31 de mayo 2018
Caían uno a uno sobre el pavimento. Uno de ellos frente a su propia madre. Las balas llovían sobre una marea azul y blanca, que marchaba orgullosa de recuperar una ciudad secuestrada por el odio. Uno a uno caían los jóvenes. Poco a poco vamos conociendo sus nombres. Al menos ocho muertos hasta ahora en Managua. Entre ellos Jorge y Edgar, Francisco y Michael, Daniel y Orlando, de apenas 15 años. Es el regalo de Daniel Ortega a las madres. Las de los muertos de abril y las nuevas enlutadas por el odio del Dictador.
¡Qué día tan hermoso hacía el miércoles en la capital! Después de tres días de tormentas que limpiaron las hojas de los árboles, la ciudad florecía con su propia primavera. En la rotonda Jean Paul Genie se reunían centenares de nicaragüenses. Venían con sus banderas azul y blanco, alegres, festivos, en enormes filas, llegaban a homenajear a sus madres y las de los caídos por la violencia del régimen. “¡Qué vivan los estudiantes!”, gritaban. “¡Qué vivan las madres de abril!” La gente se reconocía, se saludaba y abrazaba. Madres con hijos pequeños, abuelas en sillas de rueda. Muchachos jovencísimos tomados de la mano, besándose, cantando. Jóvenes con sus mascotas también vestidas de azul y blanco. ¿Qué mejor celebración después de tanto luto, de tragedia, de odio irracional? Esta vez se cantó el “Ay, Nicaragua, Nicaragüita” con otro tono. No con aquella nostalgia que despierta la célebre letra de los Mejía Godoy, sino con la esperanza que esa preciosa melodía quiso inocular desde un inicio. Pero ahora que ya sos libre, Nicaragüita, yo te quiero mucho más. Porque era la sensación de la libertad recuperada lo que embriagaba a los centenares de miles de nicaragüenses que ayer marcharon pacíficamente por Managua. Una masa gigantesca que bailaba al ritmo de chicheros, que estaba ahí para gritarle un ¡basta! a la Muerte.
Aquí estaba Jessica Rivas, la madre de Jesner, el joven de apenas 16 años asesinado cuando heroicamente intentaba resguardar un supermercado del barrio La Fuente, de la capital, atacado por saqueadores. Rivas señala a la Policía. Asegura que la Policía mató a su muchacho. Fueron varias balas, dijo. Un crimen en la impunidad. Por eso aquí estaba, cargando la foto del joven, con un listón negro en la blusa y un ramo de flores en las manos. “Me duele estar aquí”, dijo. Duele compartir este dolor con estas madres. “¡No es justo lo que nos hizo Daniel Ortega!” La rabia acumulada por más de un mes. El dolor. La indignación. “Si aquí hubiera pena de muerte, eso pidiéramos para él”. Junto a Rivas estaban las otras madres, todas cargando las fotos de sus hijos. Como Alba del Socorro García Vargas, quien lloraba el asesinato de Moroni López, estudiante de Medicina de 22 años, asesinado el 20 de abril en la Catedral Metropolitana, mientras ayudaba a socorrer a los heridos de aquel día brutal. “Siento que estoy como él, muerta”, dijo la mujer, el rostro moreno desfigurado por el dolor, los ojos negros apagados, muestra de su honda tristeza. “Me quitaron un pedazo de mi vida”, asegura la madre, que iba acompañada de uno de sus hijos, de los tres que sobreviven. El muchacho, muy delgado, llevaba una cinta amarrada a la frente con la leyenda ¡Qué vivan los estudiantes! También cargaba la foto del hermano muerto, mientras escuchaba el lamento de su madre. "Vengo a esta marcha representándolo, porque quiero justicia. No quiero que su muerte quede impune. Este fue el regalo que me dieron: ¡cómo me destrozaron! Siento un dolor inmenso”, dijo la madre. El deseo era el mismo: Que se vaya Ortega. Las madres se abrazaban y lloraban y a ellas se acercaban otras mujeres, las que llegaron a marchar con sus hijos. Y el abrazo era demoledor. ¿Cómo se puede soportar tanto dolor?
La gigantesca ola azul y blanco recorrió cuatro kilómetros de la neurálgica Carretera a Masaya. Entre ellos iba el escritor Sergio Ramírez, con una gorra también azul y blanco para protegerse del sol. Se le notaba alegre, contagiado por el sentimiento general de libertad. “Esta es una demostración de fe en el futuro”, dijo. “En Nicaragua, a pesar de la tragedia que hemos vivido y los crímenes masivos que se han cometido, el pueblo tiene fe en que la paz vendrá y la única manera de que venga la paz es la democracia”. Un grupo de muchachas se acercó al Premio Cervantes, me permite una foto, don Sergio, y el escritor paró su marcha para fotografiarse en la calle.
Aquí iba también Vilma Núñez, la incansable defensora de los derechos humanos. ¡Qué alegría!, dijo. A pesar del dolor de sus piernas, del peso de la edad, de haber vivido una y otra vez el horror de un país que repite sus tragedias, ella estaba feliz. La gente se le acercaba para abrazarla, besarla, para fotografiarse con ella. Las muchachas la agasajaban como a una madre. Gracias, le decían. Gracias. Era el reconocimiento a toda una vida dedicada a defender los derechos humanos, de denunciar la brutalidad, de cuestionar la dictadura, la de ayer y la de hoy.
La masa avanzaba hacia la Rotonda Rubén Darío. Cruzaba el Paso a Desnivel de la Centroamérica. Cientos de miles de “minúsculos vandálicos” retando la fuerza del Dictador. Era la mayor demostración pacífica de la historia reciente de Nicaragua. Los capitalinos le quitaron "su" plaza y las calles a Ortega. Lo relegaron a una esquina de la ciudad en la avenida de Bolívar a Chávez, poblada por decenas de arbolatas, el odiado símbolo del poder de su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. En una concentración de empleados públicos reunidos en cinco cuadras, allá, al lado del rostro amarillo de Hugo Chávez, su benefactor, habló el Dictador ante sus partidarios. “Nicaragua no es propiedad privada de nadie”, dijo Ortega. “Nicaragua nos pertenece a todos y aquí nos quedamos todos”, afirmó.
Sus palabras ni siquiera fueron escuchadas en la marcha de las madres. Aquí no interesaban. A las cinco de la tarde, la marcha terminaría frente a la Universidad Centroamericana con un evento cultural. Hablarían una de las madres de abril y un estudiante universitario, con el homenaje final a estas mujeres cuyos hijos ya son vistos como héroes. Para recordarles y recordar que no debía haber un muerto más. “¡Qué se vaya Ortega!”, gritaban. Y las balas sonaron a 100, 200 metros, en el sector de la Universidad Nacional de Ingeniería. Les disparaban desde el Estadio Nacional de Beisbol Dennis Martínez. El Dictador no solo mataba a sus hijos, sino que las amenazaba a ellas. Uno a uno fueron cayendo los heridos sobre el pavimento. Ocho muertos en Managua. Entre ellos Jorge y Edgar, Francisco y Michael, Daniel y Orlando, de apenas 15 años. Las balas tiñeron de sangre el azul y blanco que pedía libertad.
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Sobre el autor
Carlos Salinas Maldonado
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