10 de junio 2018
La bandera de Nicaragua se mueve al compás del viento. La rama de un árbol funciona como asta improvisada y su base es una barricada formada por cientos de adoquines. En Masaya estos muros están por todos lados, en cada barrio, en cada cuadra. Forman parte de la resistencia de un pueblo que quiere liberarse de la dictadura del presidente Daniel Ortega.
Los masayas se caracterizan por su amabilidad, por su calidez y sobre todo por su organización. Hay otras particularidades, pero de esas hablaremos más adelante. Durante las fiestas patronales en honor a San Jerónimo, se forman comités que se encargan de cada aspecto de las actividades del santo. “Somos bien unidos”, me dice Francis Montenegro, comunicadora y habitante de Monimbó, un pueblo indígena que antes del 19 de abril, apoyaba a ciegas al comandante Ortega. Hoy, en esas calles, lo detestan.
Francis es sandinista. No ha dejado de serlo. Nunca dejará de serlo. Sin embargo, no compagina más con Ortega y su séquito. En el pasado les tocó a sus padres apoyar la rebelión sandinista contra la dictadura de Anastasio Somoza. En el presente, es ella quien se ha sumergido en la resistencia ciudadana de Masaya, que empezó el pasado 19 de abril y que ha dejado hasta la fecha (en toda Nicaragua) más de 130 muertos y miles de heridos.
“No puedo quedarme en mi casa. No puedo dejar a mi pueblo solo”, dice Francis mientras me acompaña en un recorrido completo por la ciudad, para conocer de primera mano la organización del pueblo y los ciudadanos, frente a los ataques de las fuerzas policiales y para militares del presidente Daniel Ortega.
El origen de las autodefensas
A Masaya la conocen como la ciudad de “Las Flores”. Una de las versiones del origen de este nombre pertenece al escritor masayense Ernesto Mejía. En su cuaderno “Taller de San Lucas”, relata que la Baronesa de Wilson estuvo en Nicaragua en 1889 y quedó impresionada por las cortinas de flores de mayo que tenían los templos.
De los templos, las cortinas y esa paz de aquel momento, hoy no queda nada. Contrario a eso existen más de doscientas barricadas que han sido levantadas por los pobladores de cada barrio. Las murallas son la principal defensa del pueblo contra las fuerzas represoras.
El pasado primero de junio, después de ser víctimas de saqueos y robos, los ciudadanos se reunieron en el parque central para formar grupos de autodefensas por cada barrio y cuadra. El objetivo era defenderse de las turbas que robaban bajo el amparo de la “Policía de Masaya”. Esa noche no se reportó ningún incidente, sin embargo, la decisión de los masayas alborotó a los agentes.
A la mañana siguiente varias camionetas de antimotines y paramilitares, dispararon contra las personas que estaban cuidando en las barricadas. El resultado fue un muerto y doce detenidos. Ese fin de semana ha sido el más violento: en total fueron asesinadas 10 personas.
“Las barricadas sirven de puestos de vigilancia para evitar que las turbas sandinistas saqueen los negocios y las casas. Fíjese que después de que hicimos los grupos, no ha habido más saqueo”, me cuenta un ciudadano que resguarda uno de los muchos puntos en Masaya. Por seguridad, pide que no divulguemos su nombre ni su puesto.
En una de las calles del barrio Monimbó hay cinco barricadas. Unos ocho jóvenes se encargan de la vigilancia. Dicen que ellos solo cuidan en el día. En la noche lo hacen otros. No se mueven ni para comer. La solidaridad de los masayas es tan grande, que les llegan a dejar la comida y el cafecito de la tarde.
“Aquí comemos lo que nos da la gente. No andamos pidiendo gusto. Es lo poco que hay”, refiere Lesther García, quien luego de platicar su experiencia, recibirá un paquete de suministros enviado desde la Iglesia Magdalena, uno de los tres puntos de acopio de donaciones que han llegado desde Managua y otros departamentos.
Pedro Pablo Abelardo, párroco de la Iglesia Magdalena es el encargado de coordinar la entrega de los paquetes. La sala de reuniones que había en su parroquia ahora sirve de acopio. En esas cuatro paredes hay granos básicos, sopas instantáneas, papel higiénico, azúcar, café, cereal, cebollas y papas.
“Nosotros vamos por cada una de las barricadas, al menos las que están aquí en Monimbó, y les vamos dejando su paquete. La orientación que tenemos es abastecer a esos grupos, por el momento. Todo viene de la Catedral de Managua”, dice el padre Abelardo.
