7 de mayo 2017
LONDRES – En 2002, Jacques Chirac, el líder de la derecha francesa, enfrentó a Jean-Mare Le Pen, el líder del racista Frente Nacional, en la segunda vuelta de la elección presidencial de Francia. La izquierda francesa respaldó al gaullista y conservador Chirac para enfrentar al heredero xenófobo del colaboracionismo de Vichy. Quince años más tarde, sin embargo, grandes segmentos de la izquierda francesa se niegan a apoyar a Emmanuel Macron contra Marine Le Pen, la hija de Jean-Marie le Pen.
Los progresistas tienen buenos motivos para estar enojados con un establishment liberal que se siente cómodo con Macron, un ex banquero sin ninguna experiencia previa en política democrática antes de su breve nombramiento como ministro de Economía, Industria y Asuntos Digitales en el gobierno del presidente François Hollande. Lo ven, con razón, como el ministro que despojó a los trabajadores franceses de tiempo completo de derechos laborales ganados con mucho esfuerzo, y que hoy es el último recurso del establishment contra Le Pen.
Es más, no resulta difícil identificarse con el sentimiento de la izquierda francesa de que el establishment liberal está recibiendo su justo castigo con el ascenso de Le Pen. En 2015, el mismo establishment que hoy respalda a Macron y se enfrenta a los "hechos alternativos", la economía disparatada y el autoritarismo de Le Pen, Donald Trump, el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP por su sigla en inglés) y otros, lanzó una campaña ferozmente efectiva de calumnias y difamación para minar al gobierno griego elegido democráticamente en el que yo ejercí funciones.
La izquierda francesa no puede, y no debe, olvidar ese lamentable episodio. Pero la decisión de muchos izquierdistas de mantener igual distancia entre Macron y Le Pen es inexcusable. Hay dos motivos para ello.
Primero, el imperativo de oponerse al racismo es mayor que la oposición a las políticas neoliberales. Una izquierda más confiada solía entender que nuestro humanismo nos obligó a impedir que los xenófobos pusieran sus manos en las palancas del poder estatal, particularmente la policía y las fuerzas de seguridad. Como en los años 1940, tenemos la obligación de garantizar que el monopolio estatal del uso legítimo de la violencia no esté controlado por quienes albergan sentimientos violentos contra el extranjero, el miembro cultural o sexual minoritario, el "otro".
La fe conmovedora en los mecanismos de control del estado demócrata-liberal, y en la idea de que el régimen de derecho va a impedir que Le Pen utilice el poder estatal en contra de los vulnerables, no es una creencia que la izquierda pueda arriesgarse a abrigar. Los primeros 100 días de Trump, con su persecución concertada de los extranjeros indocumentados, lo confirman.
Pero existe una segunda razón para respaldar a Macron: durante el agobio de la Primavera Griega en 2015, los socialdemócratas en el poder en Francia (en el gobierno de Hollande) y en Alemania (en el gobierno de coalición con los demócrata-cristianos de la canciller Angela Merkel) abrazaron los mismos patrones salvajes que la derecha conservadora.
Recuerdo la sorpresa que me causó mi primera reunión con el ministro de Finanzas socialista de Francia, Michel Sapin. Cuando hablamos en privado, rebosaba de una camaradería jovial. Durante nuestra conferencia de prensa, en cambio, habló como Wolfgang Schäuble, el ministro de Finanzas demócrata-cristiano de Alemania, un defensor a rajatabla de la austeridad. Cuando nos retiramos de la sala de prensa, Sapin instantáneamente volvió a su afabilidad. Decidido a mantener mi aplomo, me dirigí a él y le pregunté, un poco en broma, un poco en serio: "¿Quién es usted y qué le ha hecho a mi Michel?" Su respuesta fue: "Yanis, tiene que entender que Francia no es lo que era".
El servilismo de Sapin frente al establishment autoritario de Europa era imitado en Berlín por Sigmar Gabriel, el líder de los socialdemócratas alemanes y vicecanciller. Él también me hablaba en privado como un compañero de armas mientras que en público se esforzaba por emular a Schäuble. Cuando el forcejeo entre nuestro gobierno y la "Troika" (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) alcanzó un punto crítico, tanto Sapin como Gabriel adoptaron los peores elementos, y los más agresivos, de la propaganda de los acreedores contra nuestro gobierno.
Quizá porque Macron no surgió del tubo de ensayo de la política del partido socialdemócrata, fue el único ministro del eje franco-alemán en arriesgar su propio capital político para salir en ayuda de Grecia en 2015. Como cuento en mi nuevo libro (y en un reciente comentario en Le Monde), Macron entendió que lo que el Eurogrupo de los ministros de Finanzas de la eurozona y la Troika estaban haciéndole a nuestro gobierno y, más importante aún, a nuestro pueblo era en detrimento de los intereses de Francia y de la Unión Europea.
En un mensaje de texto, con el que anunció su voluntad de intervenir para poner fin a nuestra asfixia, me dijo que estaba haciendo todo lo posible para convencer a Hollande y a Gabriel de encontrar una solución. Su mensaje terminaba así: "No quiero que mi generación sea la responsable de que Grecia quede afuera de Europa".
Por supuesto, los esfuerzos de Macron no sirvieron de nada, porque los líderes socialdemócratas de Europa, Hollande y Gabriel en particular, respaldaron absolutamente la decisión del establishment conservador de terminar con nuestra resistencia a más préstamos predatorios y recesión agravada por la austeridad. El resultado es que ambos políticos desde entonces han perdido toda credibilidad frente a un público impaciente. Obviamente, no es el caso de Macron. Mi gran temor es que, aun si él ganara, Le Pen conseguiría de todos modos controlar la dinámica de la política francesa -especialmente si Macron no respalda y promueve la Internacional Progresista que necesita Europa.
Mis desavenencias con Macron son muchísimas; pero nuestros puntos de acuerdo también son importantes. Coincidimos en que la eurozona es insostenible, pero no estamos de acuerdo en lo que debería hacerse antes de que la UE pueda poner la unión política sobre la mesa. Concordamos en que la búsqueda firme de competitividad está convirtiendo a Europa en un juego proteccionista de suma cero, pero no coincidimos en cómo generar la inversión de gran escala necesaria para respaldar las mejoras de la productividad.
Estamos de acuerdo en que la mano de obra precaria y la economía de trabajos esporádicos es una gangrena para la seguridad social, pero discrepamos (marcadamente) respecto de cómo extender la protección a los trabajadores informales sin precarizar a los trabajadores protegidos. Coincidimos en la necesidad de forjar una unión bancaria europea apropiada, pero no estamos de acuerdo en la necesidad de volver a poner al genio financiero en su botella. Sobre todo, no tengo pruebas para persuadir a mis camaradas en DiEM25, el Movimiento Democracia en Europa, de confiar en la capacidad y voluntad de Macron de enfrentar a un establishment que quiere implementar las políticas fallidas que han alimentado el respaldo a Le Pen.
Con todas estas salvedades, apoyo a Macron. De la misma manera que él me escribió diciendo que no quería que su generación fuera responsable por estrangular a Grecia, yo también me niego a ser parte de una generación de izquierdistas responsable de permitir que una persona fascista y racista gane la presidencia francesa. Naturalmente, si gana Macron y se convierte en un funcionario más del establishment profundo de Europa, mis camaradas y yo nos opondremos a él con la misma energía que utilizamos -o deberíamos utilizar- para oponernos a Le Pen hoy.
Yanis Varoufakis, ex ministro de Finanzas de Grecia, es profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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