4 de agosto 2017
NUEVA YORK – En las últimas semanas, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y sus asesores se han unido a Arabia Saudita en su acusación de que Irán es el epicentro del terrorismo en Oriente Medio. El Congreso estadounidense, mientras tanto, está preparando otra ronda más de sanciones contra Irán. Pero la caricatura de Irán como "la punta de la lanza" del terrorismo global, según las palabras del rey saudí Salmán, no sólo es equivocada sino también extremadamente peligrosa, porque podría conducir a una nueva guerra en Oriente Medio.
Por cierto, ése parece ser el objetivo de algunos exaltados en Estados Unidos, a pesar del dato obvio de que Irán está en el mismo bando que Estados Unidos en la lucha contra Estado Islámico (EI). Y también está el hecho de que Irán, a diferencia de la mayoría de sus adversarios regionales, es una democracia en funciones. Irónicamente, la escalada de la retórica estadounidense y saudí se produjo apenas dos días después de la elección del 19 de mayo en Irán, en la cual los moderados liderados por el actual presidente Hassan Rouhani derrotaron a sus oponentes de línea dura en las urnas.
Quizá para Trump, el abrazo pro-saudí y anti-Irán es apenas otra propuesta comercial. Estaba exultante con la decisión de Arabia Saudita de comprar 110.000 millones de dólares en nuevas armas estadounidenses y describió el acuerdo como "empleos, empleos, empleos", como si el único empleo remunerado para los trabajadores estadounidenses requiriera que aticen la guerra.
La ampulosidad de la administración Trump hacia Irán, en un sentido, ya se hizo costumbre. La política exterior norteamericana está plagada de guerras extranjeras absurdas, trágicas e inmensamente destructivas que no tuvieron otro objetivo real más perseguir algún hilo equivocado de propaganda oficial. ¿Cómo explicar, si no, los enredos inútiles y enormemente costosos de Estados Unidos en Vietnam, Afganistán, Irak, Siria, Libia, Yemen y muchos otros conflictos?
El ánimo anti-Irán de Estados Unidos se remonta a la Revolución Islámica de 1979 en ese país. Para la población estadounidense, el padecimiento de 444 días del personal de la embajada de Estados Unidos que había sido tomado como rehén por estudiantes iraníes radicales constituyó un shock psicológico que todavía no ha amainado. El drama de los rehenes dominó los medios norteamericanos desde el principio hasta el fin, lo que resultó en una suerte de trastorno de estrés postraumático público, similar al trauma social de los atentados del 11 de septiembre una generación más tarde.
Para la mayoría de los norteamericanos, entonces y ahora, la crisis de los rehenes -y, por cierto, la propia Revolución Iraní- fue un golpe totalmente inesperado. Pocos norteamericanos toman conciencia de que la Revolución Iraní se produjo 25 años después de que la CIA y la agencia de inteligencia británica MI6 conspiraran en 1953 para derrocar al gobierno democráticamente electo del país e instalar un estado policial bajo el mando del Sha de Irán, para preservar el control anglo-norteamericano del petróleo de Irán, amenazado por una nacionalización. La mayoría de los norteamericanos tampoco es consciente de que la crisis de los rehenes fue precipitada por la decisión poco meditada de admitir al depuesto Sha en Estados Unidos para un tratamiento médico, algo que muchos iraníes consideraron como una amenaza para la revolución.
Durante la administración Reagan, Estados Unidos respaldó a Irak en su guerra de agresión contra Irán, inclusive el uso de armas químicas por parte de Irak. Cuando el combate finalmente culminó en 1988, Estados Unidos implementó sanciones financieras y comerciales a Irán que siguen vigentes hasta el día de hoy. Desde 1953, Estados Unidos se ha opuesto a la autonomía y al desarrollo económico de Irán a través de una acción encubierta, un respaldo del régimen autoritario durante 1953-79, un apoyo militar para sus enemigos y sanciones que llevan décadas.
Otra razón para el ánimo anti-Irán de Estados Unidos es el respaldo de Irán a Hezbollah y Hamas, dos antagonistas militantes de Israel. Aquí también es importante entender el contexto histórico.
En 1982, Israel invadió el Líbano en un intento por aplastar a los palestinos militantes que operaban allí. Luego de esa guerra, Irán respaldó la formación de Hezbollah, liderado por chiitas, para resistir la ocupación por parte de Israel del sur del Líbano. Cuando Israel se retiró del Líbano en 2000, casi 20 años después de su invasión original, Hezbollah ya se había convertido en una fuerza militar, política y social formidable en el Líbano, y una continua espina clavada en Israel.
Irán también respalda a Hamas, un grupo sunita de línea dura que rechaza el derecho de Israel a existir. Luego de décadas de ocupación israelí de tierras palestinas capturadas en la guerra de 1967, y con las negociaciones de paz estancadas, Hamas derrotó a Fatah (el partido político de la Organización para la Liberación Palestina) en las urnas en la elección de 2006 para el parlamento palestino. En lugar de iniciar un diálogo con Hamas, Estados Unidos e Israel decidieron intentar quebrantarlo, inclusive a través de una guerra brutal en Gaza en 2014, que resultó en una gigantesca cantidad de víctimas palestinas, un sufrimiento incalculable y miles de millones de dólares en daños a hogares e infraestructura en Gaza -pero que, como era predecible, no consiguió ningún tipo de progreso político.
Israel también ve el programa nuclear de Irán como una amenaza existencial. Los israelíes de línea dura repetidamente intentaron convencer a Estados Unidos de atacar las instalaciones nucleares de Irán, o por lo menos permitirle a Israel hacerlo. Afortunadamente, el presidente Barack Obama se resistió y, en cambio, negoció un tratado entre Irán y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (más Alemania) que bloquea el avance de Irán a las armas nucleares durante una década o más, creando espacio para mayores medidas de generación de confianza de ambas partes. Sin embargo, Trump y los saudíes parecen decididos a destruir la posibilidad de normalizar las relaciones que creó este importante y prometedor acuerdo.
Las potencias externas son extremadamente tontas al dejarse manipular para tomar partido en conflictos nacionales o sectarios amargos que se pueden resolver con sólo ponerse de acuerdo. El conflicto palestino-israelí, la competencia entre Arabia Saudita e Irán y la relación sunita-chiita requieren de un mutuo acuerdo. Sin embargo, cada bando en estos conflictos alberga la trágica ilusión de lograr una victoria definitiva sin la necesidad de un acuerdo, si sólo Estados Unidos (o alguna otra potencia importante) libra la guerra en su nombre.
Durante el siglo pasado, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Rusia han jugado mal el juego de poder de Oriente Medio. Todos han dilapidado vidas, dinero y prestigio. (Por cierto, la Unión Soviética resultó seriamente, si no fatalmente, debilitada por su guerra en Afganistán). Hoy más que nunca, necesitamos una era de diplomacia que enfatice el acuerdo, no otra ronda de demonización y una carrera armamentista que fácilmente podrían desencadenar un desastre.
Jeffrey D. Sachs, profesor de Desarrollo Sustentable y profesor de Políticas y Gestión de Salud en la Universidad de Columbia, es director del Centro para el Desarrollo Sustentable de Columbia y la Red de Soluciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sustentable.
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