9 de enero 2018
En Bolivia marcha triunfante una revolución reivindicadora de las masas indígenas originarias que, en términos históricos, es la primera después de más de 500 años de luchas frustradas, con retrocesos ahogados en sangre y a veces traicionadas. Suficientes motivos para ganar admiración y solidaridad, pero –para los enemigos comunes de nuestros pueblos también es motivo de su odio y de sus ataques, como desde sus ópticas clasistas lo amerita todo proceso revolucionario y progresista.
Evo Morales, por ser el líder indiscutible del exitoso proceso boliviano, comparte ese odio y esos ataques en la misma medida que se ha ganado la admiración y el respeto de la humanidad progresista. No obstante el apoyo, respeto y agradecimiento que su pueblo le ha demostrado a Evo, votando por él en cuatro elecciones y no hay indicios de que no le votará una quinta vez, no es difícil imaginar que aparte de esa aceptación Evo está desestimando las cualidades de sus compañeros de lucha y de la organización partidaria. De paso, crea en la conciencia de esas masas populares la imagen negativa del caudillo insustituible, sin el cual se sentirían desprotegidas.
Eso, es ayudar a estimular en el pueblo el complejo de la dependencia del mesianismo, despertándole antiguos conceptos mágicos atribuidos a los jefes de tribus. En otras palabras, y en términos ideológicos, a la larga puede inducirlo hacia la dependencia y no a la liberación. Lo de menos, sería ofrecerles pretextos a los enemigos internos y externos para, al menos, usar la reelección como arma política en contra del proceso, aunque nunca dejarán de hacerlo por cualquier motivo. Me imagino que Evo trata de hacer una demostración de la voluntad popular y un acto de soberanía nacional, pero los derechos conquistados con toda legitimidad no están garantizados para siempre en un mundo hostil dominado por el imperialismo –en especial nuestro subcontinente— y con una reacción interna que, como en Bolivia, no ha perdido el poder económico ni se resigna el haber perdido el poder político.
Está demostrado –y los nicaragüenses lo sabemos bien— que donde las emotividades y ambiciones de caudillos se imponen sobre el interés colectivo, no hay proceso revolucionario que lo resista, sea por causas externas y las internas, o por la traición. Es que el parentesco entre reelección y autoritarismo es corrosivo; entre autoritarismo y burocratismo hay una hermandad enfermiza; y entre la hermandad y la corrupción se degenera una familiaridad mafiosa. Los nicas, también lo sabemos muy bien… demasiado bien.
Pero no pienso eso con fatalismos ni con miopías blanco y negro, sencillamente, porque –cuando se habla de política— la reelección y la no reelección no son “verdades” bíblicas obligatoriamente acatables. Y la política, tampoco es el padre nuestro, invariable en cualquier época y condiciones, sino la capacidad de actuar creando y recreando situaciones en las cuales la lucha por las transformaciones sociales no se pierdan por miopías, sectarismos y ambiciones personalistas.
Por eso pienso que la reelección no es igual de perjudicial, sino necesaria, cuando se está en medio y en momentos claves de la batalla frente a los enemigos del país, que cuando prevalece una relativa normalidad social. Tampoco debe ser obligatoriamente prohibida solo para parecerle simpático al adversario… y que no te dispare. También en medio de las batallas políticas se puede negociar, pero no para complacer al adversario. Eso, se volvería rendición.
Es el caso de la preanunciada reelección de Nicolás Maduro, en la Venezuela que vive bajo un asedio de veinte años, sin descanso, y dentro del lapso de los últimos cuatro años, los más violentos y generalizados desde el exterior y desde adentro. Exactamente, son los años en que a Maduro le han impedido cumplir su mandato en paz y tranquilidad y no puede dar muestras de retirarse de la batalla. A los sabotajes de todo tipo, le han sumado una campaña mediática de desprestigio personal que, pese a ello, solo ha prendido en el exterior, en una opinión pública a la que le han creado una visión retorcida de la realidad venezolana. En tal situación, la opinión pública internacional ha sido la más perjudicada, pues la han hecho odiar a Maduro, pero durante cuatro años la ha mantenido engañada sobre su “caída”.
Pero eso sería lo menos malo de esta historia de la histeria contra el proceso venezolano, porque, en definitiva, el que no es analfabeto político y se deja engañar, se lo merece, pues a su alcance están muchos otros medios para informarse mejor, y aunque nadie estará obligado a cambiar sus opiniones, las volverá más racional. Pero no tomar la iniciativa de informarse con libertad de criterio, fuera de los libretos el ejército mediático internacional, es cosa de cada quien.
Lo malo, también es relativo: la desinformación, por ejemplo, puede estropear la visión de cierto sector, pero eso no es garantía de éxito para quien la utiliza con fines políticos. Y en Venezuela no resulta mala para quienes conocen su realidad, y no tienen interés económico ni político para hacerse los suecos ni cómplices. Si fuera lo contrario, el pueblo venezolano, en cuatro años, ya hubiera sucumbido si lo que se dice en el exterior todo fuera exactamente lo que ocurre en su país.
En cuatro años bajo el asedio, la violencia interna y el sabotaje a la producción y la distribución han provocado escasez, pero la lucha por paliarla y los programas sociales no se han parado. Cuando aquí un diario publicaba foto de gente “viviendo bajo los puentes” en Caracas, allá se entregaba al pueblo la vivienda ¡un millón 700 mil, y está próxima la entrega de la vivienda número dos millones, de los tres millones de viviendas previstas en el programa Misión Vivienda! No son de cuatro metros cuadrados. Y lo del “puente” y el silencio sobre las viviendas no fue mera coincidencia.
Otros programas sociales, se desarrollan sin parar, pero no caben todos en este comentario, como no caben en la cabeza de muchos, aunque por otros motivos. Hay algo más nuevo que no quieren ver las transnacionales mediáticas: que en medio del asedio, en Venezuela se libra el combate contra la corrupción en el Estado. Y no procesan a los “sancionados” por los yanquis, sino por propia iniciativa y a quienes ejercieron altos cargos en PDVSA, desde la presidencia, y cualquiera sea su cargo actual.
Es el caso, nada menos, que del representante de Venezuela ante las Naciones Unidas y de otros, que están bajo proceso de investigación acusados de corrupción durante ejercieron altos cargos en la empresa más importante del país. Tampoco son “purgas” por contradicciones políticas internas, porque esos señores nunca han expresado opiniones antichavistas ni contra el gobierno que los investiga. Tampoco allá el gobierno se calla ante las “sanciones” yanquis a sus funcionarios, como pasa aquí con Roberto Rivas, a quien nadie defiende ni explicada nada desde el gobierno de Ortega, porque la corrupción de Rivas se conoce aquí más que afuera. Rivas se escondió desde el anuncio de su sanción, y no ha dado la cara, teniendo tareas burocráticas públicas que cumplir. Eso confirma que, “el que calla otorga”.