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En busca del paraíso

¡Cuánto regocijo debió sentir Vargas Llosa al hablar de las afinidades y diferencias entre Flora y Paul!

El Premio Nobel de Literatura, el peruano Mario Vargas Llosa, con el periodista argentino Andrés Oppenheimer en Charleston, Estados Unidos, durante la 71 Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Carlos Herrera/Confidencial

Guillermo Rothschuh Villanueva

23 de octubre 2016

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Una vez más me convenzo —a través de la relectura de El paraíso en la otra esquina, Alfaguara, 2003— que lo que se propusieron alcanzar Flora Tristán y Paul Gaugin, logra conseguirlo con creces Mario Vargas Llosa. La revolucionaria comprometió hasta los últimos minutos de su vida intentando transformar los cimientos de la sociedad francesa, su nieto busco el camino del exilio con el propósito de encontrar un mundo virgen, incontaminado, (Panamá, el Caribe y Polinesia francesa). Primer acierto de Vargas Llosa: delinear la arquitectura de una obra llena de encantamientos. Al hacer el recorrido para develar los infortunios de Flora y Paul, se goza en demostrarnos sus raíces peruanas y sus nexos familiares. Abuela y nieto asumen la apuesta más riesgosa que un ser humano puede concebir: tratar de fundar el paraíso en este mar de lágrimas, envidias y egoísmos.  Conocen y rechazan la estrechez francesa. Al final los dos salen derrotados. Con la diferencia que Flora jamás hizo concesiones. Paul se mostró varias veces contradictorio.

Los ecos de El hablador (Alfaguara, 1989), resuenan de nuevo en mis oídos, con la diferencia que si en esta novela el malhadado Perú sale a su encuentro en Fiorenza, proporcionándole el pretexto para internarse en las selvas de su país, en El Paraíso en la otra esquina, hay un deseo deliberado por explorar los recovecos del inconsciente de Flora y Paul. La transmutación del manojo de datos sobre sus vidas, terminan convertidos en una nueva argamasa. El crítico literario y el experto en arte, realiza actos de magia como lo haría el más avezado de los brujos nativos de Hiva Oa. La fuerza de la novela la determina su estructura —las dos historias que la conforman— al contarnos los avatares de Flora y el magistral desdoblamiento del tiempo a su gusto y antojo. En el caso de Paul, la narración lineal viene paracortocircuitada con asomos al pasado. El relojero resuelve dar cuerda a ese tiempo moroso muy suyo. ¿El regodeo obedece a que Flora nació en Arequipa, la misma ciudad donde nació Vargas Llosa?

El Haapuani peruano entreteje con delectación las afinidades y contrastes entre Flora y Paul, con un lenguaje restallante, lleno de goce, pleno de alegría; expone sus caídas y recaídas. Con tristeza detalla los sobresaltos que afronta Flora, ante a una sociedad machista. Su peor adversidad —cuando pregonaba las bondades de la Unión Obrera— fue ser mujer. Vargas Llosa muestra las incomprensiones y calumnias que fue víctima. ¿Cómo aceptar que fuese una mujer la que haya emprendido el camino de la redención humana, frente a un grupo de estrafalarios? Sus interlocutores —en esa larga travesía que comienza en Auxerre en abril de 1844 y su última batalla en Burdeos, en noviembre del mismo año— jamás le reconocieron que hombres y mujeres eran iguales. Lo consideraban un exceso. Incluso tuvo a sus pares en contra. Nada insólito en aquellos tiempos donde Flora se mostró demasiado lúcida y adelantada. Cree que las mujeres de Lima, gobiernan a los hombres porque son muy superiores en inteligencia y fuerza moral.

¡Cuánto regocijo debió sentir Vargas Llosa al hablar de las afinidades y diferencias entre Flora y Paul! Venida a menos por la muerte de su padre, Flora tuvo que trabajar como obrera-colorista en el Taller de Grabado y Litografía del maestro Andrés Chazal, su futuro esposo y verdugo. Flora tenía una enorme disposición para el dibujo. ¿Heredaría Paul las artes de su abuela? Los dos fueron fagocitados por sus respectivos quehaceres. Los dos se empeñaron en ser revolucionarios. Los dos fueron trashumantes. Los dos fueron radicales en todo cuanto hicieron. En ambos el amor estuvo excluido. Mientras Flora repudiaba el sexo, Paul no creyó que existiese el amor. Flora jamás tuvo fisuras en su vida, Paul en varios momentos titubeó. Flora dedicó todo el tiempo a su causa, Paul trabajó para la bolsa haciendo dinero. Los dos fueron obsesivos. En su agonía, evocaron un pasado lleno de espinas y sinsabores. Al final de sus días, los cadáveres de ambos fueron objeto de disputas. En ningún caso se cumplió con sus deseos.


