27 de noviembre 2017
Mientras la campesina Elea Valle alza la voz para denunciar el asesinato de sus hijos en un operativo del Ejército, tocando puertas de las autoridades en un intento desesperado de lograr justicia, expertos en defensa y seguridad confirman sus peores temores: el Ejército de Nicaragua, hasta ahora una institución que gozaba de gran respeto por parte de la población, ha rendido su alabado profesionalismo y se ha convertido en un instrumento del presidente Daniel Ortega para consolidar un gobierno autoritario, actuando al margen de las leyes.
Desde 2010 el Ejército de Nicaragua se ha mostrado implacable contra los llamados grupos “armados”, que se definen como opositores al Gobierno de Ortega y que han tomado las armas en las zonas rurales del país esgrimiendo motivaciones políticas. El Ejército los califica como “delincuentes” y ha organizado un gran trabajo de inteligencia que culmina con operativos sangrientos, en los que han muerto líderes de estos grupos, pero que también han dejado, como si de una guerra se tratara, de pérdidas colaterales.
Es lo que ocurrió en una localidad de La Cruz de Río Grande, en el Caribe Sur del país, cuando militares atacaron a un grupo de armados y aniquilaron a seis personas, incluidas una joven de dieciséis años y un niño de doce, que visitaban a su padre. Los hijos de la campesina Elea Valle. El coronel Marvin Paniagua, jefe del Sexto Comando Militar Regional del Ejército, calificó de “enfrentamiento” lo ocurrido, dijo que se trataba de una banda “delincuencial” y se limitó a identificar solamente a uno de los muertos, Rafael Dávila Pérez, conocido como “El Colocho”. Nada dijo Paniagua de los otros muertos, menos de que entre ellos estaban la joven Yojeisel Pérez Valle, de 16 años, y el niño Francisco Pérez Valle, de 12, que visitaban a su padre Rafael Pérez, miembro del grupo de alzados.
La omisión militar pronto quedó sepultada por lo que sería una denuncia terrorífica. Comenzaron a aparecer en las redes sociales y medios de comunicación independientes las imágenes de cadáveres con señas de tortura, incluyendo los cuerpos de los hijos de Elea, que fueron enterrados en una fosa común. Desde entonces Elea viajó desde su lejana comunidad a Managua, en un tortuoso periplo para denunciar la violencia sufrida por su familia y reclamar al Estado justicia, incluyendo la posibilidad de enterrar a sus hijos en un cementerio. Solo organizaciones de derechos humanos le abrieron las puertas y la acompañaron en su exigencia. De la Fiscalía y de la Policía solo obtuvo un vergonzoso silencio. Ni la fiscal general Ana Julia Guido, ni la jefa de la Policía Nacional, Aminta Granera, recibieron a Valle. Fue ella, entre lágrimas, quien ha desnudado el deterioro profesional del Ejército de Nicaragua y la indolencia y complicidad de las autoridades nacionales.
“Ejecuciones sumarias”
El Ejército mantiene su silencio en este caso a pesar de la conmoción e indignación que ha generado en el país. Voces como la del obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez han exigido una explicación a los jefes militares por la masacre. “Exijamos respuestas al Ejército sobre los nicaragüenses muertos en La Cruz de Río Grande”, escribió en su cuenta de Twitter el obispo. “¿Por qué les dispararon? ¿Cómo se explica que entre los muertos haya dos niños? ¿Por qué los enterraron en una fosa común?”, cuestionó Báez.
Exijamos respuestas al Ejército sobre los nicaragüenses muertos en La Cruz de Río Grande. ¿Por qué les dispararon? ¿Cómo se explica que entre los muertos haya dos niños y una mujer? ¿Por qué los enterraron en una fosa común?
— Silvio José Báez (@silviojbaez) November 20, 2017
Para el analista Roberto Cajina, experto en seguridad y defensa, la actuación letal del Ejército con los supuestos rearmados ya es una práctica institucionalizada, lo que él llama “aniquilamiento selectivo de jefes de los diferentes grupos de armados”, que incluye “ejecuciones sumarias”.
Una investigación publicada por CONFIDENCIAL en febrero pasado reveló que desde febrero de 2011 a febrero de 2017, la Policía y el Ejército habían reportado catorce enfrentamientos u operaciones contra supuestos grupos de delincuentes, acusados por abigeato o narcotráfico. De estos 25 involucrados, 22 están muertos. De los únicos tres heridos no se conoce su paradero ni hay acusaciones o procesos judiciales en marcha. “El Ejército y la Policía muestran una efectividad excepcional. El 88% de las bajas son muertos en combate”, documentó la investigación.
“En el fondo saben que son armados con motivaciones políticas y capturarlos y llevarlos a un juicio es darles un espacio, un escenario para que ellos pudieran expresar su rechazo con el actual gobierno, la falta de democracia, la falta de transparencia, los fraudes electorales”, explica Cajina. “Y es preferible matarlos antes que lleguen a esa tribuna a denunciar por lo que ellos están luchando”, agrega.
