28 de noviembre 2016
Quienes una vez accedimos a la vida política siguiendo las noticias que nos llegaban de la Sierra Maestra, nos identificamos rápidamente con la guerrilla de Fidel Castro. ¿Quién que no fuera un malvado podía apoyar a Batista? La imagen mostrando a Cuba convertida en un burdel recorría al mundo. En Cuba había nacido una revolución y cada uno de nosotros, ni siquiera ventiañeros, proyectaba hacia la isla sus visiones de futuro.
Definitivamente, Cuba pasó a ser parte de diversas biografías. El rechazo al comunismo soviético y la revelación pública de los crímenes cometidos por Stalin, fueron hechos que impulsaron a no pocos jóvenes de mi generación a buscar una salida política que no fuera la mediocre oferta de las derechas tradicionales. El discurso del Che Guevara en Argelia afirmó nuestras convicciones: era posible ser revolucionario sin ser comunista y antiimperialista sin ser pro-soviético.
La idea de un socialismo latinoamericano parecía no ser solo una utopía. Si a eso sumamos las imágenes que nos llegaban desde Vietnam, horrores como los de la aldea My Lay, poblaciones completas padeciendo bajo el napalm, no parecía haber otra alternativa más digna que la ofrecida por Cuba.
La primera fisura colectiva y profunda ocurrió en 1968 cuando Fidel Castro, confirmando la primera gran capitulación de la revolución cubana, aplaudió la invasión a Checoslovaquia. Peor aún: la aplaudió aceptando que esa había sido una violación a la soberanía nacional de ese país.
Aún sin habernos distanciado públicamente nos repugnó la autocrítica despiadada que obligaron hacer a Herberto Padilla. Después nos enteramos de la vil persecución a que fue sometido Reynaldo Arenas. Las declaraciones de Guillermo Cabrera Infante nos impactaron. Las persecuciones a los homosexuales nos horrorizaron. El culto al paredón nos recordaba a nuestras lecturas sobre la Francia de las guillotinas.
Los que habíamos sabido de los crímenes de Stalin comenzábamos a entender lo que estaba sucediendo en la isla. Cuba dejó –no de un día a otro, lentamente- de ser la esperanza, el horizonte, el futuro. Cuba, la Cuba de Fidel, había roto con muchos de nosotros. El tiempo lo fue confirmando. Castro no era un libertador. Era, o llegó a ser, un simple dictador latinoamericano en una larga y siniestra galería de crueles dictadores.
Y sin embargo, dejo constancia, no me arrepiento de haber apoyado durante un tiempo a la Cuba de Fidel. Y lo voy a explicar:
Con la misma pasión con la cual una vez seguí a Cuba, comencé a seguir tiempo después a las revoluciones democráticas del Este europeo. Apoyé a Solidarnosc y a Walesa y no temo afirmar que hasta me identifique con ellos. Pero miremos a la Polonia de hoy. Un país gobernado por un autócrata rodeado de curas fanáticos amenazando a los derechos humanos y a las libertades públicas. A esas mismas libertades por las cuales los obreros de Danzig arriesgaron todo en su lucha en contra de la dictadura comunista.
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me identifiqué con la gesta antiburocrática iniciada por Gorbachov en la URSS. Pero miremos a la Rusia de hoy. Un imperio que amenaza a Europa, invade a Ucrania, comete genocidio en Siria y bombardea a poblaciones indefensas en el Oriente Medio. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado a Gorbachov?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyé a la revolución democrática de Hungría y a la Checoslovaquia de Havel. Hoy Hungría está gobernada por un neo-dictador y la Checoslovaquia de Havel no existe. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado al nacimiento de la democracia en esos países?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba apoyé a las multitudes disidentes de Dresden y Leipzig, reunidas en las plazas, todas gritando: “Nosotros somos el pueblo”. ¿Debo arrepentirme por haberme sentido tan cerca de esa gente solo porque hoy esa consigna es coreada por una chusma enloquecida de racistas? ¿Los mismos que en las noches incendian los albergues donde residen indefensos extranjeros?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me pronuncié a favor de la llamada “primavera árabe”. A ese mismo pobre mundo árabe que hoy aparece otra vez envuelto en guerras fraticidas y pisoteado por nuevas dictaduras. ¿Debo arrepentirme por haber cifrado algunas esperanzas en ellos?
Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyo hoy día a las fuerzas democráticas de la nación venezolana en su larga lucha en contra de la dictadura de Maduro ¿Deberé arrepentirme si después de la salida de Maduro esas mismas fuerzas democráticas convierten a Venezuela en un lodazal de corrupciones?
No voy a repetir la letra de la canción de Edith Piaf. Pero tampoco me daré golpes en el pecho. No. No me arrepiento de nada.
Con el correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno –al menos en política– no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre. Que el “para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia política está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de absoluta oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al infierno, hay otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos llegar a ser mejor de lo que somos.
Antes de escribir estas líneas he estado mirando con detención una foto. Fue tomada el 01 de Enero de 1959: Los muchachos de la Sierra Maestra hacen su entrada triunfal en La Habana con Fidel a la cabeza. No, no fue un error haberme sentido muy cerca de ellos. El error habría sido seguirlos “hasta la victoria siempre”. Y eso, en política, nunca hay que hacerlo con nadie. Con nadie.