5 de febrero 2018
Los hechos no parecen pertenecerle. Ha sido morirse y entrar inmediatamente en la muerte de otro. “¡Viva Fidel Castro Ruz!”, escribió exultante un usuario en los comentarios de la página Cubadebate, como si estuviéramos en noviembre de 2016, luego de que se conociera que Fidel Castro Díaz-Balart, el hijo primogénito y homónimo del líder cubano, se suicidara en la mañana de este jueves 1 de febrero, todavía no se sabe cómo.
Muere el hijo y reviven al padre. O, de la misma manera, lo rematan. Muchos cubanos celebran o desprecian el acontecimiento como si fuera algo más que la muerte de un físico nuclear que no parece haber albergado nunca intenciones de ser otra cosa sino lo que fue, un científico notable, no el heredero primero de un régimen o el dueño directo de un país. Una batalla que, si tuvo intenciones de librar, ya parecía decidida con antelación en favor de algunos de sus medios hermanos y primos nefastos.
Sobre el mal de Cuba, Castro Díaz-Balart no tiene, hasta donde se sepa, responsabilidad mayor, o no más que la de todos los cubanos que hemos decidido no prendernos fuego envueltos en la enseña nacional e inmolarnos trágicamente frente a la estatua de José Martí en la Plaza de la Revolución.
Ha trascendido una información extraoficial, una escena dramática, en la que Fidelito, ya con 68 años pero siempre Fidelito, ya un anciano pero siempre el diminutivo de su padre, se lanza de un piso alto de la Clínica de Seguridad Personal en el reparto Kohly, La Habana, sin que los custodios puedan detenerlo, tres meses después de que intentara ponerse fin con una pistola.
Arrastraba una profunda depresión, nos dice la prensa oficial, en un país donde la prensa nunca dice nada y donde tampoco está permitido sentir otra cosa que no sea un furioso optimismo por el porvenir o un agradecimiento desmedido por la vida que vivimos, un país, después de todo, singularmente extraño, en el que el enjundioso folclor caribeño se amalgama con el entusiasmo programático del comunismo, un haz de felicidad y vigor que asciende en la noche eléctrica del trópico, mientras seguimos alimentando la mayor tasa histórica de suicidios en Latinoamérica, colgados o empastillados, saltando al vacío, volándonos la sien, depositando nuestros cuerpos rotos en el fondo del mar.
El suicidio del hijo mayor de Fidel Castro abre muchas líneas de sentido. La más obvia: uno puede llegar a pensar que su depresión es la depresión de Cuba, por ejemplo, que este es otro signo irrevocable del cambio de una época. En rigor, si alguien hemos sido los cubanos durante sesenta años, si un rol hemos cumplido a cabalidad, es el rol de Fidel Castro Díaz-Balart.
Sus apellidos encapsulaban el cruento campo de batalla entre el régimen que Fidel Castro derrotó y el régimen que impuso, y entre el régimen que Fidel Castro impuso y el exilio que luego intentó infructuosamente derrocarlo. Su madre, Mirta Díaz-Balart, exiliada luego en Madrid, pertenecía a una familia de la alta burguesía habanera durante la dictadura batistiana. Tuvo, Fidelito, tíos congresistas en La Habana, abuelos prominentes, y primos congresistas republicanos en Washington.
En 1959 Edward R. Murrow entrevista a Fidel Castro y Fidelito aparece en cámara. Es una entrevista que en Cuba se ha rodado muchas veces, y asombra, después de todo, comprobar que Fidel tuvo alguna vez un hijo pequeño, que vestía pijamas, que se sentaba en un sofá, cosas de ese tipo. Le da un beso a su hijo, y su hijo se acomoda a su lado con un perro en los brazos. Murrow le pregunta en inglés que cuántos perros tiene en casa y Fidelito le responde que dos.
Es apenas un niño de diez años, bueno como todos los niños de diez años. Se queda callado y espera que le pregunten de nuevo. Nada en él indica, desde luego, que mucho tiempo después va a suicidarse. En ese momento ni siquiera se parece demasiado a su padre. Luego sí va a ser la copia reducida de su padre, pero en ese momento solo tiene los párpados un tanto caídos, la mirada a media asta que siempre tuvo, una mirada soporífera y pacata que también denota, si se quiere, inteligencia, el poder del hastío.