La lógica de los militares, dice el experto, es matar a los jefes de estos grupos, porque consideran que asesinándolos estas agrupaciones se desintegran. “El caso de la Cruz de Río Grande es absolutamente condenable. Si fueran delincuentes se capturan con un trabajo de inteligencia del Ejército, que sabe por dónde se mueven, por dónde están”, destaca Cajina.
Félix Maradiaga, exsecretario del Ministerio de Defensa del Gobierno durante la Administración de Enrique Bolaños, asegura que el silencio del Ejército sobre el resultado sangriento de estos operativos, en que murieron dos menores, forma parte de lo que él califica como una “estrategia institucional”, que ha “funcionado” desde 2010. “Hay de parte de la sociedad de Nicaragua una concesión al Ejército. Y es una posición de que con el tiempo sociedad dejará pasar esto como un capítulo más”, explica Maradiaga, quien también es director del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP).
Los expertos coinciden en que la sociedad nicaragüense mantiene una posición de “complicidad” con un clima de impunidad que se ha extendido en el país. “Desde 2007 a la fecha la impunidad ya es norma”, advierte Roberto Cajina. “La impunidad ha sido un eje al rededor del que gira la lógica operativa de este Gobierno, a parte de la lógica operativa corporativa”, explica en referencia a la relación cercana entre el Ejecutivo y la cúpula empresarial liderada por el COSEP.
En sus investigaciones el IEEPP –organización que fiscaliza a las instituciones relacionadas a la defensa y seguridad– ha identificado al menos siete grupos de “armados”, que cuentan con características comunes, como el hecho de que la mayoría de sus miembros están asociados a lo que fue la Resistencia Nicaragüense, es decir agrupaciones insurgentes que lucharon contra el sandinismo en los ochenta, y que las comunidades en las que se mueven los reconocen como “abiertamente opositores” al Gobierno de Ortega.
Falta de controles civiles
Los expertos coinciden en que uno de los principales temas pendientes de la transición democrática de los años noventa fue el desarrollo de controles civiles sobre la actuación del Ejército. En aquella época el país estaba sumido en una profunda crisis política, con el Frente Sandinista jugando un papel de desestabilizador del Gobierno conservador de Violeta Chamorro a través de asonadas. El Ejército, por su parte, intentaba sobrevivir a un cambio súbito: el cuerpo militar pasó de contar con noventa mil efectivos en la década de los ochenta a poco menos de veinte mil, además de ver drásticamente reducido su presupuesto y el gasto militar. Había poco margen para una reforma más profunda.
“La polarización política que se vivía en Nicaragua no permitió que se ampliara la transición”, explica Roberto Cajina. “El Ejército lo que buscaba era sobrevivir y el Gobierno civil de doña Violeta lo que buscaba era un mínimo de estabilidad que de alguna medida se la dio el Ejército a pesar de esa relación amor-odio que había entre la Comandancia del Ejército y la Presidencia de la República”, recuerda el analista.
Esa ausencia de protocolos que indicaran los límites del Ejército, dejó al cuerpo militar libertad de actuar “por sí y ante sí”, dice Cajina, aunque advierte que también lo ha hecho “con la venia de las autoridades civiles, en este caso el Ejecutivo”, en referencia a los operativos militares que terminan en asesinatos selectivos.
“El hecho de que el Ejército pueda ejercer ese alto grado de autonomía funcional e incluso de autonomía institucional es lo que le da manos libres para poder desbocarse, y ese desboque lo que tiene como lección es que no hay capacidades civiles que realmente puedan poner los límites, establecer protocolos de acción”, explica Cajina.
En ese análisis coincide Félix Maradiaga, del IEEPP, quien afirma que esa falta de controles civiles y democráticos frente al uso de la fuerza militar le ha dado a Daniel Ortega “la libertad para instrumentalizar al Ejército”. El Ejército “ha actuado con gran permisividad”, dice Maradiaga.
Y mientras el silencio del Ejército continúa y la Fiscalía y la Policía muestran complicidad e indolencia, es la voz de Elea Valle, la valiente campesina que reclama justicia, la que recuerda que las torturas, los asesinatos, el entierro en fosas comunes son una carga muy pesada para una institución que se separa del profesionalismo por el que se le ha reconocido por años.
“Los generales Ortega, Cuadra, Carrión y Halleslevens, tenían autoridad militar y política, estaban en el mismo nivel de Daniel Ortega y le podían golpear la mesa. (El general) Avilés no tiene esa voluntad política y más bien actúa como un subordinado frente a las decisiones de Ortega. La llegada de Avilés ha sido la mayor tragedia que ha sufrido el Ejército”.
Roberto Cajina, Consultor Civil en Seguridad, Defensa y Gobernabilidad Democrática.