En abril de 2016, durante la celebración del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, Raúl Castro no olvidó mencionar que la apertura de la propiedad privada en la isla no significaba en lo absoluto un regreso al capitalismo. Tenía razón. Es la propiedad estatal y los negocios del gobierno los que están garantizando esa vuelta de tuerca. En territorio de neolengua, propiedad privada se traduce como cuentapropismo, un término que desde 2011 –año en que se aprobó la política económica de esa década rocambolesca que va de la entrega del poder político por parte de Fidel Castro hasta su muerte– incluye una larga lista de pequeños y medianos negocios y oficios particulares.
Finalmente en junio de 2017, después de tanto pensárselo, el gobierno decidió reconocer la propiedad jurídica de las empresas privadas, un paso tan temerario que probablemente ni Milton Friedman se hubiese atrevido. No obstante, insistieron en el papel siempre complementario que el cuentapropismo debía jugar dentro del desarrollo económico de un país cuyo producto interno bruto anual apenas crece más de uno o dos ficticios puntos porcentuales y que incluso, tal como sucedió en 2016, puede darse el lujo de entrar en recesión. Se requiere verdadero virtuosismo en el arte de la ineficiencia para que una economía como la cubana siga cayendo, a pesar de que desde diciembre de 2014, después de la apertura de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, el número de turistas extranjeros se haya duplicado de dos millones a cuatro.
Entre los nuevos símbolos de la Cuba poscastrista, cuyo eje rector lo compone una casta tecnócrata de militares reconvertidos en empresarios al mando de sucursales anónimas, destaca el Gran Hotel Manzana Kempinski, inaugurado el pasado año en la antigua Manzana de Gómez, un ecléctico edificio de la República ubicado en el Prado habanero, cerca del Museo de Bellas Artes y del Capitolio, frente al Gran Teatro y al Parque Central, en el fragoroso centro histórico de la ciudad. La noche más barata en una de sus 246 habitaciones alcanza los 440 dólares y la suite presidencial roza los 2500.
La instalación –remodelada con mano de obra india, pues los 1600 dólares de salario mensual que la constructora francesa Bouygues ofrecía a los trabajadores le pareció al gobierno demasiado dinero en manos de un obrero cubano, que seguramente no sabría qué hacer con tanto– cuenta con bares, gimnasios, restaurantes, salón para fumadores de puros y una piscina climatizada en la azotea, desde la que cualquier huésped europeo puede no solo contemplar tranquilamente la destrucción imparable y la abultada miseria de los barrios vecinos, sino también documentarla. Tomar fotos y luego postearlas en Instagram con el filtro adecuado.
El tipo específico de pobreza circundante es necesaria, una que convierta el subdesarrollo crónico, el atraso tecnológico y el folclor orquestado con la mezcla inédita de cultura sonora y gestual caribeña e ideología estalinista en un espacio visualmente seductor y exótico, y que por otra parte, supongo, garantice elementales niveles de seguridad personal, es decir, que la exposición a la infelicidad del extranjero no pase de algún atraco de su billetera en algún lupanar nocturno o de su propia, breve decepción tras comprobar, los más listos, que la cortesía en los servicios y el buen humor de la calle esconde casi siempre un desesperado ejercicio de supervivencia, un señuelo hipócrita, el afán neurótico porque el turista suelte el dinero y se acabe de largar.
¿Cuántas ciudades pueden levantar un hotel de lujo en el corazón del desastre, el guetto en la esquina del pent-house? Ese extraño punto de cocción, aprendido en todas partes, salvo, quizá, en las zonas más rurales del país, es el que define la vida en Cuba. La inyección directa de moneda dura en la gente, y su puesta en circulación de modo paralelo a las estructuras del Estado, garantiza no solo el sostén personal y familiar, sino también, en buena medida, el equilibrio económico y hasta político de ese propio Estado, rígido, obeso.
Con la reforma constitucional de 1992, después de la caída del bloque soviético, Fidel Castro impulsó a regañadientes cierta apertura económica que incluía el desarrollo de la industria del turismo, contratos mixtos con inversionistas extranjeros, el envío de remesas familiares desde la diáspora y la expedición de licencias para ciertos negocios privados, principalmente restaurantes.
