23 de junio 2018
Daniel Ortega en su pequeñez de miras no alcanza a ver que la raíz de la libertad es más poderosa que cualquier régimen por represivo que sea. Convicto de ese mal de ojos y de mente, perdió el demos y perdió el cratos. Sólo que los dictadores porfían en no darse cuenta, hasta que caen.
A la par de la presión social cívica, acompañada por la diplomacia internacional, se le ha venido armando al régimen, a un costo altísimo de sangre del pueblo, un expediente como Estado terrorista. Y si el Departamento de Estado (si el diálogo falla, si la diplomacia falla) resuelve ingresar a Nicaragua en la lista de Estados terroristas, el Ejército ya no podrá mantener la mentada neutralidad sin jugarse el pellejo institucional.
En ese contexto, el sentido del diálogo político no es otro que cambiar la estructura terrorista del Estado: la prolongación dantesca del orteguismo y el genocidio como macabra cortina de humo de su debilidad.
Ortega necesita entender el Diálogo como una escalera para bajarse. Esa es la regla básica del juego de poder en que está trancado y no hallará mejores incentivos; los costos de no tranzar están contundentemente en su contra. Debe hacerlo antes de que salga ese tren que ya está pitando con estridencia. Las posibilidades del diálogo no son someras y sin potencial; la alternativa, en cambio, sería aplastante para todo el círculo orteguista. Si Ortega no se apea por la escalera del diálogo, su caída se dará de todas formas, y será estrepitosa.