La distribución de la provisión se hace una vez que se levantan los datos de los responsables de cada barricada y de los acompañantes que están en el lugar. De eso se encargan tres miembros de la iglesia, que con papel y lapicero, anotan todo lo que entregan.
Los más avispados cocinan en el mismo lugar donde está la barricada. “Estamos haciendo una sopa de frijoles con chicharrón, si quieren pasan al regreso para darles”, refiere uno de los integrantes de estos grupos de autodefensa.
Durante las noches las personas que cuidan las barricadas se comunican con silbatos o morteros. Si el explosivo lo dirigen hacia arriba, es solo una señal de que están despiertos. Si el mortero estalla cerca de las trincheras, significa que hay un ataque.
“Las barricadas también funcionan para cubrirse de las balas que disparan los antimotines”, dice Francis. Sin embargo, no existe certeza de que sean del todo seguras. Lo más complicado de estar en una trinchera es el riesgo de que en una moto lleguen dos fulanos a dispararte. O que en el peor de los casos, un francotirador de destroce parte de la cabeza, así de literal.
Chabelo, siempre de frente
“Mi hermano murió en su ley”, afirma Centurión. “Decía que si tenía que morir por su pueblo, lo iba a hacer”, continúa.
Centurión es hermano de Jorge Zepeda, el último joven asesinado (hasta ahora) en Masaya. Recién se despidió de su hermano, en el Cementerio El Zapote, en Monimbó. Aceptó hablar bajo la condición de cubrir su rostro y no dar su verdadero nombre. “No tengo miedo. Es solo por seguridad”, asegura.
Su hermano fue asesinado en el mismo sitio en el que han caído al menos dos personas más. “Dicen que en esa zona hay un francotirador”, expresa. El joven murió en la barricada que está ubicada en la calle que da hacia las oficinas del Banpro. Ahí, por donde también está la Cruz Roja.
Murió a sus 31 años. Murió en su ley. Nunca le gustó estar atrás, siempre iba al frente, hasta para contraatacar desde las barricadas a los antimotines y paramilitares. Ese miércoles siete de junio, a las dos de la tarde, mientras aguardaba detrás de la barricada, un mortero lo aturdió.
Sus amigos de lucha le dijeron “Chabelo, chabelo, regresate”. Pero Zepeda no hizo caso. Su objetivo era preparar el mortero y lanzarlo hacia los antimotines. Nuevamente le advirtieron que saliera, pero poca importancia le dio. En esa barricada, todos estaban expuestos, y él lo sabía.
Alistó el lanzamortero, echó el mortero y levantó la cabeza. Fatal decisión. Un disparo le desbarató parte del cráneo. Cayó de inmediato, y murió rápido. Sin dolor. Aún con temor sus compañeros, en medio del llanto y el dolor, lo arrastraron hasta un lugar “seguro”. Ya no había nada que hacer.
Centurión relató todo lo que pasó con mucho dolor. Le parece increíble que mientras él atendió a varios antimotines en un puesto de salud, a su hermano, lo mataron sin asco. “No fue un disparo a la pierna, fue a la cabeza”, dice.
Zepeda había sido herido tres días antes en otro enfrentamiento. Estuvo interno en el hospital, pero decidió salir a las calles a pesar del riesgo que representaba luchar, así, con un balín en su abdomen y otro en su pierna.
“A él no le importó. Era un chavalo que iba siempre al frente. Recuerdo cuando todo empezó, que llegó a la casa diciendo que les estaban pegando a los viejitos, eso fue el 19 de abril. Solo nos avisó y salió. Murió en su ley”, afirma Centurión.
A pesar de la pérdida de su hermano, Centurión dice que seguirá atendiendo en los puestos médicos. Sabe que los ataques van a continuar y su compromiso, al igual que el de su hermano, es seguir apoyando a los muchachos que están en la línea de batalla, que solo se defienden con piedras y morteros.
Los morteros: la otra defensa
A la par de cada barricada, hay un tarrito que dice “ayuda para morteros”. El recipiente está sobre algunos adoquines y tiene 120 córdobas. De moneda en moneda o billete en billete, los ciudadanos que resguardan los puntos de vigilancia, esperan pacientemente hasta reunir 640 córdobas.
“La docena de morteros vale 320, pero nosotros vamos a comprar cuando recogemos para dos docenas”, dice Luis Alberto Rivera.
