19 de julio 2018
El atabal guerrillero de Monimbó cesó momentáneamente para abrir paso a los chicheros. El grupo “Entre amigos”, con sus instrumentos de aire, marca el compás del cortejo fúnebre de Josué Rafael Palacios Aguilera, un carpintero de 33 años abatido el martes durante el brutal asedio contra Masaya de grupos paramilitares leales a Daniel Ortega. Al ritmo apesadumbrado de “Amor eterno”, los dolientes atraviesan las calles de este barrio bravo con la cabeza altiva. Encapuchados, armados y sonrientes, los camisas azules de Ortega apenas reparan en la procesión. Como un ejército de ocupación que enarbola banderas del FSLN, patrullan las calles, juegan baloncesto en la cancha municipal o se echan una siesta despatarrados debajo de los solares de las casas cerradas a cal y canto, con sus vecinos enclaustrados como signo de repudio. Monimbó, corazón de la resistencia, está ocupada militarmente. Y ellos lo celebran con socarronería.
A las nueve de la mañana del miércoles las calles de Monimbó arden a temperaturas de asfixia. Aunque el cielo está encapotado, la humedad golpea como el jab de un boxeador. El barrio parece una zona arrasada por un huracán o un terremoto: las decenas de barricadas que unas semanas antes bloqueaban el acceso a esta mítica población habían sido destruidas por la fuerza de la maquinaria movilizada bajo órdenes de unos hombres encapuchados que se convirtieron, amén de Ortega, en la única autoridad. El pavimento está regado de cristales rotos, signo del enfrentamiento entre los pobladores y los camisas azules. El asedio comenzó a las seis de la mañana y se extendió por siete horas, con centenares de hombres atacando con armas de alto calibre a una población que se defendía con lanza morteros y armas hechizas. Todavía no se sabe el número exacto de muertos, pero CONFIDENCIAL pudo comprobar el entierro de dos hombres jóvenes que se mantenían en las trincheras: Josué, el carpintero, y Erick Antonio Jiménez López, de 34 años, abatido frente a su casa.
Una vez desmontadas las barricadas comenzó la cacería. Los camisas azules del dictador golpeaban a culatazos las puertas de los vecinos considerados rebeldes, críticos con el régimen o activos participantes en las trincheras. Los capturaban y desaparecían. Son parte del botín humano, decenas de personas secuestradas ya por las huestes armadas para ser procesadas o servir, si fuera posible, como intercambio dentro de una futura negociación. Los pocos vecinos que se atrevieron hablar en Monimbó afirman que decenas de personas huyeron de la ciudad, principalmente hombres jóvenes, refugiados en los hermosos páramos humedecidos por lagunas que rodean Masaya. El miedo de ser capturados o asesinados por las fuerzas de ocupación hace que se mantengan ocultos. Quienes se quedaron en Monimbó muestran su repudio encerrándose en sus casas. Puertas y ventanas, todas de alegres colores, permanecen selladas como si se tratara de un pueblo sin vida, abandonado o atacado por la peste.
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Debe ser terrible para los habitantes de esta población aguerrida, con toda una historia de resistencia desde tiempos coloniales, tener que ver sus calles violentadas por unos hombres gordos, de caminar pesado, armados con fusiles y que gritan vivas a Ortega. Uno de ellos es el “Chispa”, que se mantenía en una de las calles del barrio al lado de una camioneta azul en cuya tina habían depositado a “La Niña”, la madre de todos los lanza morteros, uno de los símbolos de la resistencia de barricada de Monimbó. El “Chispa” asegura que los matones al mando del régimen son “el pueblo”, cuyo trabajo es liberar a la población de lo que él considera el asedio de unos “delincuentes” que obstinadamente obstruían el derecho a la libre circulación. “Apoyamos al Gobierno”, dice, “y cualquier indicio de guerra lo vamos a neutralizar”.
