20 de febrero 2017
Este año se celebrarán las séptimas elecciones municipales desde que fue restablecida la autonomía de los municipios. Bajo la dictadura somocista también se realizaron, pero al no estar relacionadas con la autonomía las convertía en meros actos formales sin relevancia en lo que ocurriera en los municipios, al extremo de que si bien existían como unidades administrativas no eran realmente municipios en el sentido político del término. Por ello es posible afirmar que la historia del municipio ha sido la historia de su autonomía política, una esfera de la autonomía que emerge de la soberanía electiva de cada persona.
Ambas, autonomía política local y soberanía electiva, forman un binomio indisoluble. La primera equivale al autogobierno y la segunda al imperio que cada persona ejerce sobre su voto, que por extensión es el principio fundacional de la democracia de “una persona un voto”. De lo anterior se desprende que si el voto ciudadano empodera a las nuevas autoridades para que actúen con autonomía frente a las prioridades locales, la negación, obstaculización o anulación del derecho al voto conlleva invariablemente a la erosión de la autonomía política de los gobiernos municipales.
Esto es lo que ha venido ocurriendo con mayor descaro en Nicaragua desde 2008: la invalidación del voto como vehículo instituyente de la autonomía política de los gobiernos locales, y su conversión en agencias ejecutoras de las decisiones que se toman semanalmente en Managua.
Si las próximas elecciones se celebrasen bajo las mismas trampas impuestas por el Consejo Supremo Electoral, serían de nuevo una contradicción en sí mismas: endosarían, más que elegir, autoridades sin autonomía; se votaría por funcionarios con vínculos muy débiles con la voluntad popular, más comprometidos con el aparato nacional que los llevó al poder que con una población local a quien le habría sido confiscado una vez más el poder del voto y de veto.
Entonces surgen la pregunta: ¿Si se vota por autoridades que serán más responsables ante quien las nombró que ante una población que no les ha votado, para qué votarles?
Para evitar que esta pregunta lleve a una respuesta negativa hay que corregir lo que está defectuoso producto de los amaños que han venido siendo introducidos en el sistema electoral nicaragüense. Para que la relación entre voto ciudadano y autonomía política de las municipalidades sea efectiva tiene que ser desmontado el aparato del fraude. Un aparato que elección tras elección ha ido afinando sus mecanismos para birlar – y desalentar- el poder ciudadano de autorizar nuevos gobiernos.
Además de los obstáculos previos (despojo de personalidades jurídicas a partidos, negación de cédulas, alteraciones en el calendario electoral, manipulación del censo electoral, entre otros), las elecciones de 2008 y 2012 invalidaron el voto de miles de electores que vieron cómo su voluntad era burlada con las famosas impugnaciones en las mesas de escrutinio y en las oficinas municipales.
Según registros de IPADE en 2008 fueron anulados no menos de 17,000 votos a los partidos liberales. Como ejemplo los casi 4,000 anulados en Juigalpa, más de 2,000 en Jinotega, cerca de 1,800 en Santo Tomás y más de 1,200 en Miguelito. Todo lo anterior sin incluir el extremo kafkiano de lo ocurrido en Managua, donde el órgano electoral borró de un plumazo más de 27,000 votos al no publicar los resultados en el 30% de las urnas, y el despojo al candidato liberal en León.
En la siguientecita electoral, el caso que marcó las irregularidades electorales fue Nueva Guinea. A pesar de lo certificado en las copias de las actas de escrutinio, al PLC le fueron anulados más de 3,000 votos en la oficina municipal del CSE. Pero también hay que agregar los casos de Darío y Matiguás, donde los operarios del orteguismo robaron las actas en las que constaba su derrota.
Como dijo el excandidato a alcalde de Juigalpa despojado en 2008, en aquella fecha “todo cambió”, algo se rompió: la confianza en el voto, en las instituciones, en la previsibilidad de las reglas de juego democrático; pero sobre todo en los municipios empezó la agonía de la autonomía. Los atropellos a la voluntad popular segaron la soberanía electiva de la población y con ello desarraigaron el corazón de la autonomía municipal, la autonomía política.
De esta suerte el gobierno de Ortega siguió la ruta de otros regímenes autoritarios de Nicaragua: para liquidar la autonomía municipal degradó la autonomía política desnaturalizando las elecciones locales. Zelaya las suspendió a los pocos meses para borrarlas 12 años después;Somoza García las derogó con un decreto de dos artículos en 1937; y Ortega las adulteró dos años después de su regreso al poder.
La historia ha confirmado la relación interdependiente entre elecciones y autonomía local. Los autócratas se sentirían muy cómodos si la autonomía municipal fuese solamente un gobierno local subordinado dentro del Estado. Pero la autonomía no es una generosa concesión de los gobiernos centrales hacia los municipios. La autonomía es un derecho al autogobierno de los pueblos sometido al control de una comunidad a la que debe su elección. Ello ocurre si cada elector ejerce su autonomía individual para decidir libremente a quién prefiere para tomar las decisiones en el municipio pensando en las prioridades localmente construidas.
Pero si la condición necesaria de las elecciones, lejos de ser una oportunidad para seleccionar las mejores opciones, más bien son una frustración para cambiar las cosas, la autonomía no tiene muchas opciones de levantar cabeza. Por eso es imperativa la transformación del sistema electoral nicaragüense. Para ello no hay que ir a buscar muy lejos. Las organizaciones agrupadas en el Grupo de Promoción de las Reformas Electorales han presentado propuestas serias y rigurosas que sólo requieren de la voluntad política del amo y señor de Nicaragua.
Mientras esto ocurra, la autonomía municipal seguirá mirando hacia el horizonte, agazapada, esperando la ocasión para resurgir en un nuevo capítulo de su eterno retorno, como lo hizo después de cada período de ostracismo a la que fue condenada por los autócratas de turno que vieron en ella el peligro de redistribuir el poder entre la ciudadanía.