Entonces pasan unos pocos años y ese niño que habla inglés y que dice tener dos perros se va a estudiar a la Unión Soviética con el seudónimo de José Raúl, y lo escoltan y lo vigilan tanto la Seguridad del Estado cubana como la KGB, y se gradúa de Ingeniería Nuclear en la Universidad Lomonosov, en Moscú.
Se vincula al Instituto Kurchatov ruso, especializado en energía atómica. Acumula títulos: máster en Física, doctor en Ciencias Físico-Matemáticas y doctor en Ciencias.
Se casa con la rusa Olga Smirnova, tiene tres hijos, y uno de esos tres hijos adquiere su nombre fantasma, su seudónimo de José Raúl.
En Cuba, en la década del ochenta, Fidelito dirige la construcción de la planta nuclear de Juraguá, y su gestión es, dicen, un absoluto desastre, desfalco, corrupción, malversaciones, aunque a la larga toda la construcción de la planta, inconclusa tras el colapso soviético, sería un desastre de proporciones aún mayores, luego de una inversión de más de mil millones de dólares al sur de Cienfuegos, que ya está al sur de todo.
Ocupa cargos, firma convenios con otros países a nombre de Cuba, ingresa en distintas academias y organismos. Dirige instituciones y es depuesto luego, como en 1992, cuando la prensa anuncia que Fidelito no sigue más al frente de la Secretaría de Asuntos Nucleares, y eso, en realidad, si uno lo mira desde hoy, quiere decir que no sigue más ni Fidelito ni nadie, porque estamos en 1992 y un país que se está muriendo de hambre, como se estaba muriendo de hambre Cuba en ese entonces, no tiene asunto nuclear alguno que tratar. Pero un mes después aparece Fidel Castro y dice que su hijo fue “ineficiente en el desempeño de sus funciones”. Su hijo-instrumento, su hijo como pieza del juego político del hombre de poder que se dice justo.
Ya con la Ley de Reforma Agraria, Fidel había expropiado a su padre Ángel Castro de no sé cuántas caballerías de tierras, y luego había convertido a toda Cuba en Birán. De igual modo, pasado un tiempo, Fidelito vuelve a ocupar cargos en ministerios y cátedras científicas, vuelve a viajar el mundo. Va a España, a Turquía, a Yemen, a Egipto. Estrecha acuerdos bilaterales en la rama científica. Publica monografías y libros, recibe un doctorado Honoris Causa por la Universidad Estatal de Moscú y, lo más fascinante e irónico, hace justo tres años, en febrero de 2015, Fidelito aparece en una selfie en La Habana con Paris Hilton. Una selfie rutilante, ella con iPhone, la imagen que hay que enmarcar, la foto del fin de todo.
Ahí, acompañado también de Naomi Campbell, en el corazón de la noche prostituta de La Habana, de la noche vendida y adulterada de la capital de todos los cubanos, ese hombre ya está inmerso o a punto de embarcarse en la travesía de una profunda depresión. “No es un secreto que en los años de mi adolescencia y primera juventud en Cuba había una situación muy compleja (…), indudablemente tanto él como los otros principales líderes tenían poco contacto. No tenían la posibilidad que tiene un ser humano normal de llegar a la casa tranquilo”, dijo Fidelito sobre su padre, de ahí que en aquel entonces pasara más tiempo con su tío.
En una de las imágenes que han vuelto a reactivarse tras el suicidio, aparecen, en efecto, Fidel Castro y Raúl Castro y Fidel Castro Díaz-Balart en una ventana. Fidel no tiene barba todavía. No es 1959. Fidel mira a algún lugar. Raúl lleva a su sobrino en brazos, y el sobrino también mira afuera y sonríe. Raúl es el único que no mira afuera. Pasan los años y ahora Fidel Castro ya no está, y Raúl tiene 86 y no puede sostener a nadie, no puede sostenerse ni a sí mismo, y hay un tuit raro de estos días donde la prima Mariela Castro sugiere que Fidelito probablemente no pudo soportar la muerte de su padre. Queda entonces Fidelito y la ventana, y ahí está él, si se lanza o no, si se tira al vacío o no, y finalmente se tira.
Publicado originalmente en The Clinic.