26 de junio 2017
Frente al giro que ha dado la situación venezolana con la prolongada movilización popular contra el gobierno de Nicolás Maduro y la convocatoria oficial a una Asamblea Nacional Constituyente, la izquierda latinoamericana partidaria del “socialismo del siglo xxi” se ha bifurcado, de un modo muy parecido a como lo hizo la vieja izquierda revolucionaria hacia 1971, cuando el gobierno de Fidel Castro arrestó al poeta Heberto Padilla y lo obligó a hacer una confesión pública ante los escritores y artistas cubanos. Entonces lo que estaba en juego era si aquella izquierda aceptaba la sovietización del socialismo cubano. Hoy lo que se debate es, en buena medida, si se acepta la definitiva cubanización del chavismo.
Desde mediados de los 2000, cuando Hugo Chávez lanzó el proyecto del “socialismo del siglo XXI”, en diálogo permanente con Fidel Castro, la opinión pública regional comenzó a reproducir el tópico de que Venezuela iba hacia el modelo cubano. Chávez, Fidel y algunos de sus subordinados, como el entonces vicepresidente Carlos Lage y el canciller Felipe Pérez Roque, aseguraban que Venezuela y Cuba se encaminaban a algún tipo de integración o a ser “un mismo país con dos presidentes”, como llegó a declarar Lage. Entre 2006 y 2007, cuando llegaron al poder Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, y se formó la Alianza Bolivariana, los medios cubanos y venezolanos se dieron a la tarea de presentar el ascenso de las nuevas izquierdas como un triunfo del modelo cubano.
Pero apenas dos años después, con las nuevas constituciones boliviana y ecuatoriana aprobadas, se hizo evidente que si había algo afín en ese triángulo diverso que conformaban Venezuela, Ecuador y Bolivia —democracia participativa, mecanismos plebiscitarios, derechos de tercera y cuarta generación, autonomía de pueblos originarios…—, en nada tenía que ver con el sistema político cubano propiamente dicho. Los tres gobiernos bolivarianos eran aliados de la Cuba de Raúl Castro —ya Fidel por aquellos años estaba retirado—, pero sus órdenes constitucionales y su institucionalidad política eran claramente distintos al cubano. En ninguno de esos países se estableció un régimen de partido comunista único, estatalización de la economía y la sociedad civil y control gubernamental absoluto de los medios de comunicación.
A pesar de la evidencia, tanto en la izquierda como en la derecha latinoamericanas, amplios sectores confundieron la geopolítica con la ideología y asumieron que los “socialismos del siglo XXI”, en efecto, se movían hacia el modelo cubano. La propaganda “bolivariana” de medios como Telesur, Granma y Cubadebate contribuyó decididamente a ese equívoco, que llegó a tener amplia resonancia en medios intelectuales y académicos de las ciencias sociales, como el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), donde la historia de las ideas de América Latina es reemplazada por una sucesión de íconos, acríticamente superpuestos, entre Simón Bolívar y Hugo Chávez y José Martí y Fidel Castro.
Ahora, con la disolución de facto de la Asamblea Nacional venezolana, que implicó la transferencia de funciones legislativas al Tribunal Supremo de Justicia y el anuncio de un nuevo proceso constituyente, que pondrá fin a la constitucionalidad chavista, respaldado resueltamente por La Habana, queda claro que el sistema político venezolano no reproducía, en sus líneas fundamentales, al cubano. La verdadera reproducción comienza a partir de este verano, al proponerse la nueva Asamblea sin el aval plebiscitario del pueblo, como soberano originario, tal y como hizo Chávez en 1999, y al proceder a una elección de representantes por “sectores”, y no por medio del sufragio universal, directo y secreto de la ciudadanía, tal y como funciona el sistema electoral y representativo cubano.