Para este hombre de cejas tupidas y labios gruesos, que oculta el rostro en un pasamontañas, quienes levantaron las barricadas estaban guiados por “la derecha”, sin apuntar a algún grupo en específico. Esa “derecha”, dijo, a su vez recibía financiamiento de Estados Unidos y con esa plata se pagaba a narcos colombianos y mareros salvadoreños para guiar a los pobladores rebeldes de Monimbó. Las únicas armas de guerra, sin embargo, las tienen ellos, los camisas azules, que se rehúsan a explicar quiénes se las entregan. “No matamos gente, solo los capturamos y entregamos a la Policía”, dice uno de los encapuchados que rodeaban a “Chispa”, que carga en el cuello una gruesa cadena con una Estrella de David. Es la admisión de que se mueven con impunidad y bajo la protección de una institución de la que Ortega es el jefe supremo.
Estos camisas azules, centenares apostados en Monimbó, alegan que son “trabajadores, obreros”, propietarios de pequeños negocios como pizzerías, que se vieron “obligados” a asaltar poblaciones indefensas porque “el país estaba bajo sitio”. Dicen que su “objetivo” es la paz. “Este es el último reducto que había y ya lo liberamos”, asegura otro de los encapuchados, al parecer el líder de la tropa, a quien había que pedirle permiso para hacer videos o fotografías. “Vinimos a garantizar el libre tránsito”, dijo el hombre mientras en la placita de Monimbó pasan caravanas de camionetas cargadas con encapuchados con banderas rojinegras y armados que gritan “¡Viva Daniel!”.
El pasado viernes, Ortega fue recibido por ellos en una Masaya que como hoy se encerró tras sus puertas como muestra de repudio. Temeroso de ese rechazo, Ortega dio su discurso en el cuartel policial de la localidad, arropado por el jefe de la Policía de Masaya, el comisionado Ramón Avellán, el hombre que durante semanas estuvo asediado en ese mismo cuartel por la población que le pedía su rendición. Ortega saludó a Avellán de forma fraternal y le agradeció que limpiara la ciudad para que él pudiera llegar como conquistador. El dictador se fotografió con los encapuchados, policías y paramilitares sin distinción, y les dedicó un breve discurso, mientras a su lado su esposa Rosario Murillo lucía nerviosa, el rostro descompuesto mientras miraba hacia arriba, de un lado a otro, visiblemente temerosa. “La gente ya se siente libre”, dice “Chispa”. “Con esta limpieza la gente ya pierde el miedo”, agrega. “La movilización es permanente”. Es decir, ellos se quedarán ocupando la ciudad para evitar que se levanten nuevamente las barricadas.
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A pesar de la ocupación militar, los habitantes de Masaya dicen que están dispuestos a resistir. Ramiro, un joven que ha sufrido las semanas de asedio de las huestes de Ortega, dice que en la localidad la gente "prefiere prevenir muertes" antes de mantener un enfrentamiento desigual con estos hombres encapuchados. "Muchos chavalos de Monimbó se fueron porque no quieren morir, pero miedo no hay. La guerra no es equitativa, los chavalos pelean con morteros, armas hechizas, jamás van a ganarle a las armas que andan ellos", dice el joven en referencia a los paramilitares.
Para Ramiro la gente resiste, ya no con barricadas, sino con el repudio a las fuerzas de ocupación orteguistas. Ellos, dicen, se las ingeniarán para encontrar otras formas de resistencia contra el régimen, pero Masaya, y especialmente Monimbó, no se doblegan. "Igual que el resto de la ciudad se resguarda para luego no lamentarse. Cuando pasan las caravanas con policías y paramilitares hay muchos se que quedan afuera y no se meten para no demostrar miedo. Masaya y Monimbó resisten", dice el joven.