Cuando le pregunto dónde compran los morteros, duda en contestar. Voltea a ver a los demás compañeros y responde francamente que “eso no te lo puedo decir. Pero seguimos haciéndolos porque es nuestra única arma”.
Hay morteros de diferentes tamaños. De media libra, de una, de dos, y de cinco. A este último lo bautizaron como “la niña”. Es más grande que los demás. El lanzamortero que ocupan para lanzar este explosivo, también supera en tamaño a los otros.
“Todos los morteros ya existían. Los usábamos en las fiestas de San Jerónimo. Lo que pasa es que ahora les pusimos esas ‘patas de gallina’, para sostenerlo mejor y dirigirlos”, menciona Rivera.
Para llegar a los puestos que venden los morteros se camina mucho. Se cruzan bastantes barricadas y se debe ser bien sigiloso. “El pueblo cuida al pueblo”, dice Rivera, quien confiesa que muy pocos conocen el lugar exacto donde venden los explosivos.
Esta vez no podremos visitar el lugar. “Es que es peligroso, no nos podemos exponer”, sentencia. Otro muchacho, de los que acompañan a Rivera, se acerca y me dice que “para en otra”. Toca conformarse con verlos explotar uno para que el fotógrafo tome la foto.
El trabajo en los puestos médicos
Gabriela Hernández es voluntaria en uno de los cuatro puestos médicos que hay en Masaya. Cada uno de estos puntos se encuentra estratégicamente ubicado para recibir a los heridos que resultan de los enfrentamientos entre los dos bandos: antimotines-paramilitares y ciudadanos.
Ha visto pasar buena cantidad de heridos. También algunos muertos. Es un trabajo no remunerado que requiere de mucho tiempo. En cada enfrentamiento el número de lesionados es alto. Doctores, estudiantes de medicina y voluntarios atienden en la ciudad.
En el puesto médico en el que está Gabriela hay dos camillas. También una mesa en el que están los insumos médicos básicos para realizar atención primaria a los heridos. Hay suero, alcohol, gazas, vendas y la imagen de una virgen en la parte superior de la pared.
Durante nuestra visita todo está tranquilo, no llegó ningún herido. Sin embargo, cuando hay enfrentamientos el movimiento dentro del puesto es innegable. Un doctor, que dirige a los voluntarios, afirma que atienden a cualquier persona, aunque sea antimotín o paramilitar.
“Nosotros estamos trabajando abiertos para todas las personas. Independientemente si es del lado del pueblo, de los muchachos, o de la policía, porque hemos tenido atención a la Policía. Estamos abiertos, incluso a la población, los centros de salud están cerrados. En los momentos de las crisis, los heridos de bala, los heridos de mortero, charneles, fracturas por las mismas balas”, expresa.
El doctor es modesto. Dice que el mérito no es suyo, sino de los 17 voluntarios, que en su mayoría son jóvenes que no sobrepasan los 25 años. Ellos están cerca de las zonas de batalla atendiendo, incluso a sabiendas de que están arriesgando su vida por alguna bala perdida.
“Eso ha despertado la consciencia de muchos médicos, incluyéndome a mí, que decidimos apoyar. Porque era injusto ver como estos jóvenes con pocos conocimientos médicos se atrevieron a atender a este tipo de personas que necesitaban. Ellos mismos son los que han venido formando este puesto médico. Ellos con la donación del pueblo, de la misma ciudad, de otros municipios, que han dado suministros médicos, aunque contamos con lo básico”, explica el doctor.
Los puestos médicos son abastecidos desde otro punto. Desde una casa donde está “El Panda”. Un joven de veintitantos años cuyo trabajo es recoger las medicinas, almacenarlas en un lugar seguro, y estar presto al momento que se necesite algo.
“El Panda” tiene todo bien ordenado. En un lado el suero, en otro las mascarillas, los antibióticos. Tiene otra bodega donde están los productos que necesitan refrigeración. Y en otro sitio, más medicinas. “Es por si nos quieren robar aquí”, asegura.
“Nosotros estamos recibiendo medicamentos que la misma población ha dado de manera voluntaria, pero tenemos personas que nos piden de manera específica de las necesidades primarias y nosotros les mandamos una lista. Más que todo en material de reposición, de curación y en lo que son heridas graves y heridas que no son de tanta gravedad. También todo el material de sutura”, asegura.
