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El legado de Danilo Aguirre

Cambio de rumbo en Nicaragua: “la tercera es la vencida”, los paradigmas históricos de 1979 y 1990 deben hacernos escarmentar.

Danilo Aguirre, exdirector de El Nuevo Diario, en la que fue su oficina en la redacción. Foto: END.

Erick Aguirre

23 de mayo 2018

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Nicaragua atraviesa por un momento dramático y crucial. Uno de esos momentos que ya se han vuelto cíclicos en nuestra historia, llena de inestabilidad y violencia recurrentes; producto de lo que durante casi dos siglos sus ciudadanos nos hemos negado a reconocer o a poner en práctica: la ausencia y evidente necesidad de construir un Estado Institucional de Derecho que establezca orden y garantice la sujeción estricta a la Ley por parte de quienes asumen el deber y la responsabilidad de gobernar.

El 19 de abril de 2018 es otra de esas fechas que quedarán marcadas en la historia del país como momentos cruciales en los que las mayorías, por combustión espontánea, hacen sentir su voluntad de cambio. Pero los cambios que deben producirse a partir de este 19 de abril no deben ser las mismas farsas o espejismos que, solo para hablar de historia reciente, se produjeron después de julio de 1979 o abril de 1990. Es momento de escarmentar. Es momento de un cambio radical de rumbo para la nación.

En resumen, lo que se ha originado en Nicaragua desde el pasado 19 de abril no es más que una rebeldía cívica generalizada, que ha tenido como elemento protagónico la inusitada, valiente y honesta acción de la juventud y los estudiantes; pero en la que el apoyo de una población animada por este ejemplo generoso ha sido determinante para restablecer la dignidad ciudadana que desde hace once años había venido siendo pisoteada por un proyecto dictatorial familiar y autoritario.


Escribo estas líneas con ayuda de mi hijo Danilo, periodista igual que yo. Ambos somos hijo y nieto, respectivamente, del también periodista y legislador Danilo Aguirre Solís, a quien desde nuestra infancia, adolescencia y aun en la adultez, vimos siempre trabajando y propugnando incansablemente, permanentemente, sin detenerse nunca, por la instauración y consolidación en Nicaragua de un Estado de Derecho.

Durante décadas abogó por un sistema en que el poder y quienes lo ejerzan no puedan evadir el escrutinio público ni ser tentados por la discrecionalidad. Un sistema en el que los gobernantes y quienes ejercen cargos de servicio público se subordinen a las leyes y estén sujetos al control de su acción pública a través de normas jurídicas y por medio de una libre e irrestricta libertad de expresión y de prensa.

Con la edad encima, despojado de lo que fue su permanente trinchera en El Nuevo Diario contra la corrupción, los abusos, arbitrariedades y atropellos de los poderosos, en los últimos años nuestro padre y abuelo fue objeto del escarnio y de una prepotencia desde el poder solo comparable a la que padeció frente al somocismo. Pero nunca abandonó su lucha, y desde los pocos espacios, diariamente amenazados, que encontró en la radio y la televisión, siguió fustigando las arbitrariedades del poder y advirtiendo acerca de la consolidación de un proyecto dictatorial encarnado en la familia Ortega Murillo.

Junto al doctor Alberto Saborío, nuestro padre y abuelo dedicó los últimos años de su vida a predicar entre los jóvenes estudiantes la necesidad de que en Nicaragua funcione un Estado con instituciones democráticas funcionales. Visitaron escuelas, universidades, impartieron charlas y distribuyeron escritos. Alguno de tantos jóvenes que hoy han contribuido a recobrar la dignidad de Nicaragua puede tal vez recordarlos. A mi hijo y a mí nos gusta creer que sus últimos empeños no fueron vanos, y que esta juventud que hoy ha despertado, alguna vez los escuchó clamando en el desierto.

Danilo Aguirre Solís, además de periodista agudo, beligerante y aguerrido, fue también legislador. Uno de los pocos legisladores empeñados en erradicar, a través de leyes claramente redactadas que restringieran la discrecionalidad desde el poder; esa endémica inclinación de nuestra clase política a entronizarse en los cargos públicos y a concebir su acceso a la administración del Estado como la adquisición de una hacienda personal.

Como legislador, nuestro padre y abuelo contribuyó a la preparación de la Constitución Política de 1987, una primera constitución “libre” pero con lastres sectarios que el autoritarismo de los dirigentes del FSLN impusieron. Un intento inacabado de modernización política, malogrado a la larga por el belicismo, la intolerancia, el verticalismo y el amor por el poder que embargó entonces a los nuevos gobernantes.

Pero nuestro padre y abuelo también fue presidente de la Comisión de Justicia de la Asamblea Nacional y participó ardua, activa y beligerantemente en las Reformas Constitucionales de 1995, una vez caídas las máscaras de quienes gobernaron durante la década ochenta. Reformas que constituyeron el más grande esfuerzo que hasta ahora se ha hecho por completar el inacabado proceso de modernización política emprendido antes y socavado por la ambición y la guerra.

En las Reformas Constitucionales de 1995 se contemplaba, entre otras cosas, la no reelección presidencial, la anulación de la concentración desproporcionada del poder Ejecutivo sobre el resto de poderes del Estado, y fortalecer (que quiere decir democratizar) el funcionamiento y el proceso de relaciones entre nuestras instituciones públicas. Todo con el fin de no permitir que volvieran a instaurarse en Nicaragua regímenes autoritarios.