Jairo, un técnico de electrónica de 39 años, es uno de los pocos vecinos de Monimbó que abrió las puertas de su casa el miércoles. Sentado en la acera mientras trabaja con un aparato eléctrico, califica de “zanganada” el atrincheramiento de la ciudad y celebra que los camisas azules hayan llegado a derribar las barricadas. “Tenían secuestrado a todo el barrio”, dice el hombre. “Ahora ya podemos trabajar tranquilos, porque esos no nos dejaban trabajar”. Asegura que no tiene simpatías partidarias por nadie, pero muestra rabia contra quienes protestaban contra Ortega en Monimbó. Es el signo de las diferencias que hieren a este vecindario célebre por su música, sus bailes y artesanía. “Nos tiraban bombas de contacto por el simple hecho de no pensar como ellos. Tenían armas hechizas y nos amenazaban. Aquí uno tenía que estar callado. Es una zanganada lo que hicieron”.
Este técnico muestra también su rechazo al Diálogo Nacional convocado por la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN) en el que se pretende encontrar una salida a la crisis que vive el país. Sus ojos brillan al hablar de los obispos, contra quienes siente un profundo rechazo que no esconde. “No quiero volver a saber nada de un sacerdote”, afirma rotundo. “Antes era católico, pero sé que debajo de esas sotanas hay hombres malos. En mi vida volveré a ser católico. ¡Esos son unos sinvergüenzas!”
Aunque Jairo afirma no tener simpatías partidarias es la muestra viviente de que el discurso de odio labrado con esmero por Rosario Murillo también cala en un segmento de la población. Ella, que mantiene el control del contenido de por lo menos cinco canales de televisión abierta y varias radioemisoras, entre rezos y alocuciones religiosas todos los días descalifica con rabia a los cientos de miles de nicaragüenses que exigen el fin del régimen. Los ha catalogado de “vandálicos”, “plagas”, “delincuentes”, “vampiros”, “terroristas”, “golpistas” y “diabólicos”. “¡No pasarán! –dijo la mujer del comandante el 16 de julio–, los diabólicos no podrán nunca gobernar Nicaragua”.
Dos días después, en la desolada Monimbó, un grupo de personas sepulta a uno de esos “diabólicos”. El cortejo fúnebre de Josué Rafael Palacios Aguilera, un carpintero de 33 años abatido el martes durante el brutal asedio contra Masaya, avanzaba al son de los instrumentos de aire de “Entre amigos”, un grupo de chicheros que lo despide al ritmo de “Amor eterno”, la lacrimógena canción de Juan Gabriel. Encabezando el cortejo va su esposa, Roxana, y su padre, José Ariel Palacios, de 54 años y también carpintero. La mujer, morena, delgada, bajita, apenas podía hablar, pero José no quería quedarse callado. Contó que su hijo murió de un disparo en el estómago, desangrado, porque a los familiares se les impidió por horas, primero socorrerlo y después recoger el cuerpo del muchacho, que deja en la orfandad a tres niños de diez, siete y un año de edad. José, quien en su juventud también combatió en las barricadas de Monimbó contra el somocismo, dijo que sentía “repelo” al ver a los encapuchados de Ortega tomándose su localidad.
El cortejo avanza por las calles vacías de Monimbó, con “Entre amigos” marcando el paso, mientras decenas de encapuchados armados con fusiles haraganean en las aceras o juegan baloncesto en la cancha municipal. Los familiares del joven carpintero Palacios tuvieron que soportar la ignominia de pasar a la par de estos matones, pero sin bajar la cabeza ni voltearlos a ver. José Ariel Palacios dice que el corazón le late con furia. “Quisiera tener un arma y matarlos a todos”, asegura. “Quiero que Daniel Ortega se vaya y no siga ensangrentado a mi pueblo”, dice. La sangre seguirá corriendo por Monimbó, advierte, hasta que Ortega decida dejar la Presidencia. ¿Se doblegará este pueblo? “No”, responde. El atabal guerrillero volverá a sonar en la aguerrida Monimbó.