3 de agosto 2016
Una de las imágenes más bonitas de Managua es la que muestra a los capitalinos la silueta de Sandino, erguida, poderosa, que infunde respeto, instalada sobre la Loma de Tiscapa. A sus pies, una hermosa laguna de origen volcánico, encima, un cielo de azul intenso, el despejado cielo tropical nicaragüense. Así la ideó el poeta Ernesto Cardenal, así fue instalada en esa loma, antiguo corazón del poder de la dictadura, sitio de tortura del somocismo, que fue convertida en parque nacional con la silueta de Sandino, negra, enorme, iluminando la Nicaragua sin dictadura, libre y democrática.
Y así estuvo hasta 2013, cuando esa imagen de postal cambió repentinamente. La primera dama de Nicaragua, hoy convertida en compañera de fórmula del presidente Daniel Ortega de cara a las elecciones generales de noviembre, decidió que Sandino no debía estar solo y a la par ordenó construir una inmensa estructura de metal, un árbol amarillo decorado con decenas de lucecitas. La bautizó como “Árbol de la Vida” y al colocarla a la par de Sandino, pero más grande y pesada que su silueta, enviaba un mensaje claro como el azul de ese cielo tropical que los cobija: el nuevo poder en Nicaragua ya no era el sandinismo, si no el modelo familiar impuesto por su esposo y ella, el orteguismo.
Un modelo saqueador de la riqueza de este país sumido en la pobreza, de rapiña desatada desde las instituciones del Estado, de alianza con el gran capital, autoritario, antidemocrático, dinástico, en el que el país sería gobernado de nuevo como una hacienda familiar y la soberanía, por la que murió Sandino, rifada como en una subasta de pueblo al capital internacional, un quién da más, quién da más que le abrió las puertas a un empresario chino desconocido, al que Ortega entregó la concesión para construir un Canal Interoceánico que sería -a decir de científicos y ambientalistas- un desastre ambiental de proporciones apocalípticas, que dejaría a decenas de miles de nicaragüenses sin sus tierras y sin comida y acabaría con un recurso tan valioso como el Gran Lago de Nicaragua.
Ese lago, hay que decirlo, que se ha convertido esta semana en el cementerio de migrantes africanos que ilegalmente entran por veredas a Nicaragua, en su deseo de llegar a Estados Unidos. Daniel Ortega, autollamado “el pueblo presidente”, critica con dureza la política migratoria de Estados Unidos y Europa, pero cierra con candados las fronteras de Nicaragua para evitar que, primero cubanos y luego africanos y haitianos, pasen por este país en su ruta para lograr el sueño americano. La hipocresía de un mandatario megalómano, que se sueña líder mundial, pero da un portazo a los más desfavorecidos, quienes deben buscar a los llamados coyotes, traficantes de personas, para viajar clandestinos, solos con su pena, solos con la condena de ser los no gratos.
¿Por qué no los defiende el Comandante? ¿Por qué ni una sola palabra de la primera dama Rosario Murillo? No existen. Vidas que no cuentan. Muertos bajo el cielo de la “Nicaragua libre, bendita, cristiana y solidaria”, a decir del eslogan oficial.
Y también están los pobres, decenas de miles de pobres que luchan por sobrevivir en un país sin oportunidades, disminuidos a una masa que acepta migajas a cambio de votos. Gente que mira en televisión al viejo guerrillero transportado en lujosos Mercedes Benz blindados, sus hijos convertidos en ricos empresarios vestidos de finos sacos y viendo la hora en carísimos relojes o -por capricho- trayendo desde Italia a toda el festival Pucciniano, para que el delfín del régimen pueda estrenarse como tenor en el drama de la Turandot.
Sandino mira todo este desde la loma. Su silueta negra observa el pasar de los días en este país sumido en los desmanes de un poder autocrático. Nadie sabe dónde quedó enterrado el gran héroe nacional tras su asesinato. Por eso está ahí esa silueta, para no olvidar su gesta: un país libre, sin familia gobernante, sin intervención extranjera, soberano, democrático, igualitario.
Si Sandino levantara cabeza…