16 de enero 2017
A continuación, un muy breve fragmento de mi libro Introducción a la Política (Editorial LOM, Santiago de Chile 2004). En ese pasaje y en muchos otros de ese libro defiendo el derecho de todos los ciudadanos a elegir o no elegir las opciones políticas que consideren más convenientes siempre que no atenten contra la legislación nacional e internacionalmente establecida.
En cualquiera alteración de ese derecho ciudadano en nombre de un determinado moralismo o de una ética ideológica o de principios abstractos supuestamente universales, yace inscrito uno de los elementos fundamentales de la razón totalitaria.
Nadie puede arrogarse el derecho a juzgar y mucho menos a difamar a alguien en nombre de leyes que no existen.
Por cierto, todo el mundo tiene derecho a opinar sobre lo que quiera y como quiera. El autor, es decir yo, se reserva a su vez el derecho a considerar a todas las opiniones que obvian la razón constitucional y están destinadas a lastimar a personas públicas o privadas, como textos sin ninguna relevancia.
Toda ética o moral que contradiga la letra o el espíritu del derecho no es ética ni moral.
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El político moralista de Kant, a diferencia del político moral, no es moral. En lugar de hacer del cumplimiento de la Ley una obligación moral hace del cumplimiento de la moral, su moral, una obligación legal. El político moralista obliga a la política a regresar a fases primitivas, cuando no habiendo leyes escritas, debía la política regirse de acuerdo a códigos morales sin más sustento que las leyes del honor. Se explica así porqué la recurrencia al concepto de honor es tan frecuente entre déspotas y dictadores. El honor es norma de tiempos prepolíticos. El derecho, según Kant, es medio de regulación en tiempos políticos. Cada gobernante que pone su honor, incluso su palabra de honor sobre la Constitución, se desacredita, según Kant, tanto moral como políticamente.
El político moralista comienza justo ahí donde termina el político moral, afirma Kant. Ahí comienza también aquella “maldad” que se opone a la paz (ibíd., p. 321) –afirmación asombrosa pero clave en la teoría política kantiana–. Dicha “maldad” –en el fondo una regresión hacia aquella “condición natural” donde impera la violencia– se encuentra en el origen de cada guerra. No hay guerra que no haya sido declarada justa por sus ejecutores, justicia que ha sido siempre fundamentada en términos moralistas. El moralismo, no la moral, es la base de cada guerra.
Kant, por lo tanto, no critica al político moralista su recurrencia a principios morales, sino el hecho de que los separa de la política. Política y moral no están en sí separadas hasta que aparece el moralista que intenta convertir la política en la mano ejecutora de la moral, es decir, de una instancia que se encuentra sobre, y por lo mismo, fuera, de la política. Dice Kant: “La verdadera política no puede dar ningún paso antes de haber rendido honor a la moral, y si bien la política es un arte muy difícil, unir la política con la moral no es ningún arte pues ambas forman un nudo que no se puede desatar en tanto ambas (política y moral) no entren en controversia” (ibíd., p. 325). Sólo se puede separar aquello que está unido. Dicha separación es ejecutada por los moralistas cuando quieren hacer de la moral, la razón de la política.
Convertida la moral en razón política, y peor, de Estado, el político moralista subordina todos los medios a fines moralmente deducidos por él mismo, o por su partido o grupo. Esos fines frente a los cuales son morales todos los medios tenían en el pasado preconstitucional un carácter religioso. Si la voluntad del monarca, o del sátrapa, u hoy, de algún ayatola, papa o pope, está avalada por Dios, el gobernante se convierte en ejecutor de la voluntad divina. Hoy todavía perviven algunos ejemplos del tiempo teocrático. Las teocracias de la (pos)modernidad nos dan sólo una imagen pálida del poder absoluto que todavía pervivía en tiempos de Kant. Se comprende entonces por qué la mayoría de los filósofos políticos de la actualidad conceden a Maquiavelo el honor de haber separado a la persona del Príncipe de la voluntad de Dios (Münkler, 1987). El precio era alto: transferir la potestad divina al Príncipe. El Príncipe de Maquiavelo era el encargado de realizar la política de acuerdo a máximas deducidas de una razón de Estado que no podía ser sino la del propio Príncipe, o mejor: de los consejeros del Príncipe, esto es, de gente como Maquiavelo.
No es, sin embargo, la de Maquiavelo una restauración del reino platónico de los filósofos. Se trata más bien de una construcción mediante la cual el Príncipe, al mismo tiempo que es personificación del poder, es también intermediario entre el saber y el poder. Pero es un saber que no viene de Dios sino de la Razón, que al ser del Estado, no puede ser de los súbditos. La razón de Estado está más allá del Bien y del Mal, se deduce de sí misma. El poder viene del poder pero, ¡qué importante! no más de Dios.
Kant no sólo rompió entonces con la lógica de Maquiavelo, sino que también la completó. Para que el poder del Príncipe sea aceptado, el Príncipe deviene representante del pueblo soberano. Pero no se trata del poder divino del pueblo que forjaron los jacobinos (una suerte de absolutismo puesto de cabeza) sino del pueblo que se expresa a través del Derecho, depositario de una razón y moral colectiva de la cual el gobernante ha de ser su primer servidor.
El político moralista es, para Kant, casi siempre visionario, utópico o profético; y siempre ideológico. Por supuesto, el político moral también tiene objetivos, pero éstos no lo esperan en ninguna tierra prometida, en ningún “más allá”, y sobre todo, en ninguna utopía. Por lo mismo, el político moral no obliga a ningún pueblo a seguirlo en un éxodo a través del tiempo. Los objetivos del político moral se van realizando de acuerdo a conflictos que se presentan de modo ininteligible y que son inteligibilizados por medio de la razón y, por cierto, de la política. En cambio, para el moralista el futuro es inteligible. En los términos de Kant, el futuro aparece como inteligibilidad apriorizada. O dicho de modo más simple: mientras para el político moral el fin se encuentra en los medios, para el moralista el fin se encuentra no sólo después sino antes y sobre los medios. Es por eso que el político moralista no es moral; en verdad, en nombre de la moral, de su moral, es esencialmente inmoral.
El político moralista que critica Kant apoyaba su práctica de acuerdo con fines religiosos hasta Maquiavelo, y simplemente estatales, después. Todavía no se producía aquella nefasta fusión de ambos, que Kant no alcanzó a conocer y que fue el totalitarismo moderno. Porque para los mentores del totalitarismo, aquella contradicción entre razón teológica y razón de Estado que Maquiavelo resolvió a favor del Estado, se convertiría en unidad indisoluble. Es decir, el político totalitario logró la reunificación de dos términos que parecían antagónicos: la razón metafísica y la razón de Estado. Pues, tanto para Hitler como para Stalin, el reino que representaban no era de este mundo. El reino del primero, ario, y del segundo, proletario, se encontraba prescrito en un futuro que había que alcanzar haciendo uso de cualquier medio. La profunda inmoralidad de ambos residía en el moralismo que ostentaban, verdadera metafísica del poder. Pues ese político moralista que denuncia Kant se convertiría, en los tiempos de la modernidad tardía, en esa especie que, aún después de la era totalitaria, sigue presente en tantos lugares de la tierra. Me refiero, sin dudas, a quien fuera el héroe del siglo XX: el moralista ideológico.