28 de diciembre 2016
La caída de Alepo bajo fuerzas leales al presidente sirio Bashar al-Assad no es ni el fin del principio ni el principio del fin de la guerra civil siria, que ya lleva cinco años y medio, y que es un conflicto por intermediarios, regional y hasta cierto punto global. La siguiente gran batalla se peleará en la provincia de Idlib; la única pregunta es cuándo. Y después de eso, la guerra continuará asolando varias partes de lo que seguirá siendo un país dividido.
Aun así, es buen momento para detenernos a reflexionar sobre lo sucedido, aunque sólo sea por las enseñanzas que nos deja. Pocas cosas en la historia son inevitables, y lo acontecido en Siria es el resultado de las acciones, o inacciones, de diversos gobiernos, grupos de personas e individuos. Y en Siria, la inacción ha sido tan trascendental como la acción.
El ejemplo más notorio es el incumplimiento de Estados Unidos de la amenaza de castigar al gobierno de Assad por haber usado armas químicas contra la población. Con esa inacción se perdió una oportunidad no sólo de alterar la inercia del conflicto, sino también de reforzar el principio de que todo gobierno que use armas de destrucción masiva lo lamentará. Al fin y al cabo, el cumplimiento de la palabra dada es esencial para la eficacia de la disuasión.
Para hallar otras enseñanzas debemos retrotraernos a 2011, cuando el gobierno de Assad reprimió violentamente manifestaciones pacíficas en su contra, lo que llevó al presidente estadounidense, Barack Obama, y otras figuras a exigir la dimisión de Assad. Aquí tampoco se acompañó la retórica exaltada con acciones o recursos que la respaldaran. Una política entre cuyos medios y cuyos fines se presenta semejante divergencia está casi siempre condenada al fracaso.
Esto vale especialmente cuando el objetivo es un cambio de régimen, y cuando el régimen gobernante representa una minoría sustancial de una población dividida. Estas circunstancias suelen producir enfrentamientos sin cuartel donde, como es lógico, los que están en riesgo de perderlo todo lucharán denodadamente para evitarlo.
Mucho han escrito los estudiosos de las relaciones internacionales sobre los presuntos límites de la utilidad de la fuerza militar; pero Siria es la prueba de que esta puede ser decisiva, especialmente cuando se aplica en dosis masivas y sin hacer caso de la cantidad de civiles que resulten muertos o desplazados. Rusia, Irán y el gobierno de Assad demostraron lo que puede conseguirse con el uso masivo y a menudo indiscriminado del poder militar.
Otra víctima del conflicto sirio es el término “comunidad internacional”. En efecto, reveló la ausencia de una comunidad global de pensamiento o acción. Y los más de 500 000 muertos y diez millones de desplazados en Siria también dejan en entredicho la tan proclamada doctrina de “responsabilidad de proteger”.
Esta doctrina, aprobada unánimemente por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2005 (en parte como respuesta al genocidio de Ruanda una década antes), se basa en la idea de que los gobiernos están obligados a proteger la integridad física de sus ciudadanos; y que si no tienen capacidad o voluntad de hacerlo, otros gobiernos están obligados a intervenir para lograr dicha protección.
Si hay un gobierno que no cumplió esta norma, ha sido el de Siria. Pero la intervención internacional que se dio luego no tuvo por objetivo proteger vidas inocentes o debilitar el poder del gobierno, sino asegurar su continuidad. Y lo logró.
La respuesta de la comunidad internacional a la supercrisis de refugiados causada por la guerra fue apenas un poco mejor. El hecho de que muchos países se hayan negado a abrir sus fronteras al ingreso de cantidades significativas de solicitantes de asilo es evidencia de que la mejor política de refugiados es aquella que busca evitar que hombres, mujeres y niños inocentes se conviertan en refugiados, para empezar.
Los esfuerzos diplomáticos no pudieron salvar a Alepo y a sus habitantes, y tampoco es probable que logren poner fin a la guerra. Por más talentosos y comprometidos que sean los diplomáticos, la diplomacia tiende a responder a la situación en el terreno, no a crearla. Los esfuerzos diplomáticos futuros para lograr un fin de los combates o un resultado político particular sólo tendrán éxito en la medida en que las tendencias y equilibrios militares lo permitan.
Es previsible que el gobierno de Assad siga vigente y con el control de gran parte del país (aunque no todo). Diversos grupos terroristas suníes, rebeldes suníes menos radicales, fuerzas representantes de otros países como Hezbollah, el ejército turco, las fuerzas kurdas sirias y otros actores competirán por el control de diversas regiones.
Sería aconsejable que actores externos como Estados Unidos acepten esta realidad para el futuro inmediato y concentren sus energías en estabilizar las áreas liberadas del control de Estado Islámico, proteger a las poblaciones civiles, crear lazos políticos y militares con los grupos suníes no terroristas y lograr armisticios locales para evitar que se produzcan nuevos Alepos.
El objetivo de producir una transición a un gobierno diferente y más representativo no debe ser abandonado. Pero es un objetivo a largo plazo. Hay que aprender muy bien la enseñanza de los últimos cinco años y medio: quien aborde el problema sirio con voluntad limitada y medios limitados, debe plantearse objetivos limitados; es la única forma de poder hacer algo de bien.
Traducción: Esteban Flamini
Richard N. Haass es el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos y autor de A World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the Old Order [Un mundo en desconcierto: la política exterior estadounidense y la crisis del viejo orden].