27 de octubre 2017
“La historia es una pesadilla de la que intento despertar”. Esto dice Stephen Dedalus en Ulysses, de James Joyce. Recordé esa frase mientras repasaba algunos episodios del milenario pasado de Cataluña. Una historia poco conocida en Latinoamérica.
A fines de la Edad Media los minúsculos condados de la Marca Hispánica (actual Cataluña) se habían sometido al condado de Barcelona y, a su vez, éste se había asociado con el Reino de Aragón. Desde el puerto de Barcelona ese reino construyó un imperio marítimo que rivalizaba con Génova y Venecia dominando el comercio en el Mediterráneo occidental.
Sin embargo, a mediados del siglo XV el poder de Cataluña se encontraba seriamente amenazado. Buscando aliados, en 1469 el futuro rey Fernando II de Aragón desposó a la futura reina Isabel de Castilla. La unión de los “Reyes Católicos” creó un poder formidable que completó la reconquista de España y se lanzó al descubrimiento y conquista de América.
Un siglo después, un bisnieto de esa pareja, Felipe II, reinaba sobre un imperio “en el que no se ponía el sol”. Para entonces este imperio no era ni castellano, ni aragonés, ni catalán, sino español y mundial.
Rodaron otros cien años y aquel gran imperio entró en decadencia. Francia, Holanda e Inglaterra lo acosaban. Portugal se desgajó. En 1641, Cataluña intentó hacer algo parecido declarándose vasalla del rey de Francia. Pero pronto los catalanes descubrieron que París respetaba sus fueros menos que Madrid. Además, los campesinos –“los segadores”– luego de matar madrileños empezaron a matar a sus señores catalanes. Y Cataluña prefirió volver al redil español.
A comienzos del siglo XVIII la decadente dinastía de los Habsburgo se extinguió y se desató una guerra europea por la sucesión en el trono de España. Mientras una parte de ella apoyó al pretendiente francés –un borbón, nieto de Luis XIV– Cataluña apoyó a un nuevo Habsburgo. En 1714, éste perdió y Cataluña con él. Los reyes borbones reorganizaron España para asemejarla al modelo francés, más centralista. Para ello suprimieron los fueros aragoneses y catalanes. Esas leyes que, desde la Edad Media, le concedían a Cataluña cierta autonomía dentro de los reinos en los que estuvo inserta.
La suerte de Cataluña siguió asociada a España bajo monarquías o repúblicas. En 1931 se formó una república catalana que aspiraba a integrarse en una federación ibérica, mientras en Madrid se instalaba la Segunda República Española. Pocos años después vino la Guerra Civil y Franco aplastó a los republicanos sin distinción de nacionalidad.
Tras la muerte de Franco, Cataluña recuperó su autonomía. Los catalanes aprobaron la constitución de 1978 y se dieron su propio Estatut. Desde entonces los nacionalistas catalanes han controlado su gobierno y han dictado sus leyes. Éstas privilegian su cultura hasta el punto, por ejemplo, de marginar la enseñanza de la historia española y el idioma castellano.
Fruto de esa educación, los nuevos catalanistas radicalizados leen su complejísimo pasado de una manera simplona. En un ayer arcaico Cataluña habría sido independiente. Luego se habría convertido en presa y víctima de España. Ahora debería liberarse. Para lograrlo los independistas burlan sus propias leyes y silencian al resto de la sociedad catalana que disiente.
Los nacionalistas no admiten que –precisamente porque es complejo– el largo pasado de Cataluña permite otras lecturas. Por ejemplo, un lector desapasionado podría admirar la tradición catalana de “asociación”. Porque son un país relativamente pequeño y un pueblo poco numeroso los catalanes desarrollaron, durante siglos, astutas negociaciones para multiplicar su poder asociándose a otras regiones, reinos o imperios. Para lograrlo transaron ideales, a cambio de conservar grados de una sensata autonomía. Esas transacciones costaron frustraciones, como ocurre en toda asociación. Pero a fin de cuentas los catalanes han sido más socios que víctimas. Y la mejor prueba es la Cataluña de hoy que, integrada a España, Europa y el mundo, es más democrática, próspera y autónoma que nunca.
Los independentistas catalanes más fanáticos desprecian esa tradición de sus mayores: la negociación, el acuerdo y la asociación. Con ese desprecio puritano, ahora ellos traicionan su propia historia. Prefieren considerarla “una pesadilla de la que intentan despertar”, como dijo Stephen Dedalus.
En el Ulysses de Joyce, el joven Dedalus pronuncia esa frase tremenda luego de dictar una clase sobre Pirro. Este general griego, tras ganar por un pelo una batalla sangrienta, afirmó: “otra victoria como ésta y lo perdemos todo”.
Aquella enigmática frase de Dedalus se entiende mejor al recordar la experiencia de Pirro. La historia se vuelve una pesadilla cuando la victoria de unos cuantos, significa una derrota para todos.