando una nueva tanda de gobiernos progresistas se abra paso en la región, habrá que exigir, con no menos intensidad que ahora a los conservadores, que la impulsen con toda decisión.