Los argumentos de los defensores de esa opción del gobierno de Nicolás Maduro, dentro de la izquierda latinoamericana, comparten la misma duplicidad del discurso tradicional a favor, primero, de la Revolución Cubana y, luego, del régimen político que se derivó de la misma y que subsiste hasta hoy. Digo duplicidad porque se trata de un discurso que opera en dos niveles: uno inmediato, político, mayormente defensivo —Cuba es agredida por el imperio, por lo que hay que solidarizarse con ella—, y otro, más ideológico y programático, que sostiene que ante esa situación de acoso, la salida debe ser siempre la más “radical” en términos “socialistas”, esto es, la concentración de todo el poder para administrar el país sobre bases no capitalistas y no democráticas.
¿Guerra o democracia?
Dos intelectuales argentinos, el sociólogo y politólogo Atilio Borón y el economista Claudio Katz, son, tal vez, quienes han formulado más claramente ese doble sentido del respaldo a Maduro. En un artículo reproducido por Cubadebate, la página electrónica del Partido Comunista de Cuba, Borón se mueve en el primer nivel del discurso, sosteniendo que el conflicto venezolano no tiene su origen en una disputa entre dos poderes legítimamente elegidos, el ejecutivo de Nicolás Maduro, y el legislativo de un parlamento mayoritariamente opositor; sino en la agresión imperialista de Estados Unidos, de la que forma parte toda la oposición. El conflicto venezolano es, por tanto, una guerra económica, política, civil o “no convencional”, en la que hay que tomar partido:
“La única actitud sensata y racional que le resta al gobierno del presidente Nicolás Maduro es proceder a la enérgica defensa del orden institucional vigente y movilizar sin dilaciones al conjunto de sus fuerzas armadas para aplastar la contrarrevolución y restaurar la normalidad de la vida social. Venezuela es objeto no sólo de una guerra económica, una brutal ofensiva diplomática y mediática sino que, ahora, de una guerra no convencional que ha cobrado más de medio centenar de muertos y producido ingentes daños materiales. ‘Plan contra plan’, decía Martí. Y si una fuerza social declara una guerra contra el gobierno se requiere de éste una respuesta militar. El tiempo de las palabras ya se agotó y sus resultados están a la vista”.
Katz, por su parte, hace explícito el segundo plano de la argumentación, es decir, la idea de que una situación de guerra civil o, más precisamente, de guerra antimperialista, es la coyuntura idónea para avanzar hacia una reconstitución del régimen chavista por la vía del anticapitalismo radical. En una entrevista con la página electrónica Rebelión, el economista sugiere esa ruta y, de paso, cuestiona la falsa alternativa que, según él, han planteado hasta ahora las izquierdas latinoamericanas en el poder que no se suman a un verdadero proyecto anticapitalista. “A diferencia de Celaya, Dilma o Lugo”, dice Katz, “Maduro no se entrega” y esa “decisión de resistir explica el odio de los poderosos de la región”. Sus analogías históricas remiten a Salvador Allende en septiembre de 1973 y su referente teórico es nada menos que Antonio Gramsci.
“Pero estamos en medio de la batalla y no está escrito el resultado final. Hubo una interesante reactivación de los mecanismos para paliar el desabastecimiento y se adoptó la excelente iniciativa de retirar al país de la oea. La única forma de vencer a la derecha es transformar en hechos el discurso socialista. En las situaciones límites y frente al abismo el proyecto bolivariano puede renacer con un perfil más radical… La aplicación de Gramsci a Venezuela implicaría hoy asumir decisiones revolucionarias. El líder comunista convocaba a adoptar esas decisiones sin ninguna vacilación. Por eso ponderó la acción de los bolcheviques como una “revolución contra el Capital”, en el sentido de procesos que vulneran todas las prescripciones previas. Subrayó la inexistencia de un curso predeterminado de la historia. Aplastar el sabotaje de los capitalistas con el poder comunal sería el equivalente a la acción de los soviets que reivindicaba Gramsci”.
