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Estudiantes emplazan a Ortega en el diálogo

Intransigente e indolente, Ortega culpó a los manifestantes del terror que practican sus grupos de choque y ordenó más violencia

Daniel Ortega en su pequeñez de miras no alcanza a ver que la raíz de la libertad es más poderosa que cualquier régimen por represivo que sea. Lea: ¿Para qué sirve el Diálogo Nacional?

Carlos Salinas Maldonado

17 de mayo 2018

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Aquí también estaban los muertos.

Uno a uno fueron apareciendo. Se levantaron valientes de las barricadas, de las plazas, de los parques, de las aceras donde cayeron fulminados por la bala de la dictadura.

Jóvenes, muy jóvenes. El más joven de 15 años. Con su sonrisa franca, contagiosa, aquellos lentes grandes, que le cubrían el rostro todavía infantil, esos ojos tan llenos de luz, de ganas de vivir, de alzar la voz.

Aquí estuvo Alvaro y estuvo Richard. Estuvieron Franco, Carlos, Orlando, Kevin, José, Jesner, Harlington, Marlon, Michael…


Sus nombres salían de la voz de Madelaine Caracas, tan joven ella, y se estrellaban en el rostro de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Como piedras, o como los proyectiles que les segaron la vida.

¡Presente! ¡Presente! ¡Presente! La voz de la joven se quebraba. Y en la sala había un silencio de duelo, sepulcral. Pero allí estaban ellos. Y ellos reían, seguro reían, porque no fueron asesinados en vano. El Dictador no se inmutaba. Su mujer soportada el trago amargo. Pero allí estaban ellos. ¡Presente! ¡Presente! ¡Presente! ¡Presente!

***

A las 9:30 de la mañana del miércoles la caravana del Dictador arribó al Seminario Nuestra Señora de Fátima, de Managua. A pesar de la hora temprana el calor ya sofocaba. Las camisas de los periodistas mostraban el pecho húmedo, las medialunas en las axilas, las gotas que resbalaban por la espalda. Todos corrimos. ¡Viene Ortega! ¡Viene Ortega! Antes de él los policías, patrulla tras patrulla, uniformados, armados, con el rostro cansado y agrio. El sonido de los helicópteros militares. Y luego el Mercedes Benz blindado. Él al volante. Ella a su lado. Saludaban y la gente los saludaba a ellos, pero no como esperaban. ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Se instalaba la mesa del diálogo nacional con la mediación de los obispos de la Conferencia Episcopal. Iba con su agenda preparada. Un guiño a los empresarios. Hay que hablar de economía, de estabilidad, de zonas francas y seguro social. Entró sonriente a la sala. Seguro. Como un capo que sabe que tiene el control al negociar. Se sentó acuerpado por su esposa, por sus ministros, por sus asesores económicos, por sus operadores políticos.

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Dentro se sentía la rabia, la indignación te mordía, el dolor te golpeaba el pecho. Lesther Alemán, de 20 años, fue la voz que soltó la ira por cuatro semanas acumuladas. El joven, muy delgado, moreno, alto, pero con voz de volcán, dijo que aquí estaban los actores de una rebelión pacífica, que aquí estaban los jóvenes que despertaron a una nación, aquí estaban los compañeros, amigos, colegas, camaradas de los jóvenes asesinados por la dictadura. Exigió justicia. Exigió reconocimiento del delito. Exigió que Ortega y Murillo se vayan del poder.

Su voz resonaba potente en los altoparlantes. Estremecía escucharlo. ¿Quién es ese muchacho que le habla cara a cara al Dictador? Él lo escuchaba. Sin expresiones en la cara que delataran repudio, venganza, odio. Es el rostro del cinismo. Del que no siente. Del que ya perdió la compasión. Su mujer, en cambio, estaba descompuesta. Se notaba su incomodidad. Tenía ganas de decir algo. De callarlo. De hablar solo ella. El eterno monólogo que dura ya once años.

En la entrada del Seminario de Fátima, un grupo de mujeres del movimiento feminista le gritaron a Daniel Ortega "¡Asesino!". Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

Lesther calló. El Dictador habló. No, dijo. No. Aquí no hay desaparecidos. Aquí no hay presos. Aquí se marcha con tranquilidad. Frío. Calculador. Cínico. No se limitaba en la burla. Que le dieran la lista, retó, que le mostraran los nombres de los presos, que le dijeran quiénes eran los desaparecidos. Vamos. Digan. Hablen.

Culpó, porque la cobardía no acepta sus propias culpas. Dijo que los manifestantes siembran el terror, que asaltan por la noche, que saquean, que matan policías, que siembran el odio, que tienen armas, que son paramilitares.

Y llegó a mostrar pena por las decenas de palestinos asesinados por la bala militar israelí, pero nada de arrepentimiento por los muertos de aquí. Las balas disparadas por las fuerzas de las que él es Jefe Supremo explotaron en el cuello de Alvaro, a quien, herido de muerte, le dolía respirar.

Alvaro. ¡Presente!

***

El cinismo termina exasperando a cualquiera. Abelardo Mata, secretario de la Conferencia Episcopal, la organización anfitriona de este diálogo, se levantó y con fuerza de huracán le espetó a Ortega que en las calles de Nicaragua se había desatado una revolución. Que sus matones, sus fuerzas paramilitares, los policías, no podían parar esa revolución. Casi 60 muertos. Esta revolución no se detiene con balas, espetó. ¡No es una petición, es una exigencia!, gritó el obispo. ¡Cese ya la represión! ¡Envíe a los policías a sus cuarteles! Dé la orden.

Aquí estaban los obispos, jugándose una carta importante. Saben que un país entero los seguía de frente, paso a paso, pendiente de un resbalón. Saben que confían en ellos. Incluso los ateos. Incluso quienes no comulgan con el catolicismo. Qué riesgo han tomado. Y que valentía también. Ya la Iglesia se ha puesto antes al frente de esto, lo conocen por vivencia. Guatemala. El Salvador. Nicaragua. Nicaragua otra vez. Muertos. Miles de muertos. Sacerdotes acribillados, con el rostro destrozado. Amenazados y ahora desprestigiados desde la propaganda del poder, una carga de odio que dirige Rosario Murillo.

No, dijo el Dictador otra vez.

Y una voz suave, pausada, de catedrático universitario se alzó en el salón. Dijo que el discurso del Dictador era decepcionante. Carlos Tünnermann, gran promulgador de la autonomía universitaria, sentado en la misma línea de la mesa donde estaban los estudiantes, alzó la voz, como uno más de ellos, un joven de 85 años, para recordarle a Ortega que mintió. Porque el Dictador dijo que estaba dispuesto a escuchar a la Iglesia, sus requerimientos. Y los obispos, dijo el maestro, se les dijeron: cese la represión, convocar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, detener a los grupos paramilitares y proteger a los estudiantes y no manipular a los empleados públicos, que estos no sean obligados a salir a las calles a cantar loas al Dictador. Dé la orden, dé la orden, le advirtió Tünnermann.

Ya he dado la orden, respondió. Los policías cuidan las ciudades de los vándalos, protegen los comercios de los saqueos, cuidan a la gente que está aterrorizada. Tienen la orden dada. ¿O acaso podemos permitir que unos cuantos tengan derecho de amar el terror?, cuestionó irónico. No. La Policía se queda. Es la orden.

Monseñor Silvio Báez es considerado una figura importante como mediador del Díalogo Nacional. Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

Monseñor Rolando Álvarez también ha sido otro obispo clave como mediador. En Matagalpa, realizó en medio del conflicto entre paramilitares y civiles una procesión con el Santísimo. Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

Porque la Policía protege, dijo. Pero no a Franco. El joven rapero de 24 años, padre prematuro que con su música soñaba con cambiar el mundo. Quería mover algo dentro del alma de sus pares, acusados de letargo, de estar muy pendientes de su celular. Y lo practicaba con el ejemplo. Marchó en su natal Estelí. Llevaba una botella de agua y la bandera azul y blanco. Alzó las manos, para demostrar que estaba desarmado. Y la Policía lo mató. ¡Bam! Un disparó lo calló para siempre. La Fiscalía de Ortega no quiere entregar a los familiares ni la autopsia del muchacho. 

Franco. ¡Presente!

Porque la Policía garantiza la paz, agregó. Pero no en Matagalpa. Allá encienden el fuego del terror. Requisan a jóvenes. Los golpean. Los matan. Disparan balas perdidas que se meten en las casas, atraviesan las paredes, zumban por la sala, penetran en las habitaciones. ¡Ziiiiiiiis! Se instalan en la barbilla de un bebé. 18 meses. Ortega dijo que era niña, un desliz. Malinformaron al Comandante. El miércoles el niño se aferraba a la vida en un hospital de Matagalpa.

El presidente Daniel Ortega durante su discurso recibió fuertes abucheos. Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

La vicepresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo escuchó la lectura del poema "Canción de Navidad", por el estudiante Víctor Cuadras. Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

Porque la Policía es víctima, dijo. Los culpables de la violencia son otros, los manifestantes que desde hace casi un mes le piden pacíficamente que deje el poder. Los estudiantes. ¡Ah! Los estudiantes. ¡Delincuentes!, les gritó. ¡Paramilitares!, los acusó. Desatan una violencia diabólica, dijo. Tienen armas encerradas en los recintos, están armados allá en la UPOLI. Y desde esa universidad, una joven encapuchada, cansada del asedio paramilitar, le respondía que no, presidente, aquí no hay armas.

****

Le quedaban los empresarios. Era su apuesta del día. No había llegado él a hablar con estudiantes. Tal vez saludar a curas. Pero los empresarios sí lo escucharían. Es la Seguridad Social, es la economía, estúpidos, podemos seguir haciendo política y negocios. Ahí estaba el asesor económico, Bayardo Arce, para explicarlo. Pero no tuvo tiempo de hablar.

Los empresarios dijeron que no. Que ya no es tiempo de números. Hay que rescatar la República, la democracia, el Estado de Derecho. Se distanciaron, lo dejan solo. Evaluar un paro nacional, mencionó uno. Transición, dijo otro. Justicia, reclamó una. Decepción, gritó otro.

Durante la lectura de la lista de los muertos por la joven Madelaine Caracas, estudiantes universitarios lloraron. Foto: Franklin Villavicencio | Confidencial

El Dictador se fue… Salió seguido por los nombres de los muertos, asesinados por la dictadura, que resonaban en el salón, que le golpeaban la cara, que asustaban a su mujer, la mística vicepresidenta.

Alvaro. ¡Presente! Franco. ¡Presente! Marlon. ¡Presente!

Y el salón se desocupó. Hubo abrazos de dolor, de desahogo, de rabia contenida liberada. ¡De triunfo!

Carlos. ¡Presente! Orlando. ¡Presente! Kevin. ¡Presente!

Aquí estuvieron también los muertos. Y no los espantaron las sirenas de las patrullas ni la caravana del dictador.

José. ¡Presente! Jesner. ¡Presente! Harlington. ¡Presente! Marlon. ¡Presente! ¡Presente! ¡Presente!


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