12 de octubre 2017
Desde noviembre de 2016, antes de la elección de Donald Trump y de la muerte de Fidel Castro, el Departamento de Estado en Washington comenzó a recibir información sobre diplomáticos suyos, acreditados en La Habana, que habrían sido víctimas de ataques a la salud con secuelas reconocibles: náuseas, cefaleas, amnesia, pérdida de audición y daños neurológicos. Durante la primera mitad de este año, exactamente hasta el mes de agosto, los casos siguieron reproduciéndose hasta alcanzar a 22 diplomáticos, incluido un canadiense.
Oficialmente, Cuba no ha negado la veracidad de los informes del Departamento de Estado. Raúl Castro se reunió personalmente con el embajador en funciones en la isla, Jeffrey De Laurentis, un diplomático nombrado por Barack Obama y John Kerry y claramente comprometido con el restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana, y ofreció plena colaboración con las investigaciones del FBI. Durante su más reciente intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, el canciller cubano Bruno Rodríguez reiteró dicha disposición a colaborar en el esclarecimiento de los hechos.
Ni el Departamento de Estado ni la Casa Blanca han acusado al gobierno cubano de estar involucrado en los ataques y han insinuado que el responsable podría ser un tercer gobierno: Rusia, Irán, Corea del Norte… Sin embargo, tanto el secretario Tillerson como el presidente Trump han aludido a que los ataques se produjeron en residencias y hoteles operados por el gobierno cubano, lo cual podría implicar fallas de seguridad, negligencia o complicidad. Los congresistas cubano-americanos, naturalmente, no hacen esos matices y acusan directamente al gobierno de la isla.
El misterio de los ataques sónicos se vuelve un mecanismo de política exterior en manos de quienes nunca respaldaron el restablecimiento de relaciones y llevan dos años haciendo lo imposible por regresar al diferendo de medio siglo. No sólo los congresistas cubano-americanos, también el sector más inmovilista del gobierno cubano, que controla la estructura mediática del país, aprovecha esta crisis para atizar el conflicto. En Granma, Cubadebate y Juventud Rebelde hemos leído artículos que afirman o sugieren que todo es una fantasía, orientada a boicotear las flamantes relaciones.
El resultado es que las embajadas están vaciándose y reduciendo su personal al mínimo, lo que equivale a una situación de congelamiento del vínculo bilateral. Luego de 53 años de ruptura diplomática, Estados Unidos y Cuba habrían pasado a una brevísima normalización que, al cabo de dos años, vuelve a interrumpirse. Es evidente que el segmento más ortodoxo del gobierno cubano se alegra tanto de esta reversa como sus rivales en la clase política cubanoamericana. Quienes sufrirán los rigores de la crisis serán, como siempre, las familias cubanas en ambos lados del estrecho de la Florida, que verán sus planes de viaje y reunificación postergados.
Rafael Rojas Rafael Rojas es autor de más de quince libros sobre historia intelectual y política de América Latina, México y Cuba.
Publicado originalmente en ProDavinci.