Frente a posiciones como las de Katz y Borón se moviliza otro flanco de la izquierda socialista latinoamericana, que demanda lealtad al legado de la constitucionalidad chavista y, sobre todo, al modelo de la democracia participativa, suscrito en las constituciones venezolana de 1999, boliviana de 2008 y ecuatoriana de 2009. Tal vez, la figura central, dentro de Venezuela, de ese posicionamiento es la fiscal general Luisa Ortega Díaz, quien ha mostrado abiertamente su inconformidad con la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente y las bases comiciales del proceso. La Fiscal ha llegado a interponer un recurso de inconstitucionalidad contra el gobierno de Maduro porque, si bien reconoce su derecho a la iniciativa del constituyente, no respeta la soberanía originaria al no someter la convocatoria a referéndum popular. La respuesta del gobierno a la interpelación de la fiscal es, además de los calificativos de “traidora” y “terrorista”, la amenaza de que al instalarse la nueva Asamblea será destituida de su cargo.
La emergencia permanente
Una posición similar a la de Ortega sostienen intelectuales de la izquierda chavista, como el sociólogo Edgardo Lander, profesor de la Universidad Central de Venezuela y autor del importante libro Neoliberalismo, sociedad civil y democracia (1995), que adelantó muchos de los debates de la izquierda latinoamericana en las dos últimas décadas. En una conversación con la Red Filosófica de Uruguay, en abril, Lander observaba que el cierre de vías institucionales para resolver el conflicto —desconocimiento de la Asamblea Nacional por el ejecutivo, permanencia del mismo Consejo Nacional Electoral, cancelación del referéndum revocatorio, posposición de elecciones regionales y locales…—, ha producido un ascenso de la represión y la violencia, tanto desde el gobierno como desde las protestas populares. Decía Lander que la lógica de Maduro, luego del triunfo de la oposición en las elecciones legislativas de 2015, fue la concentración del poder:
“Entonces estamos en una situación en la que hay una concentración total de poder en el Ejecutivo, no hay Asamblea Legislativa, Maduro tiene ya más de un año gobernando por decreto de emergencia autorrenovado, cuando debe ser ratificado por la Asamblea. Estamos muy lejos de algo que pueda llamarse práctica democrática. En ese contexto, las respuestas que se dan son cada vez más violentas, de los medios y de la oposición, y la reacción del gobierno, ya incapacitado de hacer otra cosa, es la represión de las manifestaciones, los presos políticos. Se utilizan todos los instrumentos del poder en función de preservarse en el poder”.
La socióloga argentina Maristella Svampa, estudiosa de los movimientos sociales latinoamericanos y de los procesos de descolonización de la izquierda bolivariana, especialmente del caso boliviano, coincide con Lander en su diagnóstico de la situación en Venezuela. En un artículo que firmó con Roberto Gargarella, un importante constitucionalista argentino, que ha estudiado en detalle las experiencias más recientes de la izquierda sudamericana, Svampa retomaba los planteamientos de Lander. El artículo de Gargarella y Svampa apareció en Página 12, el diario de la izquierda argentina, con el título “El desafío de la izquierda, no callar”, y provocó sendas respuestas de Atilio Borón y Modesto Emilio Guerrero. En su texto decían Svampa y Gargarella:
“Esta dinámica que arrancó a partir del desconocimiento por parte del Ejecutivo de otras ramas del poder (la Asamblea Legislativa) donde la oposición hoy cuenta con la mayoría, luego del triunfo en las elecciones de diciembre de 2015, se fue agravando y potenciando exponencialmente con el posterior bloqueo y postergación del referéndum revocatorio —una herramienta democratizadora introducida por la propia Constitución chavista—, la postergación de las elecciones a gobernador el pasado año, hasta llegar el reciente y fallido autogolpe del Ejecutivo. Todo ello generó un nuevo escenario político, marcado por la violencia y la ingobernabilidad, cuyas consecuencias dramáticas aparecen ilustradas en el incremento diario de víctimas que arrojan los enfrentamientos entre la oposición y las fuerzas gubernamentales, en un marco de represión institucional cada vez mayor”.
