11 de noviembre 2016
Viena.– Barack Obama tenía razón al decir que la democracia misma estaba en juego en la boleta electoral durante las recién concluidas elecciones presidenciales de Estados Unidos. Pero, con la impresionante victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, ¿sabemos, hoy en día, con certeza que la mayoría de los estadounidenses son antidemocráticos? ¿Cómo deberían quienes votaron por Clinton relacionarse con los partidarios de Trump y con la nueva administración?
Si Clinton hubiese ganado, probablemente Trump habría negado la legitimidad de la nueva presidenta. Los partidarios de Clinton no deberían jugar ese juego. Ellos podrían señalar que Trump perdió el voto popular y, por lo tanto, no puede reclamar un mandato democrático abrumador, pero el resultado es lo que es y punto. Sobre todo, no deben responder, principalmente, a la populista política de la identidad de Trump con otra forma distinta de política de la identidad.
En vez de actuar de esa manera, los partidarios de Clinton deben centrarse en nuevas formas de apelar a los intereses de los partidarios de Trump, mientras defienden con firmeza los derechos de las minorías que se sienten amenazadas por la agenda de Trump. Y, deben hacer todo lo posible por defender a las instituciones democráticas liberales, si Trump intenta debilitar los sistemas de controles y equilibrios.
Para ir más allá de los clichés habituales sobre la curación de las divisiones políticas de un país después de unas elecciones enconadamente disputadas, necesitamos entender exactamente cómo Trump, en su calidad de archipopulista, apeló a los votantes y, en el proceso, cambió la concepción política que dichos votantes tenían de sí mismos, es decir cómo cambió su autoconcepción. Con la retórica adecuada y, sobre todo, alternativas políticas plausibles, esta autoconcepción puede cambiarse de nuevo. La democracia no perdió para siempre a los miembros del Trump-proletariado, tal como sugirió Clinton cuando los llamó “irredimibles” (aunque, probablemente, tenga razón en cuanto a que algunos de ellos decididamente continuarán siendo racistas, homofóbicos y misóginos).
Trump hizo una gran cantidad de declaraciones profundamente ofensivas y demostrablemente falsas durante este ciclo electoral que una frase especialmente reveladora pasó completamente desapercibida. En un acto proselitista el pasado mayo, Trump declaró: “Lo único importante es la unificación del pueblo, porque el otro pueblo no significa nada”. Esta es una retórica populista reveladora: existe un “pueblo real”, tal como lo define el populista; sólo él lo representa fielmente; y todos los demás pueden – de hecho deberían – ser excluidos. Es el tipo de lenguaje político desplegado por figuras tan distintas como el fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan.
Observe lo que el populista siempre hace: comienza con una construcción simbólica de lo que es el pueblo real, cuya única y auténtica voluntad, supuestamente, se deducirá de esa construcción; posteriormente el populista afirma, tal como lo hizo Trump en la Convención Republicana de julio: “Yo soy tu voz” (y, con característica modestia añade: “Sólo yo puedo arreglar las cosas”). Este es un proceso enteramente teórico: contrariamente a lo que los admiradores del populismo a veces argumentan, no tiene nada que ver con los aportes reales de las personas comunes y corrientes.
Un pueblo único y homogéneo que no puede hacer nada malo y sólo necesita un representante genuino para implementar correctamente su voluntad es una utopía – pero es una utopía que puede responder a problemas reales. Sería un error pensar que Venezuela y Turquía fueron democracias pluralistas perfectas antes de la llegada de Chávez y Erdoğan. Los sentimientos de desposesión y privación de derechos son terreno fértil para los populistas. En Venezuela y Turquía, algunos sectores de la población estaban sistemáticamente en desventaja o en gran parte excluidos del proceso político. Hay evidencia sustancial que prueba que los grupos de bajos ingresos en Estados Unidos tienen poca o ninguna influencia en las políticas y, realmente, se encuentran no representados en Washington.
Una vez más, observe cómo un populista responde a una situación como esta: en lugar de exigir un sistema más justo, el populista les dice a los oprimidos que solamente ellos son el “pueblo real”. Una afirmación sobre la identidad que se supone va a resolver el problema vinculado a que los intereses de muchas personas están desatendidos. La tragedia particular de la retórica de Trump – y, posiblemente, su efecto más pernicioso – es que ha convencido a muchos estadounidenses para que ellos se vean como parte integral de un movimiento blanco nacionalista. Representantes de lo que se llama eufemísticamente la “alt-right” o derecha alternativa – es decir, la supremacía blanca de los últimos días – estuvieron presentes en el núcleo de su campaña. Él ha alimentado una sensación de queja común difamando a las minorías y, tal como actúan todos los populistas, Trump ha retratado al grupo mayoritario como víctimas perseguidas.
No tenía por qué ser así. Trump obviamente ha conquistado exitosamente su lugar para representar al pueblo. Pero la representación nunca es simplemente una respuesta mecánica a demandas preexistentes. En lugar de ello, las pretensiones de representar a los ciudadanos también dan forma a la autoconcepción de dichos ciudadanos. Es de crucial importancia desplazar esa autoconcepción de los ciudadanos, alejándola de la política de la identidad blanca y regresarla al ámbito de los intereses.
Esta es la razón por la cual es extremadamente importante no confirmar la retórica de Trump descartando o incluso descalificando moralmente a sus partidarios. Esto sólo permite a los populistas anotar más puntos políticos diciendo, en efecto: “Mire, las elites realmente les odian, tal como dijimos anteriormente, y ahora son malos perdedores”. De ahí el desastroso efecto de generalizar a los partidarios de Trump como racistas o, como lo hizo Hillary Clinton cuando los calificó como “deplorables” que son “irredimibles”. Como George Orwell dijo una vez: “Si quieres hacerte enemigo de un hombre, dile que sus males son incurables”.
Por supuesto, la identidad y los intereses a menudo están vinculados. Aquellos que defienden la democracia y van contra de los populistas, también, a veces tienen que caminar por el peligroso terreno de la política de la identidad. Sin embargo, la política de la identidad no necesita apelar a la etnicidad, y mucho menos a la raza. Los populistas son siempre anti pluralistas; la tarea para los que se oponen a ellos es configurar conceptos de una identidad colectiva pluralista, consagrada a ideales compartidos de equidad.
Muchos temen, acertadamente, que Trump no vaya a respetar la Constitución de Estados Unidos. Por supuesto, el significado de la Constitución siempre es cuestionado, y sería ingenuo creer que las invocaciones no partidistas al respeto a dicha Constitución lo disuadirán inmediatamente. Sin embargo, los fundadores de Estados Unidos obviamente querían limitar lo que cualquier presidente pudiese hacer, incluso con un Congreso que le presta su apoyo y una Corte Suprema favorablemente inclinada en su dirección. Uno sólo puede tener la esperanza de que suficientes votantes – incluyéndose entre ellos a los partidarios de Trump – vean las cosas de la misma manera y ejerzan presión sobre Trump para que respete este elemento no negociable de la tradición constitucional estadounidense.
-----------------------------------------------------------
Traducción del inglés de Rocío L. Barrientos.
Jan-Werner Mueller es profesor de ciencias políticas en la Universidad de Princeton y miembro del Instituto de Ciencias Humanas de Viena. Su libro más reciente es What is Populism?
Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org