8 de agosto 2017
A escasos tres meses de las elecciones municipales aparecen con más nitidez los ingredientes de la receta del orteguismo para las alcaldías: en lo administrativo, meras oficinas ejecutoras de un plan maestro concebido en Managua; en lo político, entidades subordinadas a un entramado de organismos partidarios y paraestatales, en los cuales los secretarios políticos juegan el papel clave.
Hace pocas semanas se conoció el documentos titulado “Plan Maestro “amor a Nicaragua” gobiernos locales 2018 -2022 cristianos, socialistas y solidarios”. Quienes se hayan tomado el trabajo de leerlo y entiendan un poco del desempeño de las municipalidades, se habrán dado cuenta que se trata de una refrito de la Ley de Municipios aderezado con la retórica del régimen. Pretende presentar como ideas novedosas las funciones rutinarias que por ley las alcaldías deberían cumplir, como crear mecanismos participativos en el proceso de planificación municipal, o que los concejales se integren a las comisiones creadas…por el Concejo Municipal.
Por ello no merece la pena juzgar el Plan Maestro por lo que dice sino más bien por lo que supone. En primer lugar el propio nombre. Un plan maestro, como el recientemente dado a conocer para Managua, es una estrategia de largo plazo para intervenir en una realidad más o menos homogénea, que sin negar las particularidades que conviven en un territorio, su acotamiento físico asegura un mínimo de variabilidad entre un extremo y otro. Managua ha tenido en el pasado al menos dos planes maestros: después del terremoto y a finales de los 90. Ambos antecedentes se quedaron en papeles porque carecieron de otra característica de estos planes: la sostenibilidad política.
Pretender un plan maestro para todo el país es un sinsentido; pero además es una declaración de intenciones. A diferencia de Managua (un área cada vez más urbana sometida a las mismas amenazas), Nicaragua contiene, de momento, 153 municipios y 153 poblaciones con características y demandas muy diferentes, por mucho que los municipios del trópico seco se parezcan mucho entre sí, al igual que los de las zonas ganaderas.
Frente a semejante diversidad, un plan maestro único es una camisa de fuerza que anula las iniciativas que emergen de algo tan profundo como la identidad local y de necesidades tan apremiantes como qué hacer con los desechos sólidos, revertir la deforestación y recuperar los mantos acuíferos, reordenar el caos vial o el curso de las aguas pluviales en los cascos urbanos, o impulsar el desarrollo local aprovechando el eslabonamiento de los emprendimientos criollos y exógenos.
Esta lógica centralizadora de las decisiones locales no es nueva. Desde 2007, con el enfoque del mando único, el gobierno nacional empezó a derogar los planes municipales de desarrollo estratégico para imponer su Plan Nacional de Desarrollo Humano. Según se conoció en los años siguientes, la uniformización de la diversidad desembocó en presupuestos municipales con porcentajes, rubros y partidas asignadas desde Managua en las reuniones semanales con los alcaldes del FSLN.
De modo que el plan maestro de 2017 no puede ser otra cosa que la culminación de la aspiración homogeneizadora de un grupo gobernante que ha remachado una y otra vez su vocación anti-autonomía en los municipios.
Su correlato es el ingrediente político que tiene en los secretarios políticos del FSLN su componente clave. Pero no es el más importante ni el decisorio. Los secretarios políticos municipales son el eslabón operativo de una cadena de mando intrincada y redundante, un diseño típico de los partido-Estado en el que se cruzan los funcionarios públicos con jerarcas del FSLN.
En la cúspide están las reuniones del Consejo Sandinista Ejecutivo Nacional, coordinadas por Daniel Edmundo Ortega Murillo (¡Nooo, esto no es una dinastía!). Aquí se toman las decisiones más importantes que tendrán impacto municipal. Le siguen las reuniones de los secretarios políticos departamentales y municipales con una comisión integrada por Rosario Murillo, Gustavo Porras (sí, sí, el presidente de la Asamblea Nacional), Lumberto Campbell (así es, el magistrado del Consejo Supremo Electoral), Fidel Moreno, factótum de la alcaldía de Managua, Milton Ruiz (coordinador de la Juventud Sandinista).
En el siguiente escalón están las reuniones del Consejo de Gobierno Locales compuesto por Lumberto Campbell, los alcaldes de Matagalpa, Estelí, Jinotega, Fidel Moreno como alcalde de facto de Mangua y la directora de INIFOM. Se supone que en este nivel se adecúan las directrices emanadas del Consejo Sandinista Ejecutivo Nacional para ser trasladadas finalmente a los alcaldes en las reuniones nacionales semanales de gobiernos locales, en las que además de los alcaldes y vicealcaldes, participan los secretarios de los Concejos Municipales y los secretarios políticos departamentales.
Pero la cadena de mando no termina allí. Los secretarios políticos departamentales (a veces coincide con los alcaldes de la cabecera) sostienen reuniones de control con las autoridades municipales.
Debajo de este interminable laberinto de instrucciones se encuentran por fin los alcaldes y sus concejos municipales. Pero a este nivel tampoco tendrán manos libres para gobernar porque tendrán a su lado a los secretarios políticos, que como ya se vio antes no sólo tienen comunicación directa con los secretarios departamentales sino además con el alto mando que reúne con ellos en Managua.
Vistos estos ingredientes, la receta del orteguismo para los próximos gobiernos no será más de lo mismo; será peor. Atados de manos y pies por el plan maestro el margen de acción que todavía conservaban se verá reducido a cero, mas no por lo que dice, porque eso ya están entre sus funciones ordinarias, sino por lo que pretende: enjaular las particularidades locales dentro de una narrativa nacional concebida en reuniones de la verticalidad y la sumisión. Para garantizar la unidireccionalidad de estas relaciones, el orteguismo ha ideado un engendro de jerarquías dentro las cuales la autoridad de los próximos electos contará menos que un zopilote en el polo norte.