Otro logro estupendo de Vargas Llosa, las interpelaciones que hace a Flora, una familiaridad que solo se consigue sometiendo tiempo y lenguaje a su más preciado objetivo: presentarnos el itinerario de una mujer por la que siente admiración profunda, casi ternura. Se pega a su orilla. Jamás la deja sola. Sabe intimar con ella. Tampoco hace concesiones a sus bravatas. Retrata sus enojos con la misma acritud que ella muestra contra sansimonianos y furieristas. Madame-la-Colère era presa de arrebatos incontenibles. Nada la arredraba, ni siquiera cuando era conminada por la policía y amenazada con echarla presa, solo por pregonar la igualdad entre los seres humanos. En la Unión Obrera, partidaria del derecho al aborto, evitaba referirse al sexo. Después de ser lastimada por su marido, jamás volvió a sentir placer, excepto durante su breve amorío con Olympia Maleszewska. La Andaluza decidió terminar con ella para consagrarse a su apostolado. Desechó a quienes pretendieron su amor.

Con Paul, el peruano vuelve por sus fueros, relata de manera efusiva los rasgos de su carácter: rabioso, temperamental e impulsivo. Asoma de nuevo el crítico de arte. Las descripciones detalladas de los cuadros de Paul, son vitales para saber cómo combina su arte narrativo, con la admiración que siente Vargas Llosa por la pintura. Se me antoja una propuesta. Al menos yo la puse en práctica. Meternos a ver los grandes cuadros de Paul y leer lo que él escribe sobre cada uno de ellos. Interroga a Koke —como llamaron a Paul los habitantes de la Polinesia— sobre su cuadro preferido, para responderse que sin duda era La hermana de la caridad, pintura que mostraba la total incompatibilidad de dos culturas, donde resalta “la superioridad estética y moral del pueblo débil y avasallado y la inferioridad decadente y represora del pueblo fuerte y avasallador”. ¿Acaso esta no había sido la razón por la que viajó hasta los confines del universo? Salió al encuentro de algo diferente. En sus pinturas Paul lo único que hace es ratificarlo.

Coherente hasta la temeridad, Vargas Llosa arremete contra los poetas. No se detiene a pensar en sus consecuencias. La oposición e inquina que mostraron ante las propuestas de Flora, parecieran no solo irritar a Madame-la-Colère, Vargas Llosa arremete contra la forma presuntuosa de su comportamiento. A Jean Reboul, poeta obrero de Francia, Flora intentó explicarle la revolución pacífica que acabaría con la discriminación, la injusticia y la pobreza, su respuesta fue que esto era lo que hacía la santa Madre Iglesia. Las explicaciones de Flora, lo hicieron sentirse en presencia del diablo. En Burdeos, el poeta-peluquero Jazmin, los halagos recibidos por la burguesía, lo habían convertido en un ser engreído y estúpido. En ambas ocasiones, las expresiones de Vargas Llosa contra los poetas son muy duras. En su conversación con la revolucionaria francesa le dice convencido: —“La vanidad es la enfermedad de los poetas, Florita, estaba comprobado”, reafirmando lo dicho por Platón, enemigo jurado de los poetas.

En el capítulo dedicado a El hechicero de Hiva Oa, Vargas Llosa realiza un bello retrato de la inmersión de Paul en las aguas profundas de la pintura. Lo obliga a definir el impresionismo, repasa su estadía en Dinamarca y rememora la soledad y humillación padecidas. Es cuando Paul expresa que las sensaciones son más importantes que las razones, en su arte creativo. Para él la pintura es una expresión de la totalidad del ser humano: su inteligencia, destreza artesanal, su cultura, como también sus creencias, sus instintos, sus deseos y sus odios. El Holandés loco había celebrado desde el principio sus creaciones. La gran pintura —afirma a Paul— sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo. Luego Van Gogh exclama: “Yo también quiero pintar mis cuadros con mi falo. Enséñame, hermano”. La dedicación de Paul por la pintura fue un acto de rebeldía. Contra su mujer y sociedad. Sin saberlo —o tal vez si— había escogido el camino de su consagración. Se trata de unos de los pintores más celebrados del universo.

Abuela y nieto —recreados por un hechicero consagrado— como grandes avanzados, no dejaron que los vejámenes e incomprensiones mellaran su grandeza. En Flora Tristán las mujeres ven hoy a una precursora de sus sueños, retos y afanes; alabado y estudiado, los cuadros de Paul son disputados por coleccionistas del mundo entero. Sus vidas me recuerdan a Augusto Monterroso, el fabulista, hace burla de lo que espera a las ovejas negras. Estos son muertos para luego erigirles monumentos. Sorteando estos desmanes, Gabriel García Márquez, en Blacamán, el bueno vendedor de milagros, dice que él prefiere vestir camisitas de seda, en vez de estatuas después de fallecido. Vargas Llosa recuerda la hambruna que persigue a redentores y artistas mientras viven. Solo después de muertos se elogian y reconocen sus hazañas. Este fue el destino de Flora Tristán y Paul Gaugin. Vargas Llosa los reinstala en el presente, como homenaje a su permanente actualidad. Su novela muestra que están más vivos que nunca.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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