4 de febrero 2017
2016 fue un año funesto para la liberal-democracia y 2017 no augura demasiadas cosas buenas. Desde el Brexit hasta la elección de Trump – y nuestra propia ‘elección’ en Nicaragua- ha habido suficientes evidencias de que las instituciones representativas atraviesan una tormenta sin anuncio de remisión.
En este contexto han sido muchas las voces que, al clamar contra los desgraciados resultados del sistema, llevan nuestra atención a la Grecia Antigua. Pero, ¿podemos aprender algo de los griegos que nos ayude a alejarnos de esta deriva?
Es por todos sabido que la democracia es un sistema político que nació en Grecia en el siglo V a.c., que tuvo su mejor ejecución en la polis de Atenas, y más particularmente en la Atenas de Pericles. Y no, claro que no se parecía en nada a la nuestra.
Desde el punto de vista institucional esta democracia se fundamentaba, en primer lugar, en su Asamblea. A ella podían acudir el total de los ciudadanos, se reunía un mínimo de diez veces al año y allí se decidían los elementos esenciales de la política ateniense.
La tarea efectiva del gobierno se concentraba, sin embargo, en el Consejo de los Quinientos. El Consejo estaba compuesto por miembros de todos los ‘demos’ (barrios, dicho de manera muy imprecisa) y eran elegidos por sorteo regularmente. Este tipo de elección era particularmente importante para la democracia, pues igualaba las posibilidades de que todos pudieran desempeñar la función pública en algún momento.
Finalmente, el control popular estaba claramente reflejado en los tribunales atenienses. Sus miembros eran nombrados por los demos y por sorteo se les destinaba a los distintos tribunales y casos. Todo ciudadano podía ser designado para el desempeño de esta obligación. Se concebía que el tribunal, con funciones ejecutivas, no representaba al pueblo sino que era literalmente el pueblo.
Desde luego, no parece en ningún caso posible reproducir estas instituciones actualmente. No sólo nuestros estados son demasiado grandes y poblados en relación a las polis griegas: Atenas era la más grande y en ella habitaban 300 mil personas, algo así como el Departamento de Masaya. Pero sobre todo nos separa de aquellos una gran distancia ideológica en nuestra forma de relacionarnos y considerar el entorno.
Para empezar, esta concepción democrática parte de la base de que todos los ciudadanos, por el mero hecho de serlo, poseían una natural y suficiente capacidad política. Por otra parte, la polis era el valor supremo y el mayor interés para cada uno, por encima de todas las facciones, por encima de todas las condiciones. La libertad, con respeto a la ley, era la libertad para ser parte activa de la polis. Como ejemplo basta recordar que Sócrates prefirió ingerir la cicuta y morir injustamente condenado, antes de exiliarse y alejarse de la polis. En definitiva, los estados modernos son demasiado grandes y remotos, tan impersonales y competitivos, que no pueden ocupar en nosotros el lugar íntimo que para un griego tenía su comunidad.
De igual forma, vale la pena preguntarse si el ideal ateniense además de impracticable es deseable. Al fin de cuentas, es conocido que tras su etapa de resplandor las instituciones democráticas engendraron cruentas y fratricidas facciones. Éstas a su vez permitieron el surgimiento de personajes que, siguiendo intereses particulares, llevaron al imperio al desastre y la derrota en el Peloponeso. Además, aunque fuera común en el mundo antiguo, hay que resaltar que parte de la libertad y bienestar de los atenienses estaba fundamentada en la esclavitud y exclusión de muchos otros (hombres, pero particularmente mujeres), tanto fuera como dentro de sus murallas. Esto es algo que no nos concierne reproducir sino combatir.
Sin embargo, volviendo la vista a nuestro tiempo sí parece posible que haya elementos de esa democracia que pueda interesarnos revivir hoy. Si prestamos atención a los recientes acontecimientos que tanto lamentamos, reconoceremos la cara de la apatía y la inacción. ¿No es cierto que detrás del Brexit, del que tanto y con razón se queja la juventud británica, ha habido un altísimo (40%) nivel de abstención de voto joven? ¿No ocurrió lo mismo en el referéndum por la paz en Colombia (62%)? En EEUU, Trump ganó una elección (aun perdiendo el recuento de votos) con un abstención del 43%.
Tomando en cuenta lo que estaba en juego (¡Trump!) y el hecho que en estas sociedades liberal-democráticas el voto es el pináculo (sino la única acción) de la participación política, las altas cifras de apatía electoral son sólo un ejemplo pero buena muestra de una de las causas de la deriva.
Es aquí donde Pericles y los suyos tendrían algo que enseñarnos. No se trata de que en Atenas cada año uno de cada seis ciudadanos podía tener alguna participación directa en el gobierno civil. Tampoco queremos incidir en hubiese regularmente una asamblea en donde todos pudieran ser oídos directamente si así lo quisiesen. Insistimos, esencialmente, en que aún si no llegará a tener cargo alguno y aunque no hubiera asamblea, el ciudadano ateniense se involucraba de manera activa en las discusiones que llevarían a decisiones sobre el destino de su polis. En Atenas, el individuo no político era un ser incompleto.
Pero esa consideración no suponía un menos cabo a la libertad individual. Tampoco suponía que la ciudad no promoviera, y que el ciudadano no tuviera, actividades totalmente privadas impulsadas para beneficio personal, o que el constante involucramiento en los asuntos públicos fuera en detrimento de las capacidades de cada uno. Atenas fue una comunidad rica y la manufactura ateniense de cerámica y armas era la mejor del mundo griego, pero aún el artesano se habría indignado de llevar una vida en la que no pudiera interesarse en los asuntos comunes.
En Nicaragua hemos tenido una infundada fe, primero, en las jornadas electorales como único salvavidas necesario, y segundo, en el hacer e influencia de actores externos. Hoy, cuando no hay institucionalidad posible y nos hundimos en el autoritarismo, se hace aún más indispensable la participación ciudadana, en cualquiera de sus formas. Por poner un ejemplo, ¿acaso el movimiento campesino no retoma de alguna manera la noción de que se debe participar decididamente en el destino de la comunidad y que éste no puede ser impuesto?
En cualquier caso, y cualesquiera sean sus manifestaciones futuras, la participación sólo puede nacer, empero, de la convicción de la importancia y el valor de la colectividad. Y esto no se asimila por sí solo. Hay que infundirlo. Esto es algo que podemos aprender de los griegos.