“El Panda” afirma que están organizados con el personal médico, sin recibir ningún beneficio a cambio. Al servicio de la población. Hacen un radio de cobertura en momentos de enfrentamiento y distribuyen en todos los puestos.
“Entonces nosotros hacemos un sondeo en cada puesto y vemos cuánto personal hay en cada puesto médico y a la misma vez las necesidades básicas que tienen para prestar atención y también proveerles la alimentación”, expresa.
La charla con “El Panda”, no va a durar mucho. Debe salir y entregar más insumos. Si bien no hay ataques en este momento, no puede dejar que ningún medicamento se quede sin entregar.
Los “saludos” para Avellán
El masaya es bien bullicioso. Por todo celebra. Le gusta la burla, la fiesta. En medio de la crisis no se desanima. No deja de reír, de bromear, de bailar. Le gusta ir de frente, y si es “jodiendo”, mejor. El jefe de la Policía de Masaya, Ramón Avellán, lo sabe mejor que nadie.
Avellán y sus oficiales (al menos 20 dicen los ciudadanos), han permanecido más de diez días acuartelados. La delegación policial está rodeada de muchas trincheras. Salir, significaría entregarse al pueblo. Ya lo han intentado por la madrugada, pero ni disparando balas, logran caminar fuera de su cuartel.
Desde hace cinco días un grupo de masayas llega por las noches y se ubican cerca de la delegación policial. Llevan consigo parlantes y un megáfono. Son los “saludos al comisionado Avellán”, cuenta Gabriela en medio de risas.
A través de los parlantes suenan las canciones que avivan el ambiente. “Que vivan los estudiantes porque son la levadura…”, se escucha por toda la calle. El grupo grita, se anima, es un acto de rebeldía genuino, de burla contra Avellán y los suyos.
La música sigue de fondo. De pronto uno del grupo comienza con un megáfono: “Comisionado Avellán ¿ya cenaron? ¿Ya durmieron? Pues esta noche como las anteriores no los vamos a dejar dormir hasta que se rindan”.
El grupo se protege detrás de la barricada. Continúan con el megáfono: “Pueden rendirse y el pueblo les va a perdonar la vida. Mañana no van a poder ir a La Colonia (supermercado). Porque los tenemos vigilados. Ortega y Murillo no los llevarán en el avión de Robertito (Rivas)”.
No concentran el asedio desde un solo punto. Rodean la delegación. Tiran un mortero en la calle. Luego suben el volumen de la música. Nuevamente caminan y tiran otro mortero. No dejan dormir a los oficiales.
“Ríndanse, salgan de rodilla que les vamos a perdonar la vida. No somos asesinos como ustedes. Comisionado Avellán, ríndase ante el pueblo de Masaya, ríndase, salga de rodilla. Asesino”, sentencia el mismo hombre que grita a través del megáfono.
Para el comisionado Avellán no hay paz. “Es que él se la robó al pueblo”, afirma Francis. De día los ciudadanos no abandonan las trincheras. De noche se refuerza la seguridad. Los masayas quieren ver rendidos a los oficiales. Solo así se sentirán libres.
Avellán respondió preguntas a los periodistas el pasado cuatro de junio. Fue una conferencia improvisada luego de que el padre Edwin Román, de la iglesia San Miguel, les entregara a unos oficiales que habían sido capturados por la misma población en distintos puntos de la ciudad.
Su rostro estaba cansado, con ojeras pronunciadas. Era otro Avellán, menos fuerte, menos vivo. Contestó cada una de las preguntas, y negó todos los actos de violencia que la población le señala. Luego se despidió de los periodistas y se encerró en su oficina.
Los ciudadanos desconocen cómo es que están haciendo Avellán y sus hombres para comer, para lavar su ropa, para soportar el encierro. En medio del desabastecimiento que sufre la ciudad, la precariedad y los cortes de agua que afectan a la población, los masayas dudan que los oficiales salgan como si nada ha pasado.
Desde fuera de la delegación, las barricadas lucen imponentes. Las personas caminan por las calles colindantes a la estación. No hay ninguna pulpería cerca. Y tampoco una persona que se atreva a llevar comida o provisiones a los oficiales.
Tampoco a las autoridades edilicias han visto en la zona. Francis me responde algunas preguntas.
– ¿Y el alcalde dónde está?
–Tenemos rato de no verlo. Como estaba de subsidio. Dicen que está asumiendo la vice, pero hace veinte días que no salen.
– ¿Y quién está al mando?
– El pueblo. El pueblo.