13 de agosto 2016
Washington DC.– Cualquiera que observe la carrera presidencial de Estados Unidos tiene que entender que las encuestas de opinión nacionales no ofrecen un panorama preciso de cómo puede resultar la elección. Gracias al Colegio Electoral de Estados Unidos, no es quién gana la mayor cantidad de votos a nivel nacional lo que importa al final de cuentas, sino quién gana en qué estados.
A cada estado se le asigna una determinada cantidad de votos en el Colegio Electoral, dependiendo del tamaño de su población. El candidato que traspasa el umbral de 270 votos electorales gana la presidencia.
En casi todos los estados, a un candidato que gana el 50,1% del voto popular se le asigna el 100% de sus votos electorales. (Sólo Maine y Nebraska no siguen la regla del que gana se lleva todo; dividen el voto del Colegio Electoral por distrito electoral). En consecuencia, los votos de millones de personas terminan no contando. Si usted es un republicano en Nueva York o California, que están dominados por los demócratas, o un demócrata en Wyoming o Mississippi, que normalmente son estados republicanos, olvídese de que su voto para presidente tenga alguna importancia.
Un resultado peculiar de este sistema peculiar es que un candidato puede ganar una mayoría del voto popular nacional pero perder en el Colegio Electoral, perdiendo por poco en estados muy poblados y ganando en algunos estados más pequeños. Esto no suele suceder con frecuencia, pero cuando sucede, Estados Unidos sufre un paroxismo de lamentos por este mecanismo aparentemente poco democrático. En el caso más reciente, Al Gore ganó una mayoría del voto popular en 2000, pero George W. Bush se alzó con la presidencia.
Debido al Colegio Electoral, los votantes emiten sus votos no por un candidato sino por una lista de electores -activistas partidarios, incluidos amigos y aliados del contendiente- que respaldarán a su elegido. El papel de los electores es una breve formalidad; se reúnen en su capitolio estatal y votan. Pero todo el mundo ya sabe cómo va a resultar, porque los resultados de la elección presidencial se divulgan en ese momento en términos de quién ganó cada estado.
A esta altura, el conteo del voto nacional no tiene sentido. El Congreso se reúne y "cuenta" los votos electorales; pero esto también es una mera formalidad. (La contienda Bush-Gore fue inusual porque no se resolvió hasta el 12 de diciembre, más de un mes después de la elección, cuando la Corte Suprema, en una decisión partidaria y altamente polémica, votó 5 a 4 para poner fin al recuento en Florida, entregándole la presidencia a Bush).
Ahora, es aquí donde la cosa se puede complicar, y las posibilidades de una jugarreta aumentan: si nadie gana 270 votos del Colegio Electoral, la elección pasa a la Cámara de Representantes, donde cada delegación estatal emite un voto único, sin importar cuántos votantes represente la delegación. Wyoming (con una población de 585.000 habitantes) y California (con una población de 39 millones de habitantes) obtienen un solo voto. Y no es una certeza que las delegaciones vayan a votar por el candidato que ganó la mayor cantidad de votos en su estado.
Luego, después de que la Cámara elige al presidente, el Senado elige al vicepresidente, y cada senador recibe un voto. En teoría es posible que el Congreso pueda elegir un presidente y un vicepresidente de diferentes partidos.
Este sistema laberíntico para elegir al presidente refleja la ambivalencia de los fundadores de Estados Unidos respecto de la democracia popular. Sospechaban que la plebe -el pueblo- podía salirse con la suya por culpa de una desinformación o por no entender lo que estaba sucediendo. El voto del Reino Unido en junio para abandonar la Unión Europea -en contra del consejo de expertos y aliados- parece validar esta preocupación.
Desde el principio, los fundadores de Estados Unidos eran conscientes de los peligros de un gobierno por plebiscito. A Alexander Hamilton le preocupaba darle el poder a la gente porque "rara vez juzga o decide lo correcto". Por temor a "un exceso de democracia", interpusieron mediadores institucionales entre la voluntad popular y las decisiones del gobierno. Hasta 1913, las legislaturas estatales eran las que elegían a los senadores, no los elegían los votantes de manera directa. Y nos dieron el Colegio Electoral.
Este sistema tiene un enorme impacto en la verdadera campaña presidencial, porque determina en qué invierten su tiempo y gastan su dinero los candidatos. Sólo unos diez estados son considerados estados "pendulares" que pueden ir para cualquiera de los dos partidos; el resto son considerados estados "seguros" para un partido o el otro.
Por supuesto, a veces el sentido común político puede equivocarse y un estado se sale de su categoría. Pero estos diez estados "en disputa" son los que hay que observar para tener alguna pista sobre cómo resultará la elección. Son mucho más reveladores del resultado final que las encuestas nacionales.
Por ejemplo, California y Nueva York, normalmente son tan demócratas que la única razón por la que los candidatos se presentan allí es para recaudar dinero. Por el contrario, los candidatos recorren de punta a punta Ohio -la joya de la corona de los estados pendulares, porque la tradición dice que ningún republicano puede ganar la presidencia si no gana allí-. Los otros estados que se consideran más importantes para la victoria para uno u otro lado son Florida y Pennsylvania.
Debido a que estos estados tan poblados, junto con algunos otros, normalmente votan por el Partido Demócrata, los demócratas tienen una ventaja inherente en el Colegio Electoral. De modo que, en general, se calcula que Donald Trump tiene opciones más limitadas para acumular 270 votos.
Tal vez el Colegio Electoral no sea una idea tan peculiar, después de todo.
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Elizabeth Drew, colaboradora regular de The New York Review of Books, es la autora, más recientemente, de Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall.
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