6 de octubre 2017
Los resultados del 1 de octubre en Cataluña no por traumáticos han sido inesperados. Desde semanas atrás era evidente que habría un choque entre la incompetencia del gobierno central y la ilegalidad del gobierno autonómico. Uno refugiado en el monotema del respeto a las leyes; otro amparado en las triquiñuelas para aprobar en el parlamento catalán las leyes del referéndum y de la transitoriedad hacia la república. Ambas partes sabían de antemano que no pudiendo prevalecer en lo político, había que ganar el impacto emocional de las fotos: uno no permitiendo imágenes de catalanes votando; el otro obligando a fotos de catalanes reprimidos. Al final se trataba de eso: una lucha por el predominio comunicacional.
Mariano Rajoy es el mejor ejemplo del político conservador poco predispuesto a cambiar nada, apegado a preservar la ley y el orden frente a los desafíos que implica el ejercicio del gobierno. Además, debería ser epónimo del inmovilismo por su tendencia a dejar que los problemas se resuelvan solos, necrosados por factores endógenos. Recientemente ambos rasgos le han dado buenos dividendos, en particular en las complicaciones internas en su partido (los numerosos escándalos de corrupción que han sacudido su gestión) y en las crisis para formar gobierno tras las dos elecciones entre 2015 y 2016.
El gobierno de la Generalitat (denominación del gobierno autónomo) está asentado en una alianza contra natura entre el partido nacionalista de la burguesía catalana y un partido de izquierda republicana, más el apoyo parlamentario de la llamada izquierda anticapitalista de origen anarquista. Los escaños de estos últimos fueron decisivos para que la alianza de los dos primeros formara gobierno ante la insuficiencia de los votos obtenidos en 2016. Desde sus inicios el principal objetivo de la coalición ha sido la ruptura con España y la creación de una república catalana independiente.
Si bien la crisis catalana ha conocido sus cotas más altas en los últimos tiempos, la desafección a seguir formando parte de España viene de muy lejos, con tiempo suficiente para que se hayan mezclado factores históricos (para unos la guerra de inicios del S. XVIII fue de sucesión, para otros más bien fue por el intento de secesión del principado catalán), con elementos contemporáneos, como el modelo de Estado y el reparto competencial post dictadura, y una redistribución de la renta nacional bajo el principio de la solidaridad entre regiones ricas y pobres. Dentro de este apartado se han acumulado agravios comparativos entre Madrid y Barcelona desde 1978 sintetizados en la acusación de “España nos roba”, que tampoco se diferencia de la “Roma ladra (Roma ladrona)” que los lombardos lanzan contra la capital de Italia.
A lo anterior hay que agregar prejuicios ya encarnados que proclaman una supuesta superioridad moral de los catalanes sobre el resto de españoles, que poco a poco han ido envenenando la relación entre ambas partes. Por ejemplo, los catalanes se consideran trabajadores y el resto de españoles vagos (haraganes); si los primeros se miran a sí mismos como republicanos, los segundos son tildados de borbónicos (monárquicos); y últimamente, si se está a favor de la independencia se es cívico y demócrata, pero si se clama por opciones alternativas se es españolista y fascista (como la ha ocurrido a Joan Manuel Serrat), se receta la violación en grupo a la jefa de la oposición del parlamento catalán o agreden en la calle a la prestigiosa directora de cine Isabel Coixet.
El último ingrediente de esta tormenta perfecta fue el recurso por inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular (actualmente gobernante) ante el Tribunal Constitucional contra el nuevo Estatuto de Autonomía, que había sido aprobado en referéndum por el pueblo catalán en 2006. El resultado fue el fallo de 2010 declarando inconstitucionales 14 de los 238 artículos de la máxima norma catalana.
Pese que a partir de entonces se reavivara la ola independista que había amainado con la consulta de 2006, el gobierno que asumiera Rajoy en 2011 decidió hacer caso omiso a las nuevas demandas del gobierno catalán, centradas fundamentalmente en la revisión del pacto fiscal que fija las aportaciones de las comunidades autónomas al presupuesto nacional. Desde esta reivindicación saltó la chispa del “España nos roba” al siempre yermo terreno de la relaciones entre Madrid y Barcelona.
Como dijera el ex President de la Generalitat José Montilla, Rajoy pasó de vacaciones en el tema catalán durante cinco años. En todo ese período y ante el incesante incremento de las exigencias catalanas las respuestas del Jefe de Gobierno fueron siempre las mismas: lo prioritario era la recuperación económica y las limitaciones del marco jurídico que impedían la celebración de un referéndum pactado para decidir la vinculación o la segregación de España.
Tampoco escuchó las iniciativas llegadas de los partidos (PSOE, Unión Democrática de Cataluña, entre otros) para reformar la Constitución de 1978 a fin de profundizar el autogobierno y dotar de una estructura federal al Estado. Hizo lo de siempre: dejar pasar el tiempo, permanecer en el más absoluto inmovilismo. En cinco año ni su partido ni su gobierno propusieron nada para atajar un marea que todos salvo él veían in crescendo. Ninguna iniciativa que innovara el modelo de Estado ni las relaciones intergubernamentales.
Frente a semejante estancamiento, la coalición gobernante en Cataluña subió aún más la apuesta, pero tampoco estuvo más afortunada que Rajoy. En lugar de proteger el flanco de su principal debilidad, las limitaciones jurídicas, agrandó la brecha con la aprobación de las leyes del referéndum y de la transitoriedad para separarse de España. Para ello pasó por encima del reglamento del parlamento catalán (aprobación sin derecho a enmiendas de la oposición); violentó el propio Estatuto catalán al aprobarlas tan sólo con los votos de la mayoría absoluta y no con los 2/3 que manda la ley local, y violó la Constitución española.
Y entonces se instaló el escenario del choque ocurrido el domingo 1 de octubre. La suspensión de ambas leyes por el Tribunal Constitucional fue el punto del encontronazo. Para Rajoy fue el asidero de su inacción que lo confió todo a las fuerzas del orden: No habrá referéndum. Para los independistas fue el mejor aliciente de su enroque: sí votarem.
En tales circunstancias, entre la ineptitud para hacer de la política el arte de lo posible y la perseverancia en la ilegalidad, era imposible que no ocurriera lo que ocurrió. Con la orden de los tribunales en la mano, las fuerzas del orden y la seguridad debían hacer lo que hicieron. Con la moral elevada, y en el estado de movilización de los días anteriores, los independentistas hicieron lo que debían.
De los resultados numéricos se habla muy poco porque realmente no hubo referéndum, no era legal, no lo permitieron ni tuvo las garantías del caso (gente que votó en varias ocasiones). De lo que se habla es de las fotos, las que unos querían evitar y otros sabían que se producirían.
Ahora todo sigue en el aire y con visos de empeorar. Ninguno de los actuales dirigentes políticos nacionales y autonómicos ha participado en procesos de negociación de los que hayan surgido transformaciones del Estado o la sociedad. Es la peor clase política para los peores tiempos. Tal vez España tendrá que recurrir a los viejos políticos que en los años ochenta supieron darle fisonomía y dinamismo, haciendo de la transición un ejemplo y de la diversidad una virtud.