8 de agosto 2018
Pronunciar las palabras política identitaria hoy en día conlleva el riesgo de que se desate una polémica. En la izquierda estadounidense, casi toda la política es de esta índole, lo que saca de quicio a la derecha de ese país. Y no solo a la derecha: intelectuales liberales como Mark Lilla de la Universidad de Columbia sostienen, de manera cada vez más persuasiva, que la política identitaria es mala como política electoral. Según afirman, es muy posible que la culpa de que Donald Trump haya sido elegido recaiga en un Partido Demócrata débil, que es poco más que un mosaico compuesto por una infinidad de grupos diferentes, basados cada uno en su propia identidad.
El problema es que algunos críticos de la política identitaria en Estados Unidos presumen que en realidad existe política desligada de la identidad. Sin embargo, al echar un vistazo alrededor del mundo se advierte exactamente lo opuesto: lo que tienen en común los partidarios del Brexit, los nacionalistas rusos y los fundamentalistas islámicos es que todas sus posturas políticas se relacionan con la identidad. Y ¿qué es la violenta reacción contra la inmigración si no la afirmación de la primacía de una identidad sobre otra? Mientras más globalizada se vuelve la economía, más depende la política alrededor del mundo de identidades muy locales.
¿Por qué es preocupante esto? Y ¿qué se puede hacer a su respecto?
Empecemos por lo obvio: no toda forma de política identitaria es nociva. En una era de falta generalizada de confianza en los políticos, es de celebrar que un elector se identifique con un candidato. La familiaridad (y la similitud) pueden dar origen a la confianza en lugar de al desprecio. Es más probable que una votante mujer se identifique con una candidata mujer; y lo mismo vale para miembros de minorías étnicas o religiosas.
A su vez, es más probable que los políticos actúen de modo coherente con los intereses de aquellos ciudadanos con quienes comparten una identidad. Es posible que sin Martin Luther King, Jr. y otros inspiradores líderes afroamericanos, no hubiera existido el movimiento por los derechos civiles. Raghabendra Chattopadhyay del Indian Institute of Management y Esther Duflo del MIT, han demostrado que en India quienes mejor atienden los problemas de la mujer son las mujeres que han sido elegidas para ocupar puestos políticos. Rohini Pande de la Universidad de Harvard ha encontrado que sucede algo similar cuando miembros de castas desaventajadas llegan al poder.
De modo que la identidad puede mejorar la representatividad de la democracia representativa. Y en un momento en que escasea la credibilidad de los políticos, los candidatos con identidad más clara pueden hacer promesas más creíbles. Este es uno de los aspectos positivos de la política identitaria.
Pero, también existe un aspecto negativo –varios, en realidad–. El más evidente es que un sistema político marcado por diferentes identidades puede fragmentarse fácilmente. Y si los valores, preferencias o intereses de dichas identidades son muy diferentes, no hay mayor distancia entre la fragmentación y la polarización. En Irlanda del Norte, católicos y protestantes ciertamente tenían identidades fuertes, al igual que los hutus y los tutsis en Ruanda, lo que no fue parte de la solución, sino del problema.
Existe también el riesgo de que la política identitaria reemplace –o debilite fuertemente– la necesidad de justicia económica. Es evidente que muchas injusticias son tanto económicas como identitarias. No es coincidencia que las personas de descendencia africana en Estados Unidos o las poblaciones indígenas en América Latina, se encuentren entre los grupos de mayor pobreza.
No obstante, hay veces en que la discriminación no se basa en la identidad sino en la clase social (Karl Marx no está completamente muerto). En otros casos, el fracaso económico no discrimina. Un crecimiento económico lento puede mantener bajas todas las remuneraciones. Los colapsos que siguen a las burbujas financieras causan desempleo y sufrimiento entre personas de todas las etnias y géneros. Si el foco en la identidad nos lleva a dejar de prestarle atención a la economía, todos sufrimos.
Otro problema, como lo ha señalado Ricardo Hausmann, reside en que el conocimiento necesario para hacer que crezca una economía moderna, no se encuentra en libros de texto, sino al interior de individuos. Y si a estos se los ahuyenta porque su identidad es diferente, ciertamente lo que sufre es la prosperidad económica.
Esto es lo que ha conseguido el chavismo en Venezuela: tras que se despidiera o exiliara a los ingenieros que manejaban la empresa estatal de petróleo, la producción petrolera colapsó, arrastrando consigo a toda la economía venezolana. Y la lección no es nueva: Robert Mugabe hizo algo parecido en Zimbabue, con consecuencias igualmente catastróficas.
El peligro más grande reside en que las identidades pueden manipularse para obtener ventajas políticas. Eso es precisamente lo que hacen los populistas. Las identidades no son fijas, como tampoco lo son las reglas de conducta que ellas conllevan.
Se puede ser un patriota acérrimo sin detestar a los ciudadanos de un país vecino. Sin embargo, en la historia abundan los ejemplos de líderes carismáticos que avivan el tóxico fuego del chauvinismo. Cada vez que el presidente de Bolivia, Evo Morales, enfrenta algún problema político interno, emite una proclama contra Chile, lo que parece haberle dado resultados: lleva 12 años en el poder y, según dice la prensa, se postulará a un cuarto período en 2019.
Políticos como Nelson Mandela y Barack Obama son admirados, y con razón, por haber practicado una política y un lenguaje de la inclusión. Todos –blancos y negros, ricos y pobres– tenían cabida en las grandes carpas que erigieron. Sin embargo, hoy parecen llevar la delantera quienes practican la retórica de la división: el muro de Donald Trump y las fronteras cerradas de Viktor Orbán atraen a gran número de votantes.
Afortunadamente, esto no es lo único que atrae votos. Los demócratas liberales creen en el nosotros común de los ciudadanos que tienen los mismos derechos. El desafío está en construir una identidad compartida centrada en estos valores liberales, y demostrar que estamos orgullosos de nuestros países precisamente porque ellos encarnan dichos valores. Esto es lo que han logrado tan bien el Primer Ministro Justin Trudeau en Canadá y el Presidente Emmanuel Macron en Francia.
Ese nosotros común más amplio puede ayudar no solo en el ámbito electoral, sino también en el económico. Las sociedades abiertas educan o atraen a individuos que tienen variados y valiosos tipos de conocimiento y, al hacerlo, prosperan. El pluralismo es la solución al problema de Hausmann. No es coincidencia que las ciudades tolerantes y diversas, como San Francisco y Nueva York, también tengan algunos de los ingresos más altos del mundo.
Entonces, en realidad existe una política identitaria liberal. Y puede ser muy efectiva. Es hora de que más líderes comiencen a practicarla.
*Andrés Velasco, exministro de Hacienda de Chile, es autor de numerosos libros y artículos sobre economía internacional y desarrollo. Ha sido catedrático de la Universidad de Harvard, de la Universidad de Columbia y de New York University. Copyright: Project Syndicate, 2018.