En esas reformas se establecieron estrictas limitaciones al poder Ejecutivo, como una forma de fortalecer el poder autónomo de las instituciones, estableciendo límites al presidente y su posible injerencia en la organización del resto del Estado.

En resumen: una Contraloría y una Fiscalía apartidistas, independientes del Ejecutivo; apoliticidad o no partidización del ejército y la policía; limitaciones al nepotismo en el acceso o ejercicio de cargos públicos, especialmente en el Ejecutivo; entre otras disposiciones constitucionales que pocos años después fueron demolidas por el pacto Alemán-Ortega, otro pacto de caudillos en nuestra historia de autoritarismos, por medio del cual Daniel Ortega pavimentó la vía más factible para su regreso al gobierno.

Desde el 2007, con el triunfo electoral amañado de Ortega, lo que hemos presenciado durante once años ha sido la pulverización de todos los resquicios de institucionalidad que quedaban en el Estado, y la subsecuente reelección ilegal e indefinida del caudillo, ahora con su todopoderosa esposa como acompañante en el Ejecutivo.

En resumen: el proceso de consolidación de un régimen dictatorial familiar que ha manifestado siempre su desprecio por las leyes y que gobierna desde la más absoluta discrecionalidad; sujetando todo a la voluntad personal de una pareja que gobierna, en la práctica, como en una antigua Monarquía.

Algo que Aguirre Solís siempre advirtió con insistencia es que la consolidación de regímenes autoritarios y el divorcio de los gobernantes con las leyes ha derivado siempre en el círculo vicioso mencionado al inicio: los ciclos de violencia que se repiten en nuestra historia cuando la paciencia de la sociedad llega a sus límites; lo cual deviene casi siempre en cambios bruscos o violentos de poder.

Insistía también en que, cuando se han producido esos cambios radicales de poder, lo que ha seguido es el reemplazo de un gobierno autoritario por otro igual o peor.

Pero al referirse a esos cambios se cuidaba ya de hablar de revolución, porque para él la revolución verdadera es la que empodera al pueblo a través de instituciones que garanticen el control de los gobernantes, que garanticen estabilidad y seguridad ciudadana, y que las riquezas producidas en una estabilidad política y social con desarrollo económico pueda ser distribuida de manera que satisfaga y beneficie a la mayor cantidad posible de nicaragüenses.

Por eso este momento dramático que vive Nicaragua es también crucial. Ya en las últimas dos décadas del siglo XX perdimos dos valiosas oportunidades históricas para establecer un sistema estable, en el que la alternancia en el gobierno de las distintas opciones políticas no interrumpa el funcionamiento autónomo de nuestra estructura institucional y los planes consensuados para desarrollar la economía.

Los paradigmas históricos de 1979 y 1990 deben hacernos escarmentar. “La tercera es la vencida”, dice el adagio popular. Por eso creemos que esta es, quizás, nuestra última oportunidad. ¿Oportunidad para qué? Para que la ya inevitable deposición o caída del régimen Ortega-Murillo no se convierta de nuevo en la repetición de ese ciclo nefasto que nos lleve de nuevo a que el control de nuestras vidas sea ejercido arbitrariamente por nuevos grupos de poder con voluntad autoritaria.

Para que, quienes vayan a gobernar en el futuro inmediato, sean verdaderos y legítimos representantes de la voluntad mayoritaria, y que absolutamente toda su acción como funcionarios públicos esté controlada y sujeta a un régimen de Derecho, al funcionamiento independiente de la Legalidad y la Justicia.

Por eso, ante este momento dramático y crucial, surgen interrogantes ante las que debemos reflexionar. Los representantes del gran capital privado, que como todos saben han participado, a espaldas de todo control y a puertas cerradas, del correlato económico-financiero del régimen, han tomado ahora distancia y aprovechando la intervención mediadora de la Iglesia Católica intentan influenciar el rumbo de una posible negociación de los amplios sectores sublevados contra el régimen.

Son esos sectores, principalmente los estudiantes, y no el COSEP ni los partidos políticos legalizados y domesticados por Ortega, quienes deben imponer como punto primordial en cualquier agenda la salida inmediata del gobierno de la pareja Ortega Murillo. Es inconcebible negociar con ellos cualquier punto de agenda para nuestro futuro inmediato. Los nicaragüenses no conciben un futuro político mientras ellos permanezcan en el poder.

¿Qué tipo de estructura o institución pública, tal como están ahora, podría garantizar las demandas de justicia que diariamente se escuchan en las calles? ¿Qué tipo de institución corrupta podría emprender ahora una cruzada de eliminación de la corrupción, de reformas electorales, de investigación del genocidio, de independizar los poderes?

Es iluso, por parte del COSEP, introducir esas demandas como supuestos puntos de agenda para el diálogo. El solo hecho de entablar un diálogo de tal naturaleza significa reconocer la legitimidad de un régimen ilegítimo, corrupto y fraudulento.

La única salida es la dimisión inmediata de la pareja gobernante y la disolución total de su gobierno, para luego concentrar todos los esfuerzos nacionales en un proceso de reestructuración del Estado. Es necesario un gobierno provisional que garantice el proceso de realización de una impostergable Asamblea Constituyente, cuya misión deberá ser establecer el Marco Legal en que habrá de renacer en Nicaragua la Democracia.

* Escritor y periodista nicaragüense.


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