Estas medidas no dejaron de parecerle nunca concesiones al capitalismo, males necesarios que autorizó recomiéndose el hígado. Las diferencias adquisitivas que habrían de surgir y, más disparatado aún, entre quiénes habrían de surgir esas diferencias, ya que en los noventa, y hasta hoy, un mesero de hotel en Cuba gana incontables veces más dinero que un médico, terminarían socavando el estatus nacional del que Fidel Castro solía mostrarse particularmente orgulloso: la igualdad social gestionada no a partir de la creación equitativa de riquezas, sino a través de la austeridad colectiva; la repartición por cuotas del sacrificio y la frugalidad.
En ese sentido, después de haber roto el viejo orden, la Revolución cubana se mantuvo treinta años en la línea de despegue. Ya sin las regalías de Moscú, nada resultaba tan peligroso para Fidel Castro como los nuevos cuentapropistas, porque conectaban de manera directa con la gestión autónoma, el empoderamiento ciudadano y el posible fortalecimiento de una escuálida sociedad civil.
Ese convencimiento, a veces planteado de modo más evidente, a veces más tácito, sigue marcando la relación del Estado con el sector privado en Cuba, un vínculo que puede fluctuar entre la aceptación comedida, la desconfianza y el recelo, el asesinato de carácter, la asfixia a través de decretos arbitrarios o la persecución declarada.
La única razón que explica el estado de sitio en que vive el cuentapropismo en la isla es la férrea administración del poder político que ejerce el gobierno y su temor congénito a cualquier vía genuina de democratización social. Resulta extraño colocar en los negocios particulares la carga del renacimiento cívico de un país, pero los hechos en Cuba parecen demostrar que la asociación no es eminentemente forzosa.
A fines de la década del noventa y comienzos de los dos mil, en cuanto tomó una bocanada de oxígeno propiciada en primera instancia por ese mismo paquete de reformas económicas y luego por los generosos subsidios enviados desde la Venezuela chavista, Fidel Castro volvió a apretar el gaznate de los negocios privados, que fueron cayendo o desapareciendo gradualmente, reduciéndose prácticamente a cero.
Aun así, por más que corrieran tiempos de batallas de ideas, revoluciones energéticas y tribunas abiertas, el país no viviría de nuevo otro 1968, año en que la llamada Ofensiva Revolucionaria estatizó hasta las barberías de barrio y sepultó de modo definitivo cualquier rezago de modelo privado y mínimamente burgués en Cuba.
Enrique Nuñez, propietario de La guarida, el restaurante no-estatal más famoso de La Habana, inaugurado en 1996, me contó hace un par de años que las visitas de los inspectores, los controles sorpresivos y el cierre de licencias bajo cualquier excusa imposibilitaban el florecimiento de los negocios particulares, por inofensivos que estos fueren. Si hoy un restaurante puede alcanzar las cincuenta sillas y contratar fuerza de trabajo, en ese entonces no podían pasar de doce, mucho menos contratar a alguien. De alguna manera, hay que reconocerle la lógica a esta relación, porque, en un local de apenas doce sillas, ¿para qué necesitas contratar trabajadores?
Incluso La guarida, el primus inter pares del cuentapropismo cubano, tuvo que cerrar temporalmente en 2009 por reparaciones, pero también para escapar del control gubernamental, hasta que el dique volvió a abrirse.
Cuando visitó el país en marzo de 2016, justo la misma semana en que los Rolling Stones abarrotaron la Ciudad Deportiva en un concierto altamente publicitado, Barack Obama se reunió con un grupo representativo de emprendedores cubanos en una cervecería de la Habana Vieja, frente a la bahía de bolsa de la ciudad.
Ninguna de las otras actividades oficiales, ni la reunión con los principales grupos de la oposición política en la embajada norteamericana, ni la asistencia al partido de béisbol entre los Tampa Bay Rays y una selección local, ni siquiera el habilidoso discurso de reconciliación en el Gran Teatro, parecieron cobrar para el gobierno cubano la importancia vital y estratégica que cobraron los mensajes de genuino apoyo que Obama lanzó al sector privado y la esperanza que cifró en ellos.
