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La enorme distancia entre Comey y el Watergate

El despido de Comey promete ser el inicio de nada, o al menos de nada malo para el presidente Donald Trump

El exdirector del FBI, James Comey, durante una audiencia ante el Comité de Justicia del Senado, en Washington. EFE/Shawn Thew.

Sean Wilentz

13 de mayo 2017

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La decisión del presidente Donald J. Trump de despedir al director del FBI, James Comey, no tiene precedentes (como buena parte de lo que Trump ha hecho como presidente). A pesar de los parecidos con la infame “masacre de la noche del sábado” del presidente Richard M. Nixon, sucedida hace 44 años durante el escándalo del Watergate, las situaciones políticas son completamente diferentes.

El hecho al que alude la “masacre” ocurrió en octubre de 1973, cuando Nixon (esperando a que fuera fin de semana) ordenó el despido del recién designado fiscal especial Archibald Cox, que lo había intimado a entregar unas grabaciones tomadas en secreto en la Casa Blanca (que como pronto se vería, eran muy perjudiciales).

El desacato de Nixon fue directo, y el resultado, desastroso. El procurador general Elliot Richardson y su adjunto, William Ruckelshaus, se negaron a ejecutar la orden del presidente y renunciaron a modo de protesta. Un juez federal dictaminó que el despido de Cox era ilegal. Las encuestas de opinión mostraron, por primera vez, una mayoría de estadounidenses en favor del juicio político a Nixon.

Fue el comienzo del fin. El Congreso inició acciones contra el presidente. Nixon tuvo que designar un nuevo fiscal especial. Luego el drama fue subiendo de tono por espacio de diez meses más, hasta que la Suprema Corte ordenó a Nixon, por unanimidad, entregar las cintas. Pocos días después, ante la perspectiva cierta de juicio político y remoción del cargo, Nixon renunció.


En cambio, a menos que se alineen los planetas, el despido de Comey promete ser el inicio de nada, o al menos de nada malo para el presidente. Es posible que Trump, como Nixon, sea culpable de ilícitos graves (incluso más que los de Nixon) que le merecerían un juicio político. Es posible que Trump, como Nixon, haya temido que si no despedía al encargado de investigarlo, apareciera alguna revelación terrible. Pero incluso si todo eso fuera cierto, es posible que Trump, a diferencia de Nixon, salga indemne.

Hay entre los dos acontecimientos muchas diferencias, entre ellas el factor tiempo. Cuando Nixon despidió a Cox, el escándalo del Watergate llevaba mucho más tiempo gestándose que ahora las acusaciones sobre los vínculos entre Trump y Rusia, así que el desgaste de Nixon era mucho mayor.

Pero las diferencias más importantes son políticas. En tiempos de Nixon, la oposición demócrata tenía amplia mayoría en ambas cámaras del Congreso, y había algunos republicanos, especialmente en el Senado, que anteponían el interés por la Constitución al interés por su partido. El Senado designó un comité selecto especial, encabezado por el demócrata Sam Ervin y el republicano Howard Baker, que escuchó testimonios y reunió pruebas oficiales que llevaron al procesamiento de 40 funcionarios del gobierno y a la condena de varios importantes auxiliares de la Casa Blanca (además de la renuncia de Nixon).

Pero hoy, la mayoría republicana en el Congreso se mostró singularmente decidida a frenar y limitar cualquier investigación seria de los muy documentados informes sobre maniobras de los rusos para volcar la elección de 2016 en favor de Trump. Si bien se habló (incluso entre algunos republicanos) de nombrar un comité selecto o un fiscal especial para que examine las acusaciones, la resistencia, comparada con 1973, ha sido extraordinaria.

A juzgar por lo sucedido la semana pasada, es evidente que los republicanos prefieren denunciar las filtraciones y, claro, el asunto de los e‑mails de Hillary Clinton antes que investigar la despreocupación total con que la Casa Blanca se tomó los vínculos alarmantes del ex asesor nacional de seguridad Michael Flynn con Rusia y Turquía. De no mediar un cambio significativo, las investigaciones de los congresistas no saldrán de los comités permanentes de ambas cámaras, donde es probable que languidezcan por falta de personal y motivación.

Luego está la prensa. En 1973, la historia del Watergate se mantuvo viva gracias a la obstinación con que dos periodistas del Washington Post, Carl Bernstein y Bob Woodward, insistieron en seguir informando sobre ella cuando los demás medios la habían abandonado. Sólo cuando las denuncias de Bernstein y Woodward cobraron fuerza, el resto de la prensa retomó el escándalo y presionó a Nixon y la Casa Blanca. Hoy, Trump puede contar con el apoyo de operaciones de propaganda que ya hubiera querido tener Nixon, incluidos medios descaradamente polémicos como Fox News y Breitbart News, así como la distribución de propaganda trumpista por medio de una infinidad de blogueros (y por qué no, de bots controlados por Rusia).

Mientras escribo esto, los comentaristas de Fox están repitiendo como loros la absurda afirmación de la Casa Blanca de que Trump despidió a Comey por las cosas terribles que le hizo a Clinton durante la campaña. Lo único que falta sería ver a la principal estrella de la red, Sean Hannity, animando al aire cánticos anti Comey: “¡a prisión, a prisión!”.

El efecto en cualquiera que recuerde el apoyo entusiasta de Trump a Comey el pasado octubre (invariablemente seguido del ritual de multitudes trumpistas aullando “cárcel a la corrupta Hillary”) es psicodélico. Pero los fans de Fox News suelen creer lo que el canal publica, y si bien Nixon tenía detrás de él al futuro hipnotizador de masas de Fox News, un joven Roger Ailes, Fox y el resto todavía estaban a dos décadas de distancia.

Es ciertamente posible que el despido de Comey empuje a algunos republicanos a decidir que todo tiene un límite y seguir el ejemplo de Baker. Las primeras reacciones fueron ambiguas: si bien los senadores republicanos Jeff Flake, John McCain y Ben Sasse expresaron estar decepcionados en mayor o menor grado, senadores normalmente librepensantes como Susan Collins y Lindsey Graham apoyaron la decisión de Trump.

En un clima tan volátil, siempre existe la posibilidad de que se rompan pactos, se den vuelta testigos y aparezcan hechos igual de incriminantes como las pruebas que derribaron a Nixon. También pueden darse acontecimientos internacionales que alerten a algunos republicanos de la magnitud de la ofensiva rusa contra las democracias occidentales, ofensiva que, tras la elección francesa, se ve como una guerra no declarada.

Pero por ahora, no hay nada que indique que el despido de Comey será una repetición de la “masacre de la noche del sábado” cometida por Nixon o de ningún otro acontecimiento en la historia política estadounidense. Aunque el presidente esté actuando (igual que Nixon) como si tuviera algo terrible que ocultar, no bastará en las circunstancias actuales para obligar a que eso salga a la luz.

Irónicamente, Trump (el autodeclarado outsider que tras perder el voto popular se metió en la Casa Blanca porque ganó en el Colegio Electoral), se encuentra, por ahora, más protegido en cierto modo que aquel hombre del partido, Nixon, que en 1972 ganó la elección por un margen apabullante del voto popular y electoral. Aunque cueste admitirlo, la historia, por trágica o farsesca que parezca, no se está repitiendo. Todavía puede ser que Trump caiga, pero antes tendrán que cambiar muchas cosas.

*Sean Wilentz es profesor de historia en la Universidad de Princeton. Su último libro se titula The Politicians and the Egalitarians [Políticos e igualitaristas] Copyright: Project Syndicate, 2017.


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