1 de febrero 2017
“La dificultad de los regímenes autoritarios reside siempre en el aislamiento de los jefes respecto a las masas”
M. Duverger
Recientemente salió a la luz en español “La política de la incertidumbre en los regímenes electorales autoritarios”, un libro que debería ser de lectura obligatoria para quienes luchan por rescatar la libertad y la democracia en Nicaragua. Su autor, Andreas Schedler, profesor del prestigioso Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) de México, cuenta con una amplia trayectoria en el estudio de las autocracias contemporáneas.
La obra, dicho en corto, tiene dos grandes virtudes: aclara la vieja imprecisión acerca de los regímenes políticos que no son democracias ni dictaduras, y arroja luz sobre los tipos de incertidumbre que los aquejan, la institucional y la informacional. A los primeros los denomina autocracias electorales por la manipulación recurrente de los principios de la democracia liberal, en particular por el uso trucado de elecciones en las que no se discute el poder. Pese a que con esta maniobra los autócratas busquen neutralizar la incertidumbre de la democracia que se abre con elecciones verdaderamente competitivas, al final no pueden confiarse porque se ciernen sobre ellos otras dos incertidumbres: la institucional, que les impide asegurar su permanencia en el poder; y la informacional, asentada en que “nunca pueden saber qué tan seguros están”.
Con la identificación de las autocracias electorales aporta un nuevo enfoque en la larga discusión sobre lo que para algunos son regímenes híbridos (Morlino), para otros semidemocracias (Diamond) o simplemente semi-competitivos (Nohlen). Según Schedler, son regímenes que “practican el autoritarismo tras las fachadas institucionales de la democracia representativa. Celebran elecciones multipartidistas a nivel nacional, pero violan sistemática y profundamente las normas mínimas de la democracia liberal”.
Es este rasgo de travestismo político lo que mejor los caracteriza, a la vez que los diferencia de las dictaduras, donde no se celebran elecciones, y de las democracias, donde se celebran con plenas garantías. A juicio del autor, “desde el fin la Guerra Fría se han convertido en la forma más común de los regímenes no democráticos”, producto de la adaptación de los viejos (y nuevos) autócratas al formato de la democracia liberal, en un recuento del que no excluye a nuestro país.
Desde entonces, los regímenes autoritarios han acumulado experiencias en lo que denomina el “menú de la manipulación institucional”, un amplio inventario de maniobras que se repiten en los países donde rigen. Celebran elecciones formalmente incluyentes, mínimamente pluralistas, mínimamente competitivas y mínimamente abiertas; acosan a periodistas, intimidan a votantes, manipulan tribunales electorales y las reglas del juego, y falsifican los resultados. -¿Nos suena conocida esta canción?-
Su generalización ha llevado a que los autoritarismos electorales se aborden desde tres perspectivas: las elecciones como adorno, en las que los comicios no tienen ninguna relevancia causal, en el sentido que no implican una disputa entre verdaderas alternativas de poder; las elecciones como herramientas, por cuanto están organizadas como “instrumentos para fortalecer el poder los dictadores”; y las elecciones como arenas de luchas asimétricas, que “no dan oportunidades a la oposición para subvertir el régimen político”.
En cuanto a las incertidumbres institucionales e informacionales, aunque teóricamente se diferencian, en la práctica se conjugan para alimentarse la una con la otra. Las institucionales se refieren a las incertidumbres de tipo estratégico que hacen temer a los autócratas por su continuidad en el poder. Para contrarrestarlas ponen bajo su control todos los poderes del Estado, pero sobre todo el sistema electoral de cuyo engranaje podrían surgir resultados que, como en 1990, conlleven a un cambio de régimen.
Las incertidumbres informacionales o informativas son de corto plazo, anidan en el terreno de la lucha entre las amenazas reales y las percibidas, y como tal se libran en el reino de lo subjetivo. Son “percepciones presentes “que miden la voluntad popular a través de estudios de opinión hechos a la medida y de registros oficiales (como las estadísticas nacionales).
Aunque el régimen tenga bajo su control las incertidumbres institucionales por la vía de los instrumentos de que dispone (coerción, cooptación y pactos, entre otros), las incertidumbres informativas -por ese alejamiento entre el autócrata y las masas del que hablaba Duverger- tienen que pasar necesariamente a través de los burócratas del gobierno y del partido que, entre otras cosas, necesitan asegurarse sus puestos de trabajo con informaciones complacientes con el alto mando. Esta debilidad informativa (desconfianza en los mandos intermedios y locales) obliga al régimen a reforzar los controles (las reuniones de los lunes con todos los alcaldes orteguistas) para asegurar la veracidad de los informes y calmar las aguas de la incertidumbre.
No obstante, estos controles no sólo resultan insuficientes, porque el autócrata no puede estar en todos los territorios todos los días para informarse de primera mano, sino que además genera descontentos entre las élites autoritarias locales que ven mermados sus poderes. Ambas circunstancias hacen que las amenazas percibidas no se diferencien de las reales y que las incertidumbres informativas (las que impiden saber qué tan seguros están en el poder) adquieran características de incertidumbres institucionales (el temor de que la permanencia en el poder no está asegurada).
El caso del abstencionismo en las pasadas elecciones presidenciales es el mejor ejemplo de esta relación recíproca entre ambas incertidumbres.
Si el CSE ocultó los resultados de la participación real al autócrata le generó una incertidumbre informativa porque no sabe cuánta gente votó por él. Si no se lo ocultó, es decir, si le dijo que la participación fue extraordinariamente baja, le generó una incertidumbre institucional porque le hizo saber que el rechazo de la población alcanzó niveles estratégicos y por ende su permanencia tranquila en el poder está sobre un polvorín.
La manipulación de los resultados de las elecciones los trasladó al terreno de la percepción, y por ende al ámbito del debate político. En vez de tener un valor cuantitativo, susceptible de ser interpretado políticamente, la abstención pasó a un dominio subjetivo donde ya se ha convertido en fuente de cuestionamiento de la legitimidad del régimen, lo que a mediano plazo fomenta su incertidumbre institucional: el gobierno Ortega sabe en su fuero interno (aunque lo niegue de puertas afuera) que su permanencia no está asegurada por los resultados electorales debido a la percepción (no conocemos todavía su tamaño) de que la abstención fue mayor de lo que la autoridad electoral quiso reconocer.
Este escenario parece confirmar la paradoja del dictador formulada por Schedler: “Cuanto más temible, menos puede saber sobre quienes gobierna y con quien gobierna”. Esta es otra de las virtudes de la alta abstención en las pasadas elecciones: sumir al régimen en una incertidumbre tan nebulosa que ni siquiera se puede fiar de sus más allegados.