La respuesta de Borón a Gargarella y Svampa y, a través de estos, a Lander, titulada “Venezuela: no callar, pero para decir la verdad”, se centraba en la que llamaba una “ausencia” analítica de los académicos argentinos: “el gobierno de Estados Unidos”. Sin ese actor, colocado en primer plano, no había manera de dar con la “realidad” y la “verdad” de Venezuela. Todo lo que había decidido el gobierno de Maduro, desde diciembre de 2015, para contrarrestar la existencia de un poder legislativo de mayoría opositora, legítimamente electo de acuerdo con las normas de la República Bolivariana de 1999, formaba parte de una estrategia de defensa de la soberanía de Venezuela frente al imperialismo norteamericano. De manera que el autoritarismo, que el propio Borón reconocía, era lícito si lo que estaba en juego era la permanencia en el poder de un gobierno “revolucionario”, que se asume como sinónimo de la nación y la patria. Los opositores a ese gobierno, por muy pacíficos y constitucionales que sean, son, por tanto, apátridas y enemigos, traidores y terroristas, como la fiscal Ortega Díaz.
El argumento geopolítico
De Argentina, el debate se movió rápidamente a foros latinoamericanos de la izquierda intelectual como la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés), que celebró su último congreso en Lima, Perú. En abril, el grupo de Estudios Venezolanos de LASA, formado por Margarita López Maya, Lara Putnam, Iria Puyosa y Juan Pablo Lupi, entre otros, denunció la “acción autoritaria” de la transferencia de funciones legislativas al Tribunal Supremo de Justicia, basada en las sentencias 155 y 156, y demandó la “liberación de presos políticos” y la “recuperación del calendario electoral”, así como la “destitución de los magistrados del TSJ”.
El posicionamiento de los académicos venezolanos fue respaldado por decenas de adhesiones y dio forma a una Declaración sobre Venezuela, firmada por varios miembros del Comité Ejecutivo de LASA, lo que provocó la reacción del sector madurista, fundamentalmente cubano, de la asociación. En su respuesta, “LASA no es la OEA”, reproducida por Cubadebate, los oficialistas cubanos reprochaban que la crítica estuviera prioritariamente dirigida al gobierno de Maduro y no tomara en cuenta actitudes de la oposición, cuyo “único propósito era el derrocamiento” del gobierno. La “oposición venezolana está bien lejos de practicar consecuentemente su supuesta defensa de la democracia”, decían los académicos, militantes en su mayoría del Partido Comunista único, que rige en la isla, y denunciaban a LASA por haber invitado al Secretario General de la OEA, Luis Almagro, a su congreso en Lima.
A fines de mayo, mientras avanzaba el proyecto de una nueva Asamblea Nacional Constituyente, sobre bases “sectoriales” y “comunales”, y arreciaba la violencia en las calles, arrojando más de 70 muertos desde el inicio de las protestas, un grupo de intelectuales de izquierda lanzaron un Llamado internacional urgente a detener la escalada de violencia. Mirar a Venezuela, más allá de la polarización. El documento, promovido por Svampa y Gargarella y firmado, entre otros, por referentes de la izquierda como Boaventura de Sousa Santos, Aníbal Quijano, Walter Mignolo, Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, admitía en uno de sus pasajes la responsabilidad del sector más violento de la derecha venezolana en la crisis:
“Como intelectuales de izquierda, tampoco desconocemos la realidad geopolítica regional y global. Queda claro que existen sectores extremistas de la oposición (la cual es muy amplia y heterogénea), que también buscan una salida violenta. Para éstos se trata de exterminar, de una vez por todas, el imaginario popular asociado a ideas tan peligrosas como la organización popular, la democracia participativa, la transformación profunda de la sociedad en favor del mundo subalterno. Estos grupos más extremos de la derecha han contado, por lo menos desde el golpe de Estado del año 2002, con apoyo político y financiero del Departamento de Estado norteamericano”.