En realidad, esta visita aterró al apparatchik comunista, que desde entonces ha desplegado, llamémosle así, una reacción termidoriana con la curiosidad añadida de que, si bien la preservación de un dizque modelo socialista sigue siendo la excusa histórica, ya nadie parece creérselo realmente. Fidel Castro era un tozudo. Su hermano Raúl ha sido un puente. Los herederos de ambos, a su vez, se perfilan o bien como funcionarios e ideólogos grises sin demasiado peso real o bien como mafiosos de cuello blanco, y lo más probable es que ambas corrientes se complementen.
Entre octubre de 2010 y enero de 2015 unos 476 000 personas se sumaron en el país a las filas del cuentapropismo y hoy se cree que rondan las 580 000. La elaboración y venta de alimentos, donde se incluyen los restaurantes privados, cuenta con más de 60 000 licencias otorgadas. El transporte de carga y de pasajeros alcanza las 57 000. Los agentes de telecomunicaciones, es decir, los vendedores de tarjetas prepago para celulares y conexión de wifi pública, suman casi 25 000, y el arrendamiento de viviendas y espacios, la modalidad que probablemente más ha dinamizado la sociedad cubana en los últimos tres años, ronda las 40 000 autorizaciones expedidas.
En junio de 2017, el portal Airbnb publicó que los arrendadores suscritos al servicio habían obtenido en dos años una ganancia de 40 millones de dólares por la renta de casas, habitaciones y apartamentos privados. Lamentablemente ese mismo mes, en un discurso especialmente escrito para la comunidad conservadora de Miami, acostumbrada a que le hablen de política en términos publicitarios, Donald Trump prometió restringir los viajes de los ciudadanos estadounidenses a Cuba, y ya en agosto el gobierno de La Habana cerró la autorización de licencias para varios trabajos por cuenta propia: arrendamientos, restaurantes, gestor de compraventas de viviendas, y más.
En los bajos del Hotel Kempinski, inaugurado en junio por el historiador de La Habana, Eusebio Leal, quien no se ruborizó al declarar que “el hotel Manzana trata de mostrar la Cuba profunda y verdadera, la de la familia”, hay una serie de tiendas exclusivas con artículos de Armani, Lacoste, Montblancy, Versace, relojes Bulgari y cámaras Canon de casi 8 000 dólares. Esta exposición opulenta, desde luego, atrajo a muchos curiosos que durante días se agolparon en las vidrieras de las tiendas, desconcertados con los precios, pensando quién sabe qué.
Que los habaneros no puedan, ni en tres vidas, comprar nada de lo que venden en estos mostradores de nuevo tipo es lo de menos. No se van a morir por eso. Lo grave es que las ganancias que podrían generar los convenios mixtos y las inversiones extranjeras a gran escala parecen destinadas cada día más a expandir la brecha entre los que deben seguir viviendo en socialismo y los que no, y que ninguno de los primeros tiene manera de fiscalizar adónde va ese dinero público, qué se hace con él.
El límite es la frontera de cristal en la tienda del Kempinski. Hay una foto de EFE en que nueve cubanos se agolpan afuera de unos de los locales. Tres niñas, tres mujeres y tres hombres. Estamos a fines de abril. Hay negros, blancas y mulatas. Ellos toman fotos hacia adentro y alguien desde adentro los toma a ellos. Es un error suponer que esa tienda no es Cuba, que es una anomalía, una rareza o una exclusividad.
Esa tienda, de hecho, ha salido de manera silenciosa a la ciudad y ha comenzado a tragarse todo con la complicidad de los periódicos, de los medios de propaganda y de los políticos de tercera típicos del totalitarismo tardío. He aquí la pregunta que nos conduce al capital. ¿Quién que tenga los ojos abiertos puede decir que el país no es también ese bazar de lujo, y que los cubanos no estamos parados del lado de allá del cristal, sin propiedad en la mano, literalmente fuera de territorio, mirando con asombro un sábado en la mañana cuán caro cuesta todo en el mostrador del socialismo?