22 de agosto 2017
Washington, DC – En muchas (o casi todas) las presidencias de los Estados Unidos, aparece algún personaje que convence a la prensa de que sin él (todavía no hubo ninguna ella), el presidente no sabría qué hacer. La del auxiliar indispensable es una de las imágenes más trilladas de la presidencia moderna. Karl Rove fue “el cerebro de Bush”; Harry Hopkins, el aglutinante del prolífico equipo de Franklin Delano Roosevelt en la Casa Blanca; Bill Moyers salió en la tapa de una revista como “el ángel guardián de Johnson”. Sin ese personaje (prosigue inevitablemente la historia), el gobierno sería un lío, hasta un desastre.
Muchas veces, la imagen la inventa o la alienta el personaje indispensable del momento. Los periodistas suelen creerse el cuento (independientemente de cuán fundado esté), ya que lo aclara todo y les da tema para escribir. El auxiliar indispensable no se cansa de revelar la historia dramática de cuando fue el héroe del día, tuvo una idea particularmente ingeniosa o evitó que se cometiera un error terrible.
Pero muchas veces, el personaje que se dice crucial se pasa de la raya. El jefe de gabinete de la Casa Blanca en tiempos de Reagan, Don Regan (que sucedió a James Baker en el cargo), se imaginaba primer ministro: se agregó en fotos de Reagan con el líder soviético Mikhail Gorbachev; trataba groseramente a los seres inferiores (incluidos los periodistas); y cometió el error fatal de colgarle el teléfono a Nancy Reagan cierta vez que lo llamó preocupada por la salud de su esposo, recién operado de la próstata. Poco después, Regan tuvo que irse.
A los presidentes tampoco les gusta mucho leer que algún auxiliar brillante les saca las castañas del fuego. Todos los presidentes tienen una saludable dosis de ego: ¿si los otros son tan inteligentes, cómo es que no son el presidente? El presidente electo prudente sabe identificar a los gallitos y evitarlos desde el primer momento, o bajarles el copete. Incluso Barack Obama, que estaba muy seguro de sí mismo (y con razón), emanaba una dignidad tal que durante su presidencia no apareció ningún superauxiliar. A sus asesores ni se les ocurrió tratar de hacerle sombra.
Stephen Bannon como auxiliar de la Casa Blanca no fue particularmente prudente (no supo contener a su gallito interior) y el ego de Donald Trump es particularmente frágil. Los dos son, o eran, inadaptados a sus funciones. Como empresario, Trump se pasó la vida rodeado de familiares y lacayos, no de accionistas o vicepresidentes con ambiciones propias. Los dos estaban condenados a chocar desde el primer momento.
Como candidato, Trump siguió el instinto, y en la competencia presidencial de 2016 el instinto le dijo que los obreros fabriles y otros que temían por su futuro económico necesitaban chivos expiatorios, ya fueran inmigrantes mexicanos o banqueros multimillonarios; un muro (ilusorio o no) que los separara de la “mala gente” que México “nos envía”. Así las cosas, de todos los que rodeaban a Trump, el que más compartía estas ideas era Bannon. Y Bannon era justo el tipo de persona que uno querría tener cerca: alguien con aires de instruido que confirma lo brillante que es uno.
Trump es en esencia un pragmático a ultranza. Obtenida la elección, llenó su gabinete de multimillonarios, y tal parece que hasta ahora se las arregló para convencer a sus partidarios de que para gobernar el país se necesita gente muy rica.
Bannon, por otra parte, se presentaba con algo que podríamos denominar (abusando del término) una “filosofía”, consistente en una rabia nihilista contra cualquier clase de “establishment”. Pero el suyo era un populismo de mentira: aunque políticamente Bannon dijera defender a los obreros, vivía de los millones que obtuvo de un corto paso por Goldman Sachs y de una afortunada inversión en la serie Seinfeld.
También prosperó gracias al apoyo de la multimillonaria familia Mercer. Los Mercer, cuya fortuna salió del genio informático del patriarca Robert Mercer y de su fondo de cobertura, financian Breitbart News, un sitio web de extrema derecha, del que Bannon fue editor, y que promueve el ultranacionalismo y la supremacía blanca (con un tufillo de antisemitismo).
Bannon presentaba sus ideas manifiestamente radicales bajo el manto de un elaborado conjunto de principios salpicados de citas de pensadores extravagantes. Una filosofía adquirida que en temas de comercio e inmigración, por ejemplo, coincidía con el oportunismo político del nuevo Trump (el Trump de antes, más liberal y a menudo prodemócrata, es otra historia).
Fue un error ver en Bannon un Pigmalión para la Galatea de Trump; o, como hicieron algunos, el Rasputín de la Casa Blanca trumpista. Bannon reforzó la inclinación nacionalista que llevó a Trump a desoír a su hija Ivanka y a sus asesores económicos cuando se retiró del acuerdo climático de París. Y se inmiscuyó en política exterior, cuando logró que lo designaran por un tiempo en el Consejo de Seguridad Nacional, hasta que dos de los generales del gobierno de Trump (el asesor de seguridad nacional H. R. McMaster y John Kelly, actual jefe de gabinete) consiguieron su remoción. (Se cree que Bannon estuvo detrás de una reciente embestida contra McMaster, basada sobre todo en acusaciones de “antiisraelí”.)
Pero el papel de Bannon como genio sin cartera (que Trump le consintió, hasta que llegó Kelly y aclaró las cadenas de mando) fue su perdición. Sin responsabilidades definidas, se metió donde le parecía, y terminó con un montón de enemigos. No le faltó ocasión de librar batallas internas pasándole a la prensa historias sobre sus rivales en la Casa Blanca, aunque a veces cambiaba a alguno (por ejemplo, al ex jefe de gabinete, Reince Priebus) de rival a amigo, según le conviniera.
Bannon no sólo era un creador de políticas, sino también un creador de problemas; y las dos funciones no casan bien. Además, Trump empezó a ver en él una fuente de “filtraciones”. Y la Casa Blanca de Trump está llena de filtraciones: muchos que cumplen funciones allí cuentan a los periodistas que trabajar para Trump les despierta sentimientos, digamos, encontrados, pero que creen que la mejor prueba de valor es quedarse y proteger al país de su liderazgo.
La arrogancia de Bannon lo llevó incluso a confrontar a Trump en el terreno más peligroso: la obsesión del presidente con su victoria electoral. La ambigüedad que supone haber ganado en el Colegio Electoral (no por la mayor diferencia desde Reagan, como afirmó falsamente) pero perder por casi tres millones el voto popular persigue a Trump. Por eso inventó millones de votantes “ilegales”, y se hizo imprimir mapas con los estados en los que ganó pintados de rojo (cubriendo la mayor parte del territorio de Estados Unidos); hasta llegó a sugerirle al menos a un periodista que su periódico publicara el mapa en portada.
Que Bannon insinuara que la victoria de Trump había sido en buena medida logro suyo emponzoñó la relación entre ambos hombres. Y así fue como este inadaptado en la Casa Blanca al final tuvo que irse.
Pero ahora que no está, seguirá lanzando encíclicas desde su púlpito en Breitbart, al que regresó el mismo día en que anunció su partida. Y Trump seguirá siendo Trump.
Elizabeth Drew es columnista de The New York Review of Books
Traducción: Esteban Flamini
Project Syndicate.