Pero agregaban:
“Dicho esto, no creemos, como afirman ciertos sectores de la izquierda latinoamericana, que hoy se trate de salir a defender a ‘un gobierno popular anti-imperialista’. Este apoyo incondicional de ciertos activistas e intelectuales no sólo revela una ceguera ideológica sino que es perjudicial, pues contribuye lamentablemente a la consolidación de un régimen autoritario. La identificación del cambio, aun de la crítica al capitalismo, no puede provenir de la mano de proyectos antidemocráticos, los cuales pueden terminar por justificar una intervención externa, ‘en nombre de la democracia’. Desde nuestra óptica, la defensa en contra de toda injerencia extranjera debe basarse en más democracia, no en más autoritarismo”.
Esta vez, la respuesta provino de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, con un documento titulado Con la Revolución Bolivariana por siempre. El texto reproducía, casi textualmente, intervenciones previas de Borón y Katz —con las mismas citas de Gramsci—, y en síntesis sostenía que en Venezuela había un golpe de Estado en curso, como los que habían derrocado a Manuel Celaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil —y antes a Salvador Allende y a Joao Goulart y a Jacobo Arbenz—, perpetrado por el imperialismo y su avanzada venezolana, en la que se incluía a toda la oposición, por heterogénea que fuera.
El dilema en Venezuela no era entre un poder ejecutivo que desconoce un parlamento legítimo y gobierna con facultades extraordinarias, y una oposición que se lanza a las calles por falta de vías institucionales para ejercer su legitimidad; sino entre Imperio y Revolución, tal y como siempre ha entendido esa izquierda la cuestión cubana.
Recordemos que en la primavera de 2003, cuando el gobierno de Fidel Castro fusiló a tres jóvenes que intentaron emigrar a Estados Unidos y encarceló a 75 opositores pacíficos, provocando el repudio de algunos intelectuales de la izquierda occidental como Noam Chomsky, José Saramago y, en cierta medida, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez y Mario Benedetti, dicha red difundió una carta titulada Mensaje a los amigos que están lejos, firmada por los mismos que hoy, desde la isla, suscriben el apoyo incondicional a Nicolás Maduro. En aquella carta se leía:
“Nuestro pequeño país está hoy más amenazado que nunca antes por la superpotencia que pretende imponer una dictadura fascista a escala planetaria. Para defenderse, Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba. No se le debe juzgar por esas medidas arrancándolas de su contexto”.
Ahora, en el documento citado, dicen:
“Por supuesto que hay un proceso de militarización y una escalada de violencia, pero lejos de ser el resultado de factores internos, esta militarización es permanentemente inducida por la agresión imperialista en todos sus niveles (diplomático, político, económico, militar, mediático, financiero). ¿O debemos enumerar acaso los golpes de Estado en Honduras, Paraguay y Brasil que anteceden la presente arremetida? De nada valen las groseras teorías de los dos demonios para analizar las causas de la violencia venezolana: ¿o qué significa entonces el ‘origen complejo y compartido de la violencia’ señalado por la solicitada? O la identificación, aparentemente simétrica, de ‘extremistas’ de derecha y totalitarios de izquierda, que redunda al finalizar el texto en el señalamiento de un único e inaudito responsable de la violencia: ¡el Estado y el gobierno bolivariano! ¡Justo quienes insisten en una estrategia de paz! ¿Qué deberían haber hecho, según estos intelectuales, Fidel Castro y los revolucionarios cubanos ante la invasión de Playa Girón? ¿Sentarse a parlamentar con diplomáticos inexistentes mientras las bombas atronaban en Bahía de Cochinos? ¿Enfrentar con papeletas electorales los fusiles de los mercenarios? ¿Peticionar cautamente ante la OEA?”.
