3 de abril 2017
Nueva York.– Cuenta la leyenda que el rey Canuto llevó a sus aduladores al mar, para mostrarles que ni siquiera un rey podía dar órdenes a las olas, que las leyes de la naturaleza son más poderosas que los mandatos de los hombres. Tanto peor para Donald Trump, que realmente cree que sus decretos pueden contener las olas.
Más que aduladores, Trump está rodeado de empresarios amigos que, lo mismo que su tonto e ignorante rey, creen que negando el cambio climático podrán recuperar los días de riqueza y gloria del carbón, el petróleo y el gas. Se equivocan. La codicia no revertirá el cambio climático antropogénico, y los decretos de Trump no detendrán el abandono mundial de los combustibles fósiles y la adopción de fuentes de energía de baja huella de carbono, como la eólica, solar, hídrica, nuclear, geotérmica, etcétera.
En menos de cien días, hemos aprendido que Trump es un hombre que vive en un mundo de fantasía. Firma decretos, ladra órdenes, publica tuits de medianoche, todo para nada. Los hechos (los reales, no los “alternativos” que promueve) no dejan de interferir con sus planes. Allí está la física; la ley; los tribunales; las normas procedimentales; y los votantes, de los que sólo el 36% aprueba el desempeño de Trump. También está China, que se anota una victoria tecnológica y diplomática cada vez que el incompetente presidente de los Estados Unidos comete un error.
La última fantasía tiene que ver con el cambio climático. Trump firmó decretos con los que, asegura, revertirá las políticas del expresidente Barack Obama en la materia. Esto incluye medidas como rescindir las normas del Plan de Energía Limpia de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA); anular normas para el control de emisiones de metano causadas por la producción y distribución de petróleo y gas; y poner fin al uso regulatorio del “costo social del carbono”, una métrica introducida por la EPA para calibrar el valor económico del daño climático causado por la emisión de cada tonelada adicional de dióxido de carbono.
Según Trump, estas nuevas medidas crearán empleos en el sector del carbón, darán a Estados Unidos “independencia energética” y alentarán el crecimiento económico. Además, hace poco Trump autorizó la construcción del oleoducto Keystone XL desde Alberta (Canadá) hasta el estado de Nebraska, con el objetivo de vincular las arenas petrolíferas de aquel país con las refinerías estadounidenses. Obama había rechazado el proyecto, porque agravaría el calentamiento global.
La motivación principal de Trump es servir a los intereses económicos de las industrias extractivas estadounidenses, que proveen abundante financiación de campaña y apoyo mediático a los republicanos en el Congreso y en los gobiernos de los estados. En pocas palabras, es corrupción: entregar políticas públicas a cambio de fondos de campaña.
Los implicados en esta conducta deshonrosa incluyen a ExxonMobil, Chevron, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, Koch Industries y casi todos los congresistas republicanos, que con tal de asegurarse el flujo de fondos de campaña, están dispuestos a mostrarse en público como ignorantes, al negar la climatología y el calentamiento global. Puede que Trump sea lo suficientemente tonto para creer lo que dice o no, pero en todo caso sabe que sus decretos le vienen como anillo al dedo al poder republicano.
Pero como muchas otras decisiones de Trump, en esta hay más ruido que nueces, más bravata que realidad. En primer lugar, Trump no puede detener las olas (o el aumento de los niveles oceánicos tratándose del calentamiento global). La ciencia es real, aun si Trump no tiene miedo de alardear de su ignorancia científica.
En segundo lugar, el mundo sabe que es real. En 2015, todos los estados miembros de la ONU firmaron el acuerdo climático de París. El planeta acaba de padecer los tres años más cálidos del registro histórico. Los océanos se están calentando a toda velocidad (de lo que da muestra reciente el daño del 93% en la Gran Barrera de Coral australiana). El cinismo y la ignorancia de Trump no convencerán a nadie ni le ganarán seguidores fuera de Estados Unidos.
Además, las acciones de Trump deberán enfrentar demandas en los tribunales, y es casi seguro que las perderá. Entusiasmarán a unos pocos votantes en estados carboneros como Virginia Occidental y le ganarán el elogio de Koch Industries, pero no anularán las normas de la EPA sobre emisiones de CO2.
Son normas protegidas por la Ley de Aire Limpio de los Estados Unidos, y a Trump le faltan votos en el Congreso (por amplio margen) para cambiarla. Y los votantes estadounidenses, por amplio margen, apoyan el reemplazo de los combustibles fósiles con energías renovables. Incluso con la corrupción de la política estadounidense, la opinión de los votantes todavía cuenta.
Trump tampoco podrá revitalizar el moribundo sector del carbón, porque hoy todo está en su contra. El carbón causa enfermedades respiratorias a mineros y residentes de áreas cercanas a centrales de energía que lo usan como combustible; libera más CO2 por unidad de energía que el petróleo y el gas; y (lo mismo que todos los combustibles fósiles) es cada vez menos competitivo respecto de energías no contaminantes como la eólica, la solar y la hídrica, entre otras.
En cuanto al empleo, como la extracción de carbón está cada vez más automatizada, hoy la contratación de todo el sector no llega ni a cien mil de los más de 150 millones de trabajadores estadounidenses. La extracción de carbón no afectará significativamente las tendencias futuras de empleo en los Estados Unidos, mal que le pese a Trump.
Por la misma razón, apuesto a que un proyecto tan costoso como el oleoducto Keystone XL jamás se llevará a cabo. Dada la urgente necesidad mundial de pasarse a fuentes de energía limpias, el mundo no necesita las arenas petrolíferas de Canadá, caras de explotar, altamente contaminantes y alejadas de los mercados. Sin importar la aprobación de Trump, es difícil que alguien quiera invertir en un oleoducto que probablemente estaría en quiebra mucho antes de que pueda empezar a usarse.
Las decisiones de Trump no afectarán a China, Europa y ni siquiera la región del Golfo. China está decidida a reducir las emisiones de CO2, depurar el aire de sus ciudades y ponerse a la vanguardia del siglo XXI en el uso de tecnologías no contaminantes como las células fotovoltaicas y los vehículos eléctricos. Europa está cada vez más cerca de convertirse en una economía de emisión nula. Y los países del Golfo están creando importantes infraestructuras en energía renovable, especialmente la solar.
Al final, podremos asombrarnos ante la estupidez del presidente estadounidense y la corrupción del Partido Republicano, pero no nos creamos que las fantasías climáticas de Trump cambiarán la realidad mundial o afectarán la implementación del acuerdo climático de París.
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Traducción: Esteban Flamini
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Gestión y Política Sanitaria y director del Centro de Desarrollo Sostenible en la Universidad de Columbia. También es director de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
Copyright: Project Syndicate, 2017.
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