18 de marzo 2018
Le dividió el cabello por la mitad y le hizo dos trenzas. Le puso pequeñas flores en el pelo y un vestido nuevo. Ese día, el más triste de su vida, cuando vistió a su madre muerta, Antonia López lloró.
Lloró de rabia. Lloró por los golpes que su mamá había sufrido. Lloró por lo que su padre le hizo: Le encontró una cicatriz en la espalda, otra en la pierna derecha y una más debajo de la quijada. La mano derecha y la pierna izquierda las tenía quebradas. Eran las cicatrices de 50 años de violencia. Más de una vez, Antonia escuchó a su madre hablar de sus cicatrices, pero las miró hasta el día en que preparó su cuerpo. María López murió a los 76 por tuberculosis, nueve años después de separarse de Sergio López, su agresor y padre de sus hijos.
Aunque Sergio no logró asesinarla –lo intentó varias veces– vivir con él fue otro tipo de muerte.
“Una vez la iba a matar mi papá a mi mamá, la echó al suelo y le tenía un machete en el pescuezo y tuvimos valor yo y otra hermana. Una le agarró la punta del machete y la otra el cabo y le dijimos: no papito, no la mate papito, déjela”, recuerda Antonia, hoy de 53 años.
Iba a degollarla y echarla al río. Iba a matarla frente a sus hijos cuando ella le reclamó por una de sus amantes.
La primera vez que le pegó tenían ocho días de casados. Le quebró la mano derecha con un garrote y la siguió golpeando por cinco décadas, lo que duró su matrimonio.
La tiraba al corral y le pegaba, la encerraba en un cuarto y le pegaba, si ella reclamaba le pegaba. Por una de sus golpizas perdió un hijo. “Nosotros veíamos y llorábamos”, cuenta Antonia.
Una vez la obligó a subirse a un farallón y desde allí la empujó. Creyó que había muerto y la dejó tirada. Sus hijos la encontraron con la pierna hecha añicos y apenas respirando.
“Mi mamá era la que tenía que cuidar todo (en la finca), mozos, cocinar, junto con toda la chavalada que éramos nosotros; y él encuartado con otra mujer, salía la otra mujer y él se iba a bañar y ellos platicando juntos y mi mamá como cocinera y criando hijos de él, porque estaba embarazada o criando tiernos. Fuimos 16 (hijos) por todos. Mi mamá más que todo lo hacía por la comida, por la finca, por no vernos sufrir”, lamenta.
Ella quería crecer. Poder defenderla. Lo que Antonia no sabía era que su propia historia de violencia –y supervivencia– años después inspiraría a su madre.
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