El documento también contiene múltiples críticas a lo que los firmantes llaman “fetichización” de las instituciones de la democracia liberal. Sintomático uso del conocido concepto de Karl Marx por parte de intelectuales con un pensamiento más que fetichista, icónico y maniqueo, que divide obsesivamente el mundo entre el bien revolucionario y el mal imperial. Lógicamente, en ese tipo de racionalidad no caben las instituciones de la democracia liberal porque de lo que se trata es, precisamente, de la destrucción de una plataforma jurídica y política —representación, elecciones, referéndums, plebiscitos—, sin la cual es inconcebible cualquier democracia, incluida la participativa que introdujeron las constituciones bolivarianas del siglo XXI.
El sistema cubano como último recurso
Lo que sucede en América Latina, según los adherentes al manifiesto de la Red en Defensa de la Humanidad (Roberto Fernández Retamar, Silvio Rodríguez, Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea…), es un Girón cotidiano, es decir, un conflicto potencialmente militar provocado por Estados Unidos, que justifica el despotismo y la represión. Aun admitiendo los errores de la oposición venezolana o el intervencionismo de Estados Unidos en la región, que desde un punto de vista estrictamente geopolítico no sólo debería incluir las sanciones de la administración de Barack Obama contra Venezuela sino su entendimiento con el gobierno de Raúl Castro, la reapertura de embajadas y las medidas de flexibilización del embargo comercial, la ausencia total de crítica ante el comportamiento del gobierno de Nicolás Maduro implica un respaldo a la violencia de Estado en Venezuela.
Un respaldo que no es coyuntural sino que responde al proyecto explícito de avanzar hacia un socialismo, de tipo cubano, en América Latina. La nueva Asamblea Constituyente venezolana, al proceder a la elección de sus representantes por la vía “sectorial” y “comunal”, y no por medio del sufragio universal directo y secreto, reproduce un elemento clave del sistema político de la isla. Cuba es el único país del hemisferio donde la población no elige de manera directa al jefe de Estado, ya que son los miembros del parlamento, designados por comisiones de candidatura integradas por representantes de los sectores del país —obreros, campesinos, mujeres, estudiantes…—, debidamente agrupados en organizaciones gubernamentales, los que votan por el titular del poder ejecutivo. De acuerdo con ese método, que comenzó en 1976, Fidel Castro se reeligió siete veces y Raúl Castro va por su tercer periodo.
El modelo cubano no aparece, por tanto, como ideal de régimen socialista sino como último recurso para el manejo represivo de la política nacional venezolana. El gobierno de Nicolás Maduro opta por la vía cubana en medio de una crisis de legitimidad que no puede enfrentar desde normas democráticas, ya que se arriesgaría a perder el poder. Cuba ofrece el método idóneo para perpetuar el mando, sin necesidad de recurrir a la práctica electoral propiamente democrática ni a mecanismos plebiscitarios, que nunca son convocados en la isla. Los intelectuales que respaldan esa deriva autoritaria sólo pueden recurrir a una duplicidad que presenta el paradigma de la “democracia verdadera” —el socialismo cubano— como necesidad perentoria en una situación de emergencia.
La ideología, en la izquierda autoritaria, acaba subordinada a la geopolítica. Lo “democrático”, en ese imaginario, deja de ser una síntesis de valores igualitarios y justicieros y se convierte en un dispositivo meramente instrumental para mantener o aumentar el poder. Los académicos e intelectuales que se piensan como actores “orgánicos” de esos procesos, apelando a Antonio Gramsci, entienden y practican su organicidad, no con respecto a la ciudadanía o la sociedad civil, sino en lealtad y adhesión al Estado. Son voceros de poderes concretos, el gobierno cubano o el gobierno venezolano, que, además de ejercer la represión sistemática en ambos países, intentan monopolizar el lugar de la izquierda en América Latina, con el fin de inclinar a todos los países de la región hacia la dictadura.
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Publicado originalmente en ProDavinci.