22 de marzo 2018
Hace justo 15 años que dio comienzo uno de los episodios más aciagos de lo que llevamos de siglo: la Guerra de Irak. En los prolegómenos de la guerra, todavía resonaba el eco del célebre editorial de Le Monde tras el 11-S, que proclamaba Nous sommes tous Américains y preveía que Rusia se convertiría en el principal aliado de Estados Unidos. Pero todo cambió drásticamente con la ofensiva del presidente George W. Bush en Irak, que creó un cisma interno en multitud de países, y también a escala global. Vista con perspectiva, hoy sabemos que la Guerra de Irak supuso un auténtico punto de inflexión: el origen de muchos de los actuales males en Oriente Próximo, y el final del período unipolar que se abrió con la caída de la Unión Soviética.
Aunque la invasión de Irak se enmarcó dentro de la “guerra contra el terrorismo”, lo cierto es que ya venía gestándose desde antes del 11-S. En 1998, la organización neoconservadora Project for a New American Century (PNAC) reclamó al presidente Bill Clinton el derrocamiento de Saddam Hussein en Irak. Y en 2000, justo después de que Bush fuese elegido presidente, este aseguró a Clinton que una de sus dos principales prioridades en materia de seguridad era lidiar con Saddam. ¿Qué relación guardan estos acontecimientos? El siguiente dato es ilustrativo: de los 25 firmantes del documento fundacional del PNAC, 10 terminaron ocupando cargos en la Administración Bush. Entre ellos, el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld.
La presunta existencia de armas de destrucción masiva en Irak pronto se convirtió en una obsesión para el Gobierno de Bush. Hace unos años, salió a la luz un informe interno que recibió Rumsfeld en septiembre de 2002 sobre dicha cuestión. El informe, que en aquel momento Rumsfeld no divulgó, contenía una frase demoledora: “no sabemos con ninguna precisión cuánto no sabemos”. Si Estados Unidos hubiese actuado con la prudencia y el rigor que reivindicaba Hans Blix (jefe de la Comisión de Inspección y Verificación de Armamento de la ONU), tal vez se habría evitado mucho sufrimiento en Oriente Próximo.
Aunque nunca sabremos qué habría ocurrido exactamente si Bush se hubiese desmarcado de los postulados del PNAC, la percepción mayoritaria es que la Guerra de Irak generó muchos más problemas de los que resolvió. Destacados políticos estadounidenses que en su día apoyaron la guerra reconocen actualmente que fue una equivocación. En la misma línea se sitúa la opinión pública de Estados Unidos, que ha virado de forma muy notable en estos 15 años. Poco queda ya de ese triunfalista Mission accomplished desplegado en un portaviones durante un discurso de Bush en mayo de 2003. Si en algún momento la misión consistió en liberar a Irak del terror, reconstruir el país e incrementar la seguridad a todos los niveles, el fracaso fue absoluto.
La decisión de intervenir en 2003 fue un despropósito, tanto en el fondo como en la forma, pero el caos que se apoderó de Irak —y del resto de la región— no puede comprenderse sin reparar en otros errores que se cometieron después. Uno de los más importantes fue la llamada “política de desbaazificación”, con la que la Administración Bush se propuso eliminar todo vestigio del régimen neobaazista de Saddam Hussein. Esta política afectó muy especialmente a los suníes que dominaban el aparato político de Saddam, muchos de los cuales ya habían adquirido convicciones religiosas más profundas durante los 90, cuando se produjo una islamización del régimen. Al verse excluidos del proceso de reconstrucción, el sectarismo de estos suníes fue en aumento.
El desmantelamiento del Ejército iraquí fue una de las piedras angulares de la política de desbaazificación. Millares de militares fueron privados de su estatus y fuente de ingresos, lo que propició que muchos de ellos comenzaran a ver con buenos ojos la incipiente insurgencia suní de carácter salafista. Esta insurgencia estaba liderada por “Al Qaeda en Irak” —el embrión del Estado Islámico— y se oponía no solo a la ocupación estadounidense, sino también a quienes eran percibidos como beneficiarios de la misma: principalmente, los chiíes.
Algunos de los antiguos integrantes del Ejército iraquí acabaron como reclusos en las prisiones estadounidenses en Irak, que a menudo incurrían en prácticas abusivas. Esos centros, como Camp Bucca, posibilitaron que exbaazistas y salafistas limaran asperezas, de tal modo que la experiencia militar de los primeros se fusionó con el extremismo ideológico de los segundos. Cuando el Estado Islámico proclamó el Califato en 2014, se calculaba que 17 de sus 25 principales comandantes —entre ellos su líder Abu Bakr Al-Baghdadi— habían pasado por centros de detención entre 2004 y 2011.
En el Gobierno iraquí, el sectarismo (en este caso chií) también hacía estragos. Nouri al-Maliki, que era primer ministro desde 2006, fue reelegido por el Parlamento en 2010 pese a verse superado en los comicios por el chií moderado Ayad Allawi. Las políticas cada vez más personalistas, clientelistas y polarizadoras de Maliki dieron vida al yihadismo salafista, que llevaba un tiempo sufriendo algunas derrotas. La Administración Obama pudo haber facilitado que quien formase Gobierno fuese Allawi, pero renunció a invertir el capital político necesario para contrarrestar las preferencias de Irán, que se decantaba por Maliki. Esta decisión —precursora de la prematura retirada estadounidense de Irak a finales de 2011— dejó vía libre a la insurgencia yihadista, que ya se estaba trasladando a la vecina Siria. El que Estados Unidos volviese a Irak en 2014, y acto seguido interviniese asimismo en Siria, no hizo más que constatar esta trágica realidad.
A día de hoy, tras la ardua batalla librada contra el yihadismo, el Estado Islámico parece estar de capa caída. Sin embargo, si algo deberíamos haber aprendido en estos 15 años es a no ser autocomplacientes. Privar al Estado Islámico de su territorio no eliminará la ideología que lo sustenta; es más, podría incluso afianzarla. Por ese motivo, sería deseable que las elecciones generales iraquíes del próximo mayo cristalicen en un Gobierno con capacidad de consenso, comprometido con la legitimación de las instituciones y la estabilización del país. Estos objetivos requerirán de tender puentes con los kurdos de Irak, abordando la tarea pendiente de encontrarles un encaje satisfactorio.
Otra de las grandes lecciones de la Guerra de Irak es que las intervenciones militares para provocar cambios de régimen tienen todas las papeletas de conducir al desastre, y más cuando no vienen acompañadas de planes sensatos de regeneración institucional. Irak dejó patentes los enormes costes que entraña apartarse unilateralmente de los cauces diplomáticos; unos costes que serían mayores si cabe en el caso de Irán, que ha aprovechado los incontables deslices estadounidenses para incrementar su influencia regional, lo cual preocupa sobremanera a la Administración Trump. Esperemos que Estados Unidos — y en particular Mike Pompeo, que previsiblemente será confirmado como nuevo secretario de Estado — sepa valorar estos costes en su justa medida.
*Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE. Copyright: Project Syndicate, 2018.