26 de abril 2017
Nueva York.– La decisión del Departamento de Defensa de lanzar una bomba “Massive Ordnance Air Blast” (MOAB) de 11 toneladas sobre un remoto reducto del Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS) en Afganistán no refleja una política de lucha contra el terrorismo coherente. Como muchos comentaristas han señalado, este fue otro caso de estrategia traga-tácticas – un modo de formulación de políticas que fue puesto a prueba una semana antes en Siria y que podría conducir a una catástrofe si se intenta aplicarlo en, por ejemplo, la península coreana.
Más específicamente, el ataque en Afganistán fue un ejemplo de cómo se deja que los medios militares sean quienes determinen los fines de la política. En lugar de identificar una amenaza urgente a la seguridad nacional y de sopesar las opciones para contrarrestarla, los comandantes militares estadounidenses parecen haber examinado el arsenal no utilizado de Estados Unidos, y al hacerlo se toparon con la bomba MOAB, y buscaron un lugar donde se pudiera exhibir su poder.
Naturalmente, tenían que encontrar un objetivo relativamente libre de civiles, pero no necesariamente uno que representara una amenaza seria para la seguridad nacional o que sirviera como un bastión importante de la insurgencia afgana. La justificación multiuso que se esgrimió para lanzar una bomba MOAB en las montañas afganas fue que, después de ocho años de presunta debilidad de Barack Obama, el uso de la bomba no nuclear más grande que tiene Estados Unidos “restauraría el poder de disuasión”. No se dio ninguna importancia al hecho de que una red mundial descentralizada de extremistas no se iba a sentir disuadida por las detonaciones de alta intensidad sobre tierras desiertas remotas.
El Departamento de Defensa es la única burocracia de seguridad nacional que se ha salvado de los tempestuosos arrebatos del presidente Donald Trump. Pero, a pesar de que, obviamente, los militares desempeñan un papel crucial en la lucha contra el extremismo violento, la administración Trump está equivocada en cuanto a dejar que el Pentágono actúe según su libre albedrío.
Este abordaje es peligroso por dos razones. En primer lugar, los funcionarios del Pentágono tienen un sesgo profesional con respecto a las amenazas a la seguridad nacional. Tienden a sobrestimar la eficacia de los medios militares para eliminar dichas amenazas, subestimando el papel que desempeñan la diplomacia, el trabajo de inteligencia o la aplicación de la ley.
La segunda razón es el propio Trump. Cuando se le preguntó sobre la decisión de sacar la MOAB del almacén, esquivó la pregunta. “Todo el mundo sabe exactamente lo que pasó”, dijo. “Y, lo que yo hago es autorizar a mi ejército. Tenemos el mejor ejército del mundo y ellos han hecho su trabajo como de costumbre. Por lo tanto, nosotros les hemos dado autorización plena”.
La carta blanca de autorización que extiende un comandante en jefe quien tiene deficiencias en su comprensión geopolítica significa que el Pentágono está operando no sólo sin supervisión, sino también en la impunidad. Huelga decir que poner a cargo de la política de seguridad nacional a una agencia gubernamental que funciona impulsada por adrenalina, y a la que no se responsabilizará por sus decisiones en cuanto a utilizar la fuerza, no puede terminar bien de ningún modo.
Para entender los riesgos, no hay necesidad de mirar más lejos que la respuesta que dieron del ex vicepresidente estadounidense Dick Cheney y el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Con la intención de responder al ataque de al-Qaeda con una demostración de poder militar, buscaron un campo de batalla donde los militares pudieran ostentar sus mejores atributos.
Los diversos lugares urbanos donde los atacantes del 11 de septiembre habían confabulado y se habían preparado – por ejemplo, Hamburgo – eran, expresándose de manera suave, lugares inadecuados para una demostración de “conmoción y pavor” que puede traer consigo el poder militar estadounidense. Así que Estados Unidos apuntó hacia Irak, lugar que Cheney describió absurdamente como “la base geográfica de los terroristas que nos tuvieron bajo ataque hasta ahora y durante muchos años, pero sobre todo durante el 11 de septiembre”. No importó para nada que Saddam Hussein no hubiese tenido nada que ver con el 11de septiembre, y que derrocar a un dictador árabe secular no haría nada por detener a los extremistas no estatales de mentalidad religiosa.
El papel decisivo que la invasión de Irak desempeñó en el surgimiento de ISIS, así como el que hoy en día desempeña en el colapso en curso del orden internacional liberal, debería haber servido de advertencia para los encargados de la formulación de políticas, quienes delegaron la seguridad nacional de Estados Unidos en las manos de tomadores de decisiones que no pueden ser responsabilizados políticamente. Al parecer, no sirvió de advertencia.
De hecho, ni siquiera Obama evitó la trampa de permitir que los medios militares de Estados Unidos determinaran sus fines de política exterior. Jeffrey Goldberg de la revista The Atlantic está en gran parte en lo correcto cuando indica que Trump echó por la borda la precaución con la que actuaba Obama. No obstante, al recurrir tan extensamente a los drones como instrumento antiterrorista, Obama proporcionó un pernicioso precedente para la decisión de lanzar la MOAB.
Sin duda, Obama tenía buenas razones para confiar en los drones. A diferencia de las tropas terrestres que toman decisiones en una fracción de segundo estando bajo fuego vivo, los operadores de drones son menos vulnerables al miedo o la rabia que pueden llevar a masacres civiles y en campos de batalla. Pero, Obama también usó drones simplemente porque los tenía. La existencia misma de estas armas parece haber desempeñado algún papel, aunque el valor del mismo no sea calculable, en la decisión de desplegarlas.
Debido a que todos los drones eliminan el riesgo de bajas estadounidenses, pueden utilizarse contra objetivos que no representan necesariamente una amenaza directa y significativa para la seguridad nacional de Estados Unidos. Eso es exactamente lo que pasó durante la administración de Obama: se permitió que la forma cómo lucha EE.UU. vaya a determinar dónde y por qué lucha el país. Debido a que el carácter conveniente de los drones llevó a la ampliación gradual de las misiones, la administración de Obama autorizó misiones en las cuales se mataba en lugar de capturar en zonas del mundo donde las amenazas directas a los intereses de EE.UU. eran insignificantes.
Se puede decir lo mismo del uso de una MOAB para borrar de la faz de la tierra a unas pocas docenas de fanáticos crueles, pero combatientes relativamente insignificantes, que estaban al acecho en un complejo de túneles en las montañas de Spin Ghar. Si el objetivo era enviar un mensaje sobre que “EE.UU. está de retorno”, uno sólo puede preguntarse quién, exactamente, está recibiendo dicho mensaje y cuál será probablemente su reacción.
Una respuesta a dicha interrogante es los medios de comunicación estadounidenses. Tal como las elecciones presidenciales del año 2016 dejaron dolorosamente en claro, la “prensa libre” de Estados Unidos funciona menos como un control sobre el poder político que como un cinturón de transporte para la distracción y el engaño sin principios. Después del lanzamiento de la MOAB, la prensa estadounidense cumplió ese papel, ya que proporcionó una oportuna cobertura sensacionalista.
Los canales de noticias por cable, en particular, incluso aquellos con un mítico “sesgo liberal” – no pueden resistir la tentación de pregonar las disparatadas arengas y absurdas falsedades de Trump. Pero a medida que las payasadas de Trump ya no se constituyan en novedades atractivas, la administración tendrá que encontrar nuevas formas de desviar nuestra atención de sus escándalos actuales y pasados. Lamentablemente, el ejército estadounidense parece estar listo y dispuesto ser el líder que abra camino en cuanto a desviar la atención.
Sólo podemos esperar que el próximo ataque militar de Estados Unidos – ya sea en Corea del Norte o en el Golfo Pérsico, no desencadene una auténtica emergencia de seguridad nacional. Si lo hace, por desgracia, el sistema de seguridad nacional que está demasiado militarizado, que tiene poco personal y es políticamente intocable estará espantosamente mal preparado para afrontar dicho desafío.
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Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.
Stephen Holmes es profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York y el libro más reciente de su autoría es The Matador’s Cape: America’s Reckless Response to Terror.
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