20 de julio 2018
El virulento ataque que este 19 de julio lanzó el comandante Daniel Ortega contra los obispos de la Conferencia Episcopal de la iglesia católica, pretende ser la última estocada para descarrilar la esperanza del país en el Diálogo Nacional, pero está destinado al más rotundo fracaso. Los obispos han expresado que no abandonarán su misión profética al lado del pueblo masacrado, como testigos y mediadores en el Diálogo para facilitar una solución política pacífica, a pesar de las provocaciones del régimen y los ataques contra los templos de la iglesia y contra ellos mismos. Esa es la principal garantía de que a pesar de Ortega, el Diálogo prevalecerá y los obispos nunca le dejarán el espacio vacío para que los sustituya con su maquinaria incondicional de manipulación política.
Pero la amenaza de máxima gravedad contra los obispos, también reclama una respuesta de máxima solidaridad, una reacción contundente del pueblo de Nicaragua, católicos y no católicos, estudiantes universitarios, campesinos, trabajadores, sectores medios, productores, comerciantes, y empresarios. Nadie puede permanecer impasible ante la crueldad de este ataque y la peligrosidad de esta amenaza, y es la hora de expresar el respaldo a los obispos y sacerdotes, con todas las fuerzas de la nación, de todas las formas posibles.
Ortega habló en la plaza con arrogancia y desprecio, como un General ensoberbecido que recién ha ganado una cruenta campaña militar, cuando todo mundo sabe que sus bandas paramilitares se enfrentaron contra ejércitos inexistentes en La Trinidad, Lóvago, Jinotepe, Diriamba, la Unan Managua, Masaya, y Monimbó. Y desde la cúspide de su ola de terror, después de masacrar, perseguir y capturar a centenares de ciudadanos en su “operación limpieza”, dirigió su embestida final contra los obispos. Los acusó de “golpistas” ante sus partidarios fanatizados en plaza pública, usando una abusiva cadena nacional de televisión, y exhibió como única “prueba” la hoja de ruta de la democratización nacida del Diálogo Nacional, una propuesta que incluye profundas reformas políticas, una limpieza total del sistema electoral, y la celebración de elecciones anticipadas en marzo del próximo año. Es lo mismo que el propio Secretario general de la OEA, Luis Almagro ha demandado, pero Ortega no se atrevió a confrontar a las 21 naciones del continente americano que este miércoles en la OEA aprobaron una resolución que condena la represión estatal, demanda la supresión de los paramilitares, y apoya el Diálogo con la mediación de los obispos, precisamente para que se lleven a cabo elecciones anticipadas lo más pronto posible. En consecuencia, también la comunidad internacional, empezando por el Vaticano, debe salir en defensa de los obispos. Ellos representan la única oportunidad para facilitar el camino hacia la paz en Nicaragua, despejando la amenaza de la guerra civil que Ortega quiere imponer a toda costa. Y aunque el Diálogo Nacional se encuentra herido por la falta de voluntad política del mandatario, es imperativo reforzarlo con el respaldo de garantes internacionales confiables.
Un presidente inhabilitado para seguir gobernando, porque tiene las manos bañadas de sangre con la responsabilidad de más de 280 muertos, no puede dañar la credibilidad de los obispos, ni hacer mella en la integridad moral de la Conferencia Episcopal. Durante los once años de su dictadura institucional, antes que derivara un régimen represivo y sanguinario, Ortega nunca pudo cooptar ni dividir a los obispos. A su servicio incondicional, siempre estuvo el cardenal Miguel Obando y Bravo bendiciendo las políticas del régimen, al extremo que incluso llegó a proclamarlo Prócer Nacional. Pero los obispos nunca se doblegaron. Se preservaron como la reserva moral de la nación, que en estos meses de rebelión cívica han brindado un testimonio de coraje a toda prueba, y de su compromiso cristiano con la verdad y con las víctimas. Desde la arrogancia de un poder mesiánico, que de forma patética presenta a la pareja presidencial como los ungidos de dios, Ortega ha intentado descalificar a los obispos, y lo que hizo fue descalificar su liderazgo como contraparte del Diálogo Nacional y como un eventual actor en la transición política. Su renuncia a la presidencia hoy, es aún más urgente que antes, para facilitar las reformas que conduzcan al establecimiento de la justicia, la democracia y